el bombón asesino
[Cristian Alarcón] El viudo negro tenía salidas transitorias y escapó, según la policía, para reincidir.
Buenos Aires, Argentina. En 1999 fue condenado a 16 años de prisión por seducir mujeres, drogarlas, abusar de ellas y robarles. Al cumplir los 70, logró salidas transitorias pero se fugó hace un año y medio. Ahora lo encontraron y buscan posibles nuevas víctimas.
Le decían Gérard, por su lejano parecido con Depardieu, el francés de nariz fálica. Las mismas mujeres a las que sedujo durante las últimas dos décadas se lo pusieron, porque lo vieron como a un galán lejos de toda belleza común, pero dueño de una voz y una labia que las hizo sentir reinas y señoras, deseadas y convocadas como madres al consuelo de un tierno niño con pena. Podría apostarse que las mujeres de entre 45 y 65 años a las que abordó lo adoraron durante las horas que pasaron con él. "Cuando volvió del kiosco con los cigarrillos y dos bombones en la mano pensé, qué caballero, se acordó de esta dama; es de los hombres de antes." Gérard, cuyo nombre verdadero es Norman Pérez, tiene 73 años, cumple 74 el 4 de agosto, y se ha dedicado casi toda la vida a un excepcional, aunque clásico rol en la carrera del rufián: el viudo negro. Con estilo, elegancia antigua, y un discurso amoroso basado en la indefensión de un señor ya grande ante una dama fuerte diez años menor, Gérard se ganó un lugar en la crónica policial hace ya unos años, cuando en 1999 lo condenaron: quedó demostrado que los dulces regalos del seductor contenían una droga –conocida como burundanga– capaz de doblegar a cualquiera ante los deseos de otro. Tras el embrujo químico les robaba las joyas, los ahorros, los dólares guardados en los rincones más remotos de sus casas.
El Desengaño
Apenas despertaban de un sueño pesado que había durado días, las mujeres víctimas del ladrón y abusador sentían la desesperación inicial. La sensación de haber sido tocadas, apenas un rastro de memoria en la piel, pero ninguna certeza sobre lo ocurrido durante el tiempo que pasaron bajo los efectos de la droga que les hizo probar Gérard. Algunas abrieron los ojos en sus propias camas, desnudas, entre sábanas revueltas. Otras en la habitación de un hospital. El viudo solía duplicar la dosis si la dama se resistía con el primer bocado. A Nelly C. la encaró cuando ella dejaba pasar la tarde en el shopping Caballito. Como siempre, de traje y corbata, ella no desconfió cuando él le sonrió y le dijo lo elegante que le parecía. De un poco más de sesenta, con los retoques prudentes de una mujer con recursos, vestida en tonos siempre claros y combinados, Nelly fue una presa vistosa. A ella, por ejemplo la deslumbró comentando sobre sus varias propiedades a lo largo y ancho de la ciudad. Como ella tenía algo que invertir, le recomendó algunos negocios. La mujer lo describió en el juicio oral en el que fue condenado a 16 años de prisión por haber drogado y robado a 14 mujeres, y por haber abusado de 5 de ellas: "Robusto, con el pelo entre rubio y cano, traje beige, y su nariz grande, con esa boca tan recta", dijo una mañana, ante el tribunal, con una peluca carré y unas gafas Gucci oscuras.
Nelly lo recuerda al darle el bombón, luego una sensación de fatiga profunda, la falta de fuerza para levantarse de la mesa del bar. Los peritos químicos describen la droga que había recibido como una mezcla de un depresor, el diazepán, y un espasmódico, la escopolamina. Produce una hipnosis química, y luego, como único recuerdo, una serie de flashes. Primero produce euforia. Luego bloquea la capacidad de razonamiento y control sobre lo lícito, lo ético o lo moral y ablanda al extremo la voluntad, sostienen los expertos. La escopolamina ha sido utilizada ilegalmente y con poco éxito como ‘droga de la verdad' por algunas policías y ejércitos y es famosa en Colombia como burundanga: allí se volvió un clásico el abordaje callejero con polvos de esta droga para robar a cualquier incauto. Gérard ha sido totalmente excluyente; nunca lo intentó con un caballero. Nelly se entregó y con ella su secreto: los 25 mil dólares que guardaba en una caja de seguridad del Banco Galicia. Sólo recuerda el momento en que la abrió, el frío que hacía en la habitación metálica, y ella poniendo una mano sobre la caja en la que guardaba sus alhajas familiares: mis cadenitas y mis anillitos se los muestro otro día, pudo decir. Luego recuerda a Norman Pérez, para ella Gérard, con los dólares en la mano. Por fin, ellos dos sentados en un bar. Ella tomando un jugo, la boca reseca por la burundanga. Se despertó hablando sobre su caja de seguridad en el Sanatorio Mitre el 9 de octubre del ‘98.
Nelly, una mujer de doble apellido que como todas las víctimas de Gérard protegieron sus identidades al declarar ante los jueces, fue una de las que encabezó su persecución. Sus ahorros de toda la vida y la sensación de impudicia que la acompañó durante mucho tiempo la llevaron a contratar una abogada para encarcelar al farsante. "Esto ha sido doloroso. La agresión de la droga, el impacto de perder los ahorros, el via crucis policial y judicial. Que le digan a una que si está loca, que si andaba por ahí comiendo bombones", se quejó amargamente la mujer, quien por entonces acababa de enviudar de su esposo. "Al principio –contó ante la Justicia un médico– los profesionales de guardia de las clínicas que atendían a estas mujeres no les creían cuando decían que habían sido robadas sin recordar nada. Creían que estaban borrachas."
¡Redrogadas!
En aquella oportunidad, Gérard había caído preso por la denuncia incesante de sus víctimas en las zonas más paquetas de la ciudad. Fue cuando estaba con las manos en la masa: su seducida del momento ya había engullido el bombón asesino sentada en una confitería de Recoleta. Para entonces Gérard, de 64 años, lograba dos de estos casos por semana, a ritmo sostenido. La policía lo tenía visto porque en su desaforada carrera como embaucador, una de tantas lo memorizó. Una mujer de Recoleta, artista plástica, lo pintó en acuarela para la policía. Su imagen de cara larga, nariz protuberante y partida es inconfundible aún hoy. Gérard es uno de esos casos que muchos comisarios recuerdan. Su prontuario es conocido.
Comenzó, dicen los investigadores, en la década del sesenta, cuando todavía era un cuarentón pujante. En aquella época manejaba un taxi y solía hacerlo con pasajeras. Luego lo atraparon a mediados de los ochenta. Por varios casos de robo, lo condenaron a más de diez años. Salió en el '95, sedujo, robó y abandonó hasta el '98. Tras ser condenado a 16 años por el Tribunal Oral 25 de la Capital en 1999, estuvo preso hasta el año pasado. Los últimos tiempos los pasó como detenido en el hospital neuropsiquiátrico Borda por un intento de suicidio. Luego, pasados los setenta, logró una salida transitoria dictada por el juez de Ejecución Penal Sergio Delgado. Desde entonces se le perdió el rastro. "Es una incógnita si durante este tiempo volvió a las andadas, pero lo cierto es que lo encontramos con dinero, y venía de jugar a los caballos", dijo uno de los policías de la División Búsqueda de Personas que dio con él porque lo reconocieron en una foto divulgada por el juzgado.
Los que supieron de sus engaños aseguran que casi no repetía estrategia para llegar a su objetivo. Según el semblante de la chica, actuaba y decía. A María Cristina, una rubia con traza de institutriz, le habló cuando ella miraba zapatos en una tienda Liotti de avenida Santa Fe. "Son duros, no se los recomiendo", le susurró. El encuentro devino café, y luego bombón. Claro. Así lo contó la mujer en un desopilante pasaje del juicio oral: "Soy de leer mucha novela policial y sabía que no lo tenía que hacer. Pero comí ese bombón. Y no uno sino dos. Es el minuto fatal". En un tono parecido, Margarita, de 56, aferrada con las dos manos al mango tallado en forma de pato de su paraguas, contó que Gérard a ella le ganó por cansancio. Vio que ella se había mareado cuando caminaba por Santa Fe, frente a un negocio de Cacharel. Tres veces a lo largo de tres cuadras se le cruzó. Al final, ya con una caja de bombones bajo el brazo. La invitó un trago. Ella pensó: "¡Ma, sí! Me tomo una 7up y sigo". Ya en el bar, Gérard le sugirió: "Usted no se siente bien. Algo dulce la va a recuperar. ¿No quiere comerse este bombón?". Ella accedió. No conforme, el amante falso le ofreció un Tía María. "No bebo alcohol", dijo ella. Pero intervino el mozo del lugar buscándose la propina: "¿Por qué no le acepta un Strega al caballero?". "Ya nos miraba todo el bar –contó ante el tribunal oral–. Yo ya tenía la droga adentro, pero medio como que me había recuperado. ¡Así que yo me tomé todo, señor juez! El Strega, los bombones, la 7up y terminé redrogada."
La cualidades escénicas de Gérard no están en duda. El hombre ya había logrado sorprender a sus víctimas durante aquel hilarante juicio. Temblaba como si un Parkinson larval lo estuviera poseyendo. Se lo notaba diez años más viejo de lo que confesaba su documento. Su testimonio fue de un tono que derrapaba en la melancolía fingida. "Él se hace, temblequea para dar lástima, nos adobó hasta comernos como chorlitas", dijo una de las mujeres, indignada. "Estoy un poco embromado por la edad –declaró él–. Trabajaba como taxista y ganaba cincuenta pesos por día; no me alcanzaba." "Niego el hecho", decía, en lenguaje burocrático, cada vez que le mencionaban uno de los 14 robos. O comentaba algo muy corto sobre el presunto romance real con las despechadas que lo acusaban en coro. "Esa señora sólo me regaló una camisa", dijo de una de ellas. "Ella me acusa porque quiere cobrar un seguro por esas joyas", dijo de otra. "Ella no soporta que yo la haya abandonado", dijo de una tercera. Aquella jornada acusatoria, el hombre sólo se crispó una vez, en un careo con una mujer que lo acusaba de drogarla para hacerla gastar cuatro mil dólares con su tarjeta Gold de American Express. "¡Callate, loca! –le gritó–. Me tuviste encerrado diez días, cocinándote, dándole de comer a tu perro, mientras vos te ibas a Recoleta a levantar machos".
Gérard lleva diez días bajo la sombra. Está detenido en la Unidad 28, en el Palacio de Justicia. No ha recibido visitas. La policía cree que pronto aparecerán para acusarlo sus más recientes seducidas, robadas y abandonadas.
Le decían Gérard, por su lejano parecido con Depardieu, el francés de nariz fálica. Las mismas mujeres a las que sedujo durante las últimas dos décadas se lo pusieron, porque lo vieron como a un galán lejos de toda belleza común, pero dueño de una voz y una labia que las hizo sentir reinas y señoras, deseadas y convocadas como madres al consuelo de un tierno niño con pena. Podría apostarse que las mujeres de entre 45 y 65 años a las que abordó lo adoraron durante las horas que pasaron con él. "Cuando volvió del kiosco con los cigarrillos y dos bombones en la mano pensé, qué caballero, se acordó de esta dama; es de los hombres de antes." Gérard, cuyo nombre verdadero es Norman Pérez, tiene 73 años, cumple 74 el 4 de agosto, y se ha dedicado casi toda la vida a un excepcional, aunque clásico rol en la carrera del rufián: el viudo negro. Con estilo, elegancia antigua, y un discurso amoroso basado en la indefensión de un señor ya grande ante una dama fuerte diez años menor, Gérard se ganó un lugar en la crónica policial hace ya unos años, cuando en 1999 lo condenaron: quedó demostrado que los dulces regalos del seductor contenían una droga –conocida como burundanga– capaz de doblegar a cualquiera ante los deseos de otro. Tras el embrujo químico les robaba las joyas, los ahorros, los dólares guardados en los rincones más remotos de sus casas.
El Desengaño
Apenas despertaban de un sueño pesado que había durado días, las mujeres víctimas del ladrón y abusador sentían la desesperación inicial. La sensación de haber sido tocadas, apenas un rastro de memoria en la piel, pero ninguna certeza sobre lo ocurrido durante el tiempo que pasaron bajo los efectos de la droga que les hizo probar Gérard. Algunas abrieron los ojos en sus propias camas, desnudas, entre sábanas revueltas. Otras en la habitación de un hospital. El viudo solía duplicar la dosis si la dama se resistía con el primer bocado. A Nelly C. la encaró cuando ella dejaba pasar la tarde en el shopping Caballito. Como siempre, de traje y corbata, ella no desconfió cuando él le sonrió y le dijo lo elegante que le parecía. De un poco más de sesenta, con los retoques prudentes de una mujer con recursos, vestida en tonos siempre claros y combinados, Nelly fue una presa vistosa. A ella, por ejemplo la deslumbró comentando sobre sus varias propiedades a lo largo y ancho de la ciudad. Como ella tenía algo que invertir, le recomendó algunos negocios. La mujer lo describió en el juicio oral en el que fue condenado a 16 años de prisión por haber drogado y robado a 14 mujeres, y por haber abusado de 5 de ellas: "Robusto, con el pelo entre rubio y cano, traje beige, y su nariz grande, con esa boca tan recta", dijo una mañana, ante el tribunal, con una peluca carré y unas gafas Gucci oscuras.
Nelly lo recuerda al darle el bombón, luego una sensación de fatiga profunda, la falta de fuerza para levantarse de la mesa del bar. Los peritos químicos describen la droga que había recibido como una mezcla de un depresor, el diazepán, y un espasmódico, la escopolamina. Produce una hipnosis química, y luego, como único recuerdo, una serie de flashes. Primero produce euforia. Luego bloquea la capacidad de razonamiento y control sobre lo lícito, lo ético o lo moral y ablanda al extremo la voluntad, sostienen los expertos. La escopolamina ha sido utilizada ilegalmente y con poco éxito como ‘droga de la verdad' por algunas policías y ejércitos y es famosa en Colombia como burundanga: allí se volvió un clásico el abordaje callejero con polvos de esta droga para robar a cualquier incauto. Gérard ha sido totalmente excluyente; nunca lo intentó con un caballero. Nelly se entregó y con ella su secreto: los 25 mil dólares que guardaba en una caja de seguridad del Banco Galicia. Sólo recuerda el momento en que la abrió, el frío que hacía en la habitación metálica, y ella poniendo una mano sobre la caja en la que guardaba sus alhajas familiares: mis cadenitas y mis anillitos se los muestro otro día, pudo decir. Luego recuerda a Norman Pérez, para ella Gérard, con los dólares en la mano. Por fin, ellos dos sentados en un bar. Ella tomando un jugo, la boca reseca por la burundanga. Se despertó hablando sobre su caja de seguridad en el Sanatorio Mitre el 9 de octubre del ‘98.
Nelly, una mujer de doble apellido que como todas las víctimas de Gérard protegieron sus identidades al declarar ante los jueces, fue una de las que encabezó su persecución. Sus ahorros de toda la vida y la sensación de impudicia que la acompañó durante mucho tiempo la llevaron a contratar una abogada para encarcelar al farsante. "Esto ha sido doloroso. La agresión de la droga, el impacto de perder los ahorros, el via crucis policial y judicial. Que le digan a una que si está loca, que si andaba por ahí comiendo bombones", se quejó amargamente la mujer, quien por entonces acababa de enviudar de su esposo. "Al principio –contó ante la Justicia un médico– los profesionales de guardia de las clínicas que atendían a estas mujeres no les creían cuando decían que habían sido robadas sin recordar nada. Creían que estaban borrachas."
¡Redrogadas!
En aquella oportunidad, Gérard había caído preso por la denuncia incesante de sus víctimas en las zonas más paquetas de la ciudad. Fue cuando estaba con las manos en la masa: su seducida del momento ya había engullido el bombón asesino sentada en una confitería de Recoleta. Para entonces Gérard, de 64 años, lograba dos de estos casos por semana, a ritmo sostenido. La policía lo tenía visto porque en su desaforada carrera como embaucador, una de tantas lo memorizó. Una mujer de Recoleta, artista plástica, lo pintó en acuarela para la policía. Su imagen de cara larga, nariz protuberante y partida es inconfundible aún hoy. Gérard es uno de esos casos que muchos comisarios recuerdan. Su prontuario es conocido.
Comenzó, dicen los investigadores, en la década del sesenta, cuando todavía era un cuarentón pujante. En aquella época manejaba un taxi y solía hacerlo con pasajeras. Luego lo atraparon a mediados de los ochenta. Por varios casos de robo, lo condenaron a más de diez años. Salió en el '95, sedujo, robó y abandonó hasta el '98. Tras ser condenado a 16 años por el Tribunal Oral 25 de la Capital en 1999, estuvo preso hasta el año pasado. Los últimos tiempos los pasó como detenido en el hospital neuropsiquiátrico Borda por un intento de suicidio. Luego, pasados los setenta, logró una salida transitoria dictada por el juez de Ejecución Penal Sergio Delgado. Desde entonces se le perdió el rastro. "Es una incógnita si durante este tiempo volvió a las andadas, pero lo cierto es que lo encontramos con dinero, y venía de jugar a los caballos", dijo uno de los policías de la División Búsqueda de Personas que dio con él porque lo reconocieron en una foto divulgada por el juzgado.
Los que supieron de sus engaños aseguran que casi no repetía estrategia para llegar a su objetivo. Según el semblante de la chica, actuaba y decía. A María Cristina, una rubia con traza de institutriz, le habló cuando ella miraba zapatos en una tienda Liotti de avenida Santa Fe. "Son duros, no se los recomiendo", le susurró. El encuentro devino café, y luego bombón. Claro. Así lo contó la mujer en un desopilante pasaje del juicio oral: "Soy de leer mucha novela policial y sabía que no lo tenía que hacer. Pero comí ese bombón. Y no uno sino dos. Es el minuto fatal". En un tono parecido, Margarita, de 56, aferrada con las dos manos al mango tallado en forma de pato de su paraguas, contó que Gérard a ella le ganó por cansancio. Vio que ella se había mareado cuando caminaba por Santa Fe, frente a un negocio de Cacharel. Tres veces a lo largo de tres cuadras se le cruzó. Al final, ya con una caja de bombones bajo el brazo. La invitó un trago. Ella pensó: "¡Ma, sí! Me tomo una 7up y sigo". Ya en el bar, Gérard le sugirió: "Usted no se siente bien. Algo dulce la va a recuperar. ¿No quiere comerse este bombón?". Ella accedió. No conforme, el amante falso le ofreció un Tía María. "No bebo alcohol", dijo ella. Pero intervino el mozo del lugar buscándose la propina: "¿Por qué no le acepta un Strega al caballero?". "Ya nos miraba todo el bar –contó ante el tribunal oral–. Yo ya tenía la droga adentro, pero medio como que me había recuperado. ¡Así que yo me tomé todo, señor juez! El Strega, los bombones, la 7up y terminé redrogada."
La cualidades escénicas de Gérard no están en duda. El hombre ya había logrado sorprender a sus víctimas durante aquel hilarante juicio. Temblaba como si un Parkinson larval lo estuviera poseyendo. Se lo notaba diez años más viejo de lo que confesaba su documento. Su testimonio fue de un tono que derrapaba en la melancolía fingida. "Él se hace, temblequea para dar lástima, nos adobó hasta comernos como chorlitas", dijo una de las mujeres, indignada. "Estoy un poco embromado por la edad –declaró él–. Trabajaba como taxista y ganaba cincuenta pesos por día; no me alcanzaba." "Niego el hecho", decía, en lenguaje burocrático, cada vez que le mencionaban uno de los 14 robos. O comentaba algo muy corto sobre el presunto romance real con las despechadas que lo acusaban en coro. "Esa señora sólo me regaló una camisa", dijo de una de ellas. "Ella me acusa porque quiere cobrar un seguro por esas joyas", dijo de otra. "Ella no soporta que yo la haya abandonado", dijo de una tercera. Aquella jornada acusatoria, el hombre sólo se crispó una vez, en un careo con una mujer que lo acusaba de drogarla para hacerla gastar cuatro mil dólares con su tarjeta Gold de American Express. "¡Callate, loca! –le gritó–. Me tuviste encerrado diez días, cocinándote, dándole de comer a tu perro, mientras vos te ibas a Recoleta a levantar machos".
Gérard lleva diez días bajo la sombra. Está detenido en la Unidad 28, en el Palacio de Justicia. No ha recibido visitas. La policía cree que pronto aparecerán para acusarlo sus más recientes seducidas, robadas y abandonadas.
15 de julio de 2007
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