comando vermelho controla río
Serie del crimen organizado. Brasily el ComandoVermelho: Paz, libertad y justicia.
La enorme mayoría de las casi 500 favelas de Río de Janeiro, donde viven más de 2,5 millones de personas, estaban controladas en los '90 por el Comando Vermelho, la más poderosa organización delictiva del Brasil, que disponía de 6.500 hombres armados para vigilar la venta de drogas en los cerros de la ciudad.
Brasil, con sus 8,5 millones de kilómetros de superficie (más de 11 veces la de Chile) y sus casi 190 millones de habitantes, guarda cuantiosos recursos naturales y una de las mayores reservas de biodiversidad del mundo. Sin embargo, el 36,3% de su población vive bajo la línea de la pobreza y el 10,6% es indigente. Sus 16 mil kilómetros de fronteras con casi todos los países de América del Sur, así como su cercanía a Europa y África, lo han hecho muy permeable a todo tipo de comercio ilícito, y transformado en refugio predilecto para delincuentes de las más variadas procedencias.
El tráfico de cocaína no ha sido la excepción. En 1985 se incautaron 500 kilos de esa droga; sólo una década después, en 1995, los decomisos llegaron a 11,4 toneladas, y seguían aumentando. Si se parte del supuesto de que se intercepta aproximadamente el 10% del tráfico, se deduce que otras 110 toneladas entraron para el consumo interno o en tránsito hacia otros países. Esa cantidad equivalía aproximadamente a unos 4.500 millones de dólares. Ese mismo año se decomisaron casi 19 toneladas de marihuana y volúmenes crecientes de heroína, crack y productos químicos para la producción de cocaína.
A comienzos de los '90, informes policiales advirtieron que las mafias italianas, estadounidenses y los dos grandes carteles colombianos controlaban porcentajes considerables de la propiedad de unas 200 de las más importantes sociedades brasileñas, incluidas grandes empresas de la construcción y el transporte, que les servían para lavar dinero y como pantallas para el tráfico de drogas y de precursores químicos. El juez Walter Fanganiello, del Tribunal Regional de Justicia de São Paulo, afirmó a fines de 1995 que cerca de 50 jefes de la mafia internacional vivían en Brasil, la mayoría en São Paulo, eje financiero e industrial de la nación. Los gestores financieros de las organizaciones criminales ponían sus ojos en empresas con dificultades económicas y ofrecían aportes de capital fresco a cambio de participación accionaria. Así, entraron en diversos ámbitos del turismo, del transporte terrestre, marítimo y aéreo, de la ingeniería civil y química, de la agricultura y de la banca. El diario O Globo informó en noviembre de 1995 que el mafioso italiano Antonio Salamone, prófugo en su país y nacionalizado brasileño para evitar la extradición, era dueño de una gran constructora que trabajaba en obras de Río de Janeiro y São Paulo.
Anualmente se blanqueaban entre 15 mil y 20 mil millones de dólares originados en el narcotráfico, especialmente en operaciones montadas por los 'doleiros' –los cambistas de dólares– de São Paulo y en Río de Janeiro.
La Conexión Nigeriana
El extenso territorio brasileño permitía que los narcotraficantes traspasaran sin grandes dificultades los controles fronterizos. La policía sabía que la droga proveniente de Bolivia, Perú y Colombia ingresaba al estado de Amazonas para seguir por carretera hasta Belem, donde era embarcada hacia el extranjero. La ciudad de Foz de Iguazú, en tanto, se convirtió en la ruta preferida de los traficantes de armas que operaban desde Argentina y Paraguay.
En octubre de 1995, policías antinarcóticos de São Paulo informaron que en ese estado existían más de cinco mil traficantes, los que abastecían a unos 150 mil drogadictos, consumidores de unos 3.500 kilos de cocaína al mes. Añadieron que también se había detectado la creciente participación de extranjeros, en su mayoría europeos, operando en las redes de distribución.
Antonio Mota Graza, apodado ‘Curica', aparecía como el principal intermediario entre los carteles colombianos y los traficantes brasileños que llevaban cocaína a Europa. Se estimaba que Mota Graza era el propietario de unas 20 toneladas de cocaína incautadas entre 1991 y 1995.
A la ola de inmigrantes con antecedentes criminales llegados a Brasil se sumó la presencia de la denominada Conexión Nigeriana, responsable de transportar hacia Europa unas 10 toneladas de cocaína al año. Las bandas de narcos los convencían para que se desnacionalizaran y adquirieran otra ciudadanía africana, viajando con pasaportes europeos falsos. Entre 1992 y 1995, las policías de Brasil, Uruguay, Paraguay y Argentina detuvieron a más de 400 africanos acusados de tráfico de drogas.
Las ciudades brasileñas eran escenario a la vez de una soterrada guerra entre el cartel de Cali y los miembros del Triángulo Dorado, que luchaban por las rutas de la heroína hacia Estados Unidos. El conflicto terminó en 1995, cuando acordaron usar a Brasil como base de operaciones conjuntas. Otra conexión quedó al descubierto a fines de 1994, cuando se incautaron 500 kilos de cocaína en una pista de aterrizaje cerca de la frontera con Colombia, destinada a Japón, donde la distribuiría la mafia yakuza.
A fines de mayo de 1995, el Presidente Fernando Henrique Cardoso creó la Comisión Nacional de Seguridad Pública para Combatir el Narcotráfico, integrada por los ministerios de Justicia, Marina, Hacienda, Relaciones Exteriores y Transportes, en un esfuerzo por controlar el explosivo auge de este delito. Pocos meses antes, Romeu Tuma, senador por São Paulo y ex vicepresidente honorario de Interpol, había dicho: "El cartel de Cali se asoció con brasileños para crear empresas pantalla de exportación de químicos, hierro y madera a fin de camuflar sus envíos de cocaína. Tras la muerte de Pablo Escobar, Cali ha tomado el control del narcotráfico con más violencia. En Brasil no se da, todavía, la duplicidad de poder que hay en Colombia; aquí el narcotráfico consigue corromper autoridades, pero no tiene estructuras de poder propias como en Colombia. En ese sentido, no debe importar la cantidad de los decomisos, sino la desarticulación de las bandas y de su poder económico".
Pero la alerta fue tardía. Los narcotraficantes ya habían extendido profundas raíces entre los grupos urbanos más pobres del país, como son los que habitan las favelas. La enorme mayoría de las casi 500 favelas de Río de Janeiro, donde habitan más de 2,5 millones de personas, estaban controladas por el Comando Vermelho, entonces la más poderosa organización delictiva del Brasil, que disponía de 6.500 hombres armados para vigilar un centenar de puestos de venta de drogas en los cerros de la ciudad. Otros 10 mil pandilleros trabajaban haciendo contactos y distribuyendo drogas, y más de 300 mil personas vivían del comercio de estupefacientes.
La vigilancia de este comercio, hasta hoy, está encargada a los 'olheiros' (campanas), niños pequeños que de acuerdo a códigos previamente establecidos tiran bengalas o arrían volantines cuando llegan extraños. Cuando los niños entran a la adolescencia pueden aspirar a convertirse en 'aviones', los mensajeros entre consumidores y traficantes; más tarde, si demuestran condiciones, se gradúan como jefes de favela.
El Comando Vermelho es autor de las ‘Doce reglas del buen bandido', que exigen respetar a las mujeres, a los niños y a los indefensos; andar siempre aseado y bien vestido, y no usar tatuajes. También impuso un riguroso código de penas en los lugares donde habitan sus miembros. Según éste, los ladrones son castigados con feroces palizas, y se incurre en pena de muerte si un integrante comete violación, traiciona o mata a quien no corresponda.
En las favelas ya estaba todo controlado. Si las empresas de electricidad, agua potable, aseo o correos deseaban ingresar a ellas, debían negociar con los narcos o buscar la mediación de las agrupaciones vecinales.
Informes de la inteligencia militar indicaban que en las favelas se vendían casi 12 toneladas de cocaína al mes, cuyos dividendos permitían al Comando Vermelho adquirir desde modernos fusiles automáticos hasta proyectiles antiaéreos.
Las estadísticas policiales situaban en 1994 a Río de Janeiro como una de las ciudades con los índices de criminalidad más altos del mundo, con un promedio de 65 homicidios por cada 100 mil habitantes, el doble que en Nueva York.
El general Newton Cruz, a cargo de la lucha contra los grupos mafiosos, dio cuenta de que en Río de Janeiro operaban cerca de tres mil peligrosos sicarios del narcotráfico, apoyados por casi dos mil escoltas y unas 750 embarcaciones de diversos tipos y tamaños. Los verdaderos jefes, dijo, vivían tranquilos en Miami y en algunas ciudades de Europa.
Pastelitos de Miel
Detectives de Río relataban que en las favelas se distribuía marihuana en forma de pequeños pasteles endulzados con miel y envueltos en papel celofán, para incitar a los niños a consumirla. Los paquetes tenían una etiqueta que decía Pasteles de Salgueiro CV, PLJ, las siglas del Comando Vermelho (CV) y su consigna: paz, libertad y justicia (PLJ).
En mayo de 1994, la prensa reveló las conexiones entre los financistas de la lotería clandestina llamada ‘jogo do bicho' (juego del bicho) y los carteles colombianos. Los allanamientos a las sedes de los padrinos del juego (‘bicheiros') permitieron incautar las listas de los beneficiarios de sus favores. Entre ellos figuraban el ex Presidente Fernando Collor, el alcalde de São Paulo y el gobernador de Río de Janeiro, por lo menos 10 diputados, un centenar de policías, jueces e incluso el presidente de la Federación Internacional de Fútbol Asociación (FIFA), João Havelange. Los documentos establecerían igualmente el envío de importantes sumas a Cali y el pago de sobornos a policías antidrogas.
El juego del bicho o juego de animales, del cual vivían unas 100 mil personas y que movía unos dos mil millones de dólares al año, se inició en 1889, cuando el barón de Drummond, patrono del zoológico de Río de Janeiro, introdujo esta lotería para reunir fondos para alimentar a los animales. En su forma actual, 25 animales representan números del 1 al 100. La mariposa, por ejemplo, cubre el 13, 14, 15 y 16. Los jugadores pueden apostar sin límites, y si aciertan al animal reciben 18 veces el dinero invertido.
Una encuesta realizada por un periódico brasileño reveló que un 41% de la población de Río –unos 3,5 millones de personas– jugaba ocasional o regularmente al bicho en alguno de los 300 puntos de apuesta de la ciudad. El juego tenía 40 mil empleados a su servicio, en su mayoría jubilados o gente con limitaciones físicas.
Policías federales afirmaban que esa lotería era controlada por unos 200 poderosos jefes, los "banqueros del bicho", una verdadera mafia que se trenzaba en violentas disputas territoriales.
A fines de 1986, tres cuartos de la población de Río se habían manifestado a favor de la legalización del juego. El entonces gobernador, Leonel Brizola, dijo que la actividad "es una de las pocas en el país que trabaja y paga honestamente".
A los banqueros del bicho se les atribuía ser muy generosos a la hora de distribuir sus ganancias: cada año gastaban unos 500 mil dólares en cada una de las escuelas de samba que conseguían los mejores resultados en el Carnaval de Río. El famoso banquero Castos de Andrade, que asumía esa condición, era el dueño del equipo de fútbol Bangú.
Las denuncias periodísticas sobre las actividades mafiosas que irradiaba el juego provocaron reacciones encontradas. El jefe de la policía de Río de Janeiro sostuvo públicamente: "Uno tiene que enfrentar la realidad. Si uno trata de suprimir ese juego, 40 mil personas perderán sus empleos y estarán en las calles robando para sobrevivir".
A fines de 1988, una encuesta en cuatro ciudades demostró que el juego del bicho era la institución que más confianza inspiraba a la población, con un 70%. La Iglesia Católica, en cambio, llegaba al 50%, los diputados y senadores al 20% y el Gobierno a menos del 10%.
Los debates sobre esa lotería eran un indicio más de cómo la corrupción se había empezado a adueñar de la sociedad brasileña –y otros países del continente–. En 1991, algunos medios de prensa informaron que mensualmente ingresaban 15 kilos de cocaína al Congreso Nacional de Brasil, visitado diariamente por unas 15 mil personas y donde la droga se comercializaba al módico precio de 25 dólares el gramo.
"Aparentemente, los principales quioscos de cocaína estaban en el anexo 4 de la biblioteca de la Cámara de Diputados y en el estacionamiento privado, donde la calidad era mejor. Los lugares eran óptimos porque el Congreso, por ley, es inaccesible para la policía. También se vendía cocaína en los baños. Hay dos empleados arrestados, tres sospechosos acusados de tráfico directo y otros 22 posibles involucrados, mientras otras ramificaciones alcanzan a un diputado cuyo hermano fue descubierto en julio pasado con un cargamento de 554 kilos de cocaína", ironizaba el diario ‘Folha de São Paulo'.
Los Garimpeiros
Desde fines de la década de los '80, las fronteras del sur y del suroeste brasileño sufrieron la invasión de las mafias de la droga instaladas en Bolivia. Centenares de barriles con acetona y éter, precursores indispensables para producir clorhidrato de cocaína, cruzaban diariamente la frontera hacia laboratorios situados en el altiplano. En sentido contrario ingresaban a Brasil cientos de toneladas de droga refinada, destinadas a las grandes ciudades o a los miles de buscadores de oro que se apiñaban en campamentos en la Amazonia.
Cargamentos de aceite de copaiba, de mineral de casiterita y de madera provenientes de Rondonia, muchas veces ocultaban envíos de cocaína que viajaban hacia las grandes ciudades del sur de Brasil, a través de una carretera recién construida, que los lugareños bautizaron como la ‘Transcocainera'.
Unos 100 traficantes de corta edad vendían la droga en los principales centros poblados de Rondonia, así como en los ‘garimpos', las minas a cielo abierto de oro y casiterita de esa región. En ambas márgenes del río Madeira, unos 50 mil buscadores de oro –los famosos ‘garimpeiros'– recurrían a las drogas y el alcohol para aliviar los rigores de su dura faena.
En la aldea de Ariquemes, a 200 kilómetros de Porto Velho, la mayor parte de los 80 mil hombres que trabajaban por su cuenta en las minas de casiterita se drogaban diariamente con cocaína, marihuana o fumando pasta base mezclada con hierba. Por esos días, los diarios daban cuenta de una guerra entre bandas que se disputaban el trueque de armas y cocaína, provenientes de Paraguay, por automóviles robados en São Paulo y Río.
A fines del siglo XX, la DEA había identificado a 14 carteles que operaban en Brasil. Sólo en el estado de Río de Janeiro existían 23 rutas internacionales para el transporte de drogas: 18 ‘de salida' (hacia Europa y EEUU), cuatro ‘de entrada' (desde Colombia, Perú, Bolivia y Paraguay) y una ‘de tránsito' (que triangulaba heroína de Hong-Kong en ruta hacia EEUU).
En 1997 se calculaba que en Brasil se lavaban por lo menos unos 20 mil millones de dólares anuales, y el aumento de la violencia parecía incontrolable. La tasa de asesinatos era de 25 por cada 100 mil habitantes, comparados con los 7,4 de Estados Unidos. En algunos pueblos, esa tasa se disparaba a 140 por 100 mil. Además, la cantidad de ‘masacres' (asesinatos múltiples) aumentaba constantemente. En el gran São Paulo se produjeron 47 masacres en 1996 y otras tantas en 1997; en 1998, la cifra escaló a 189. Casi todas estaban vinculadas al narcotráfico y la inmensa mayoría quedaba impune.
Muy pronto surgiría la explicación: decenas de miles de armas de todos los calibres estaban ingresando al país como moneda de pago de drogas.
Brasil, con sus 8,5 millones de kilómetros de superficie (más de 11 veces la de Chile) y sus casi 190 millones de habitantes, guarda cuantiosos recursos naturales y una de las mayores reservas de biodiversidad del mundo. Sin embargo, el 36,3% de su población vive bajo la línea de la pobreza y el 10,6% es indigente. Sus 16 mil kilómetros de fronteras con casi todos los países de América del Sur, así como su cercanía a Europa y África, lo han hecho muy permeable a todo tipo de comercio ilícito, y transformado en refugio predilecto para delincuentes de las más variadas procedencias.
El tráfico de cocaína no ha sido la excepción. En 1985 se incautaron 500 kilos de esa droga; sólo una década después, en 1995, los decomisos llegaron a 11,4 toneladas, y seguían aumentando. Si se parte del supuesto de que se intercepta aproximadamente el 10% del tráfico, se deduce que otras 110 toneladas entraron para el consumo interno o en tránsito hacia otros países. Esa cantidad equivalía aproximadamente a unos 4.500 millones de dólares. Ese mismo año se decomisaron casi 19 toneladas de marihuana y volúmenes crecientes de heroína, crack y productos químicos para la producción de cocaína.
A comienzos de los '90, informes policiales advirtieron que las mafias italianas, estadounidenses y los dos grandes carteles colombianos controlaban porcentajes considerables de la propiedad de unas 200 de las más importantes sociedades brasileñas, incluidas grandes empresas de la construcción y el transporte, que les servían para lavar dinero y como pantallas para el tráfico de drogas y de precursores químicos. El juez Walter Fanganiello, del Tribunal Regional de Justicia de São Paulo, afirmó a fines de 1995 que cerca de 50 jefes de la mafia internacional vivían en Brasil, la mayoría en São Paulo, eje financiero e industrial de la nación. Los gestores financieros de las organizaciones criminales ponían sus ojos en empresas con dificultades económicas y ofrecían aportes de capital fresco a cambio de participación accionaria. Así, entraron en diversos ámbitos del turismo, del transporte terrestre, marítimo y aéreo, de la ingeniería civil y química, de la agricultura y de la banca. El diario O Globo informó en noviembre de 1995 que el mafioso italiano Antonio Salamone, prófugo en su país y nacionalizado brasileño para evitar la extradición, era dueño de una gran constructora que trabajaba en obras de Río de Janeiro y São Paulo.
Anualmente se blanqueaban entre 15 mil y 20 mil millones de dólares originados en el narcotráfico, especialmente en operaciones montadas por los 'doleiros' –los cambistas de dólares– de São Paulo y en Río de Janeiro.
La Conexión Nigeriana
El extenso territorio brasileño permitía que los narcotraficantes traspasaran sin grandes dificultades los controles fronterizos. La policía sabía que la droga proveniente de Bolivia, Perú y Colombia ingresaba al estado de Amazonas para seguir por carretera hasta Belem, donde era embarcada hacia el extranjero. La ciudad de Foz de Iguazú, en tanto, se convirtió en la ruta preferida de los traficantes de armas que operaban desde Argentina y Paraguay.
En octubre de 1995, policías antinarcóticos de São Paulo informaron que en ese estado existían más de cinco mil traficantes, los que abastecían a unos 150 mil drogadictos, consumidores de unos 3.500 kilos de cocaína al mes. Añadieron que también se había detectado la creciente participación de extranjeros, en su mayoría europeos, operando en las redes de distribución.
Antonio Mota Graza, apodado ‘Curica', aparecía como el principal intermediario entre los carteles colombianos y los traficantes brasileños que llevaban cocaína a Europa. Se estimaba que Mota Graza era el propietario de unas 20 toneladas de cocaína incautadas entre 1991 y 1995.
A la ola de inmigrantes con antecedentes criminales llegados a Brasil se sumó la presencia de la denominada Conexión Nigeriana, responsable de transportar hacia Europa unas 10 toneladas de cocaína al año. Las bandas de narcos los convencían para que se desnacionalizaran y adquirieran otra ciudadanía africana, viajando con pasaportes europeos falsos. Entre 1992 y 1995, las policías de Brasil, Uruguay, Paraguay y Argentina detuvieron a más de 400 africanos acusados de tráfico de drogas.
Las ciudades brasileñas eran escenario a la vez de una soterrada guerra entre el cartel de Cali y los miembros del Triángulo Dorado, que luchaban por las rutas de la heroína hacia Estados Unidos. El conflicto terminó en 1995, cuando acordaron usar a Brasil como base de operaciones conjuntas. Otra conexión quedó al descubierto a fines de 1994, cuando se incautaron 500 kilos de cocaína en una pista de aterrizaje cerca de la frontera con Colombia, destinada a Japón, donde la distribuiría la mafia yakuza.
A fines de mayo de 1995, el Presidente Fernando Henrique Cardoso creó la Comisión Nacional de Seguridad Pública para Combatir el Narcotráfico, integrada por los ministerios de Justicia, Marina, Hacienda, Relaciones Exteriores y Transportes, en un esfuerzo por controlar el explosivo auge de este delito. Pocos meses antes, Romeu Tuma, senador por São Paulo y ex vicepresidente honorario de Interpol, había dicho: "El cartel de Cali se asoció con brasileños para crear empresas pantalla de exportación de químicos, hierro y madera a fin de camuflar sus envíos de cocaína. Tras la muerte de Pablo Escobar, Cali ha tomado el control del narcotráfico con más violencia. En Brasil no se da, todavía, la duplicidad de poder que hay en Colombia; aquí el narcotráfico consigue corromper autoridades, pero no tiene estructuras de poder propias como en Colombia. En ese sentido, no debe importar la cantidad de los decomisos, sino la desarticulación de las bandas y de su poder económico".
Pero la alerta fue tardía. Los narcotraficantes ya habían extendido profundas raíces entre los grupos urbanos más pobres del país, como son los que habitan las favelas. La enorme mayoría de las casi 500 favelas de Río de Janeiro, donde habitan más de 2,5 millones de personas, estaban controladas por el Comando Vermelho, entonces la más poderosa organización delictiva del Brasil, que disponía de 6.500 hombres armados para vigilar un centenar de puestos de venta de drogas en los cerros de la ciudad. Otros 10 mil pandilleros trabajaban haciendo contactos y distribuyendo drogas, y más de 300 mil personas vivían del comercio de estupefacientes.
La vigilancia de este comercio, hasta hoy, está encargada a los 'olheiros' (campanas), niños pequeños que de acuerdo a códigos previamente establecidos tiran bengalas o arrían volantines cuando llegan extraños. Cuando los niños entran a la adolescencia pueden aspirar a convertirse en 'aviones', los mensajeros entre consumidores y traficantes; más tarde, si demuestran condiciones, se gradúan como jefes de favela.
El Comando Vermelho es autor de las ‘Doce reglas del buen bandido', que exigen respetar a las mujeres, a los niños y a los indefensos; andar siempre aseado y bien vestido, y no usar tatuajes. También impuso un riguroso código de penas en los lugares donde habitan sus miembros. Según éste, los ladrones son castigados con feroces palizas, y se incurre en pena de muerte si un integrante comete violación, traiciona o mata a quien no corresponda.
En las favelas ya estaba todo controlado. Si las empresas de electricidad, agua potable, aseo o correos deseaban ingresar a ellas, debían negociar con los narcos o buscar la mediación de las agrupaciones vecinales.
Informes de la inteligencia militar indicaban que en las favelas se vendían casi 12 toneladas de cocaína al mes, cuyos dividendos permitían al Comando Vermelho adquirir desde modernos fusiles automáticos hasta proyectiles antiaéreos.
Las estadísticas policiales situaban en 1994 a Río de Janeiro como una de las ciudades con los índices de criminalidad más altos del mundo, con un promedio de 65 homicidios por cada 100 mil habitantes, el doble que en Nueva York.
El general Newton Cruz, a cargo de la lucha contra los grupos mafiosos, dio cuenta de que en Río de Janeiro operaban cerca de tres mil peligrosos sicarios del narcotráfico, apoyados por casi dos mil escoltas y unas 750 embarcaciones de diversos tipos y tamaños. Los verdaderos jefes, dijo, vivían tranquilos en Miami y en algunas ciudades de Europa.
Pastelitos de Miel
Detectives de Río relataban que en las favelas se distribuía marihuana en forma de pequeños pasteles endulzados con miel y envueltos en papel celofán, para incitar a los niños a consumirla. Los paquetes tenían una etiqueta que decía Pasteles de Salgueiro CV, PLJ, las siglas del Comando Vermelho (CV) y su consigna: paz, libertad y justicia (PLJ).
En mayo de 1994, la prensa reveló las conexiones entre los financistas de la lotería clandestina llamada ‘jogo do bicho' (juego del bicho) y los carteles colombianos. Los allanamientos a las sedes de los padrinos del juego (‘bicheiros') permitieron incautar las listas de los beneficiarios de sus favores. Entre ellos figuraban el ex Presidente Fernando Collor, el alcalde de São Paulo y el gobernador de Río de Janeiro, por lo menos 10 diputados, un centenar de policías, jueces e incluso el presidente de la Federación Internacional de Fútbol Asociación (FIFA), João Havelange. Los documentos establecerían igualmente el envío de importantes sumas a Cali y el pago de sobornos a policías antidrogas.
El juego del bicho o juego de animales, del cual vivían unas 100 mil personas y que movía unos dos mil millones de dólares al año, se inició en 1889, cuando el barón de Drummond, patrono del zoológico de Río de Janeiro, introdujo esta lotería para reunir fondos para alimentar a los animales. En su forma actual, 25 animales representan números del 1 al 100. La mariposa, por ejemplo, cubre el 13, 14, 15 y 16. Los jugadores pueden apostar sin límites, y si aciertan al animal reciben 18 veces el dinero invertido.
Una encuesta realizada por un periódico brasileño reveló que un 41% de la población de Río –unos 3,5 millones de personas– jugaba ocasional o regularmente al bicho en alguno de los 300 puntos de apuesta de la ciudad. El juego tenía 40 mil empleados a su servicio, en su mayoría jubilados o gente con limitaciones físicas.
Policías federales afirmaban que esa lotería era controlada por unos 200 poderosos jefes, los "banqueros del bicho", una verdadera mafia que se trenzaba en violentas disputas territoriales.
A fines de 1986, tres cuartos de la población de Río se habían manifestado a favor de la legalización del juego. El entonces gobernador, Leonel Brizola, dijo que la actividad "es una de las pocas en el país que trabaja y paga honestamente".
A los banqueros del bicho se les atribuía ser muy generosos a la hora de distribuir sus ganancias: cada año gastaban unos 500 mil dólares en cada una de las escuelas de samba que conseguían los mejores resultados en el Carnaval de Río. El famoso banquero Castos de Andrade, que asumía esa condición, era el dueño del equipo de fútbol Bangú.
Las denuncias periodísticas sobre las actividades mafiosas que irradiaba el juego provocaron reacciones encontradas. El jefe de la policía de Río de Janeiro sostuvo públicamente: "Uno tiene que enfrentar la realidad. Si uno trata de suprimir ese juego, 40 mil personas perderán sus empleos y estarán en las calles robando para sobrevivir".
A fines de 1988, una encuesta en cuatro ciudades demostró que el juego del bicho era la institución que más confianza inspiraba a la población, con un 70%. La Iglesia Católica, en cambio, llegaba al 50%, los diputados y senadores al 20% y el Gobierno a menos del 10%.
Los debates sobre esa lotería eran un indicio más de cómo la corrupción se había empezado a adueñar de la sociedad brasileña –y otros países del continente–. En 1991, algunos medios de prensa informaron que mensualmente ingresaban 15 kilos de cocaína al Congreso Nacional de Brasil, visitado diariamente por unas 15 mil personas y donde la droga se comercializaba al módico precio de 25 dólares el gramo.
"Aparentemente, los principales quioscos de cocaína estaban en el anexo 4 de la biblioteca de la Cámara de Diputados y en el estacionamiento privado, donde la calidad era mejor. Los lugares eran óptimos porque el Congreso, por ley, es inaccesible para la policía. También se vendía cocaína en los baños. Hay dos empleados arrestados, tres sospechosos acusados de tráfico directo y otros 22 posibles involucrados, mientras otras ramificaciones alcanzan a un diputado cuyo hermano fue descubierto en julio pasado con un cargamento de 554 kilos de cocaína", ironizaba el diario ‘Folha de São Paulo'.
Los Garimpeiros
Desde fines de la década de los '80, las fronteras del sur y del suroeste brasileño sufrieron la invasión de las mafias de la droga instaladas en Bolivia. Centenares de barriles con acetona y éter, precursores indispensables para producir clorhidrato de cocaína, cruzaban diariamente la frontera hacia laboratorios situados en el altiplano. En sentido contrario ingresaban a Brasil cientos de toneladas de droga refinada, destinadas a las grandes ciudades o a los miles de buscadores de oro que se apiñaban en campamentos en la Amazonia.
Cargamentos de aceite de copaiba, de mineral de casiterita y de madera provenientes de Rondonia, muchas veces ocultaban envíos de cocaína que viajaban hacia las grandes ciudades del sur de Brasil, a través de una carretera recién construida, que los lugareños bautizaron como la ‘Transcocainera'.
Unos 100 traficantes de corta edad vendían la droga en los principales centros poblados de Rondonia, así como en los ‘garimpos', las minas a cielo abierto de oro y casiterita de esa región. En ambas márgenes del río Madeira, unos 50 mil buscadores de oro –los famosos ‘garimpeiros'– recurrían a las drogas y el alcohol para aliviar los rigores de su dura faena.
En la aldea de Ariquemes, a 200 kilómetros de Porto Velho, la mayor parte de los 80 mil hombres que trabajaban por su cuenta en las minas de casiterita se drogaban diariamente con cocaína, marihuana o fumando pasta base mezclada con hierba. Por esos días, los diarios daban cuenta de una guerra entre bandas que se disputaban el trueque de armas y cocaína, provenientes de Paraguay, por automóviles robados en São Paulo y Río.
A fines del siglo XX, la DEA había identificado a 14 carteles que operaban en Brasil. Sólo en el estado de Río de Janeiro existían 23 rutas internacionales para el transporte de drogas: 18 ‘de salida' (hacia Europa y EEUU), cuatro ‘de entrada' (desde Colombia, Perú, Bolivia y Paraguay) y una ‘de tránsito' (que triangulaba heroína de Hong-Kong en ruta hacia EEUU).
En 1997 se calculaba que en Brasil se lavaban por lo menos unos 20 mil millones de dólares anuales, y el aumento de la violencia parecía incontrolable. La tasa de asesinatos era de 25 por cada 100 mil habitantes, comparados con los 7,4 de Estados Unidos. En algunos pueblos, esa tasa se disparaba a 140 por 100 mil. Además, la cantidad de ‘masacres' (asesinatos múltiples) aumentaba constantemente. En el gran São Paulo se produjeron 47 masacres en 1996 y otras tantas en 1997; en 1998, la cifra escaló a 189. Casi todas estaban vinculadas al narcotráfico y la inmensa mayoría quedaba impune.
Muy pronto surgiría la explicación: decenas de miles de armas de todos los calibres estaban ingresando al país como moneda de pago de drogas.
9 de julio de 2007
©la nación
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