familia con pasión por los perros 1
[Eli Saslow] Con una pasión que lo abarca todo, esta familia de Pensilvania es una raza aparte.
Homer City, Pensilvania, Estados Unidos. Cuando el chirrido de las garras contra las vallas de metal se hacía insoportable, cuando ya no podían aguantar la cacofonía de aullidos y gañidos que retumbaban en las calles de este pueblo dedicado antiguamente a la minería del carbón, los vecinos de Bob Alexander se acercaban a su entrada de gravilla, pasando frente a sus setenta perros de caza y sus lujosos caniles, para llamar dando fuertes golpes a la puerta.
Alexander, un imponente patriarca de familia de un metro 95 de estatura y 158 kilos de peso, se levantaba de su sillón de cuero y cruzaba la salita arrastrando los pies, ligeramente encorvado debido a su lumbago. Se apoyaba en el marco de la puerta y escuchaba a sus vecinos durante cerca de un minuto, pasándose sus callosas manos por su pelo cano. Entonces los interrumpía con el estentóreo y grave barítono en que descansa a menudo para hacerse oír entre los ladridos de sus perros.
"Bueno, ¿cuánto dinero quiere por su casa?", preguntaba Bob, 62. "Porque nuestros perros se quedan". Bob ya ha comprado tres casas a vecinos descontentos -"para hacerlos callar", dice- y cree que nunca ha gastado tan bien su dinero. Bob y su hija Amanda rechazan toda intervención de algo o alguien en sus esfuerzos por criar coonhounds de competencia, los perros de caza con los ojos suplicantes y orejas gachas de los beagle, pero las patas larguiruchas de un lebrel.
Amanda, 27, excepto dos, pasa todos los fines de semana del año llevando a sus perros a concursos en lugares como Brazil, Indiana, y Saluda, Carolina del Norte. Bob ha gastado más de cuatrocientos mil dólares comprando perros para luego prodigarles de cosas reservadas generalmente a los atletas de elite: camionadas de alimentos anabolizantes, choferes personales para llevar a los perros a consultas distantes con veterinarios de renombre nacional.
A cambio, los bulliciosos perros han ganado 11 torneos internacionales. Los Alexander son reconocidos por fans y aparecen en las portadas de revistas en una comunidad de amantes de los coonhounds que se concentra en el campo de Estados Unidos. Cuando participan en concursos con sus perros, los Alexander se pavonean con un fulgor que maravilla a sus pares: ¿Han alcanzado la plena realización? ¿O son simplemente adictos al éxito efímero, persiguiéndolo de un torneo canino en otro?
Un jueves tarde el mes pasado, Amanda se derrumbó en un sillón de escritorio en su peluquería de mascotas, el único negocio que hay en su calle, en Rural Route 119 en Homer City, a una hora al este de Pittsburgh. Se sacudió los pelos de perro de sus brazos y una hoja de hierba de su frente. Su jornada de trabajo en la tienda estaba por terminar, pero su jornada de trabajo con los perros recién había empezado. Con vaqueros, zapatillas de tenis y un camisa morada con cremallera, Amanda se sentó en lo que fue alguna vez la sala de espera de la tienda. Ahora hacía las veces de santuario.
En el suelo había más de quinientos trofeos, formando un océano de roble y metal que cubría todo el cuarto, excepto un pedazo de baldosas jaspeadas de un metro 2 de ancho en el centro. Los trofeos variaban en tamaño de seis pulgadas a un metro 80, y todos llevaban los nombres de los concursos realizados en los últimos ocho años. Decoraban las paredes más de trescientas cintas, placas y certificados. Un año antes, Amanda había contratado a un equipo de limpieza para desempolvar y sacar brillo a cada uno de los trofeos.
Amanda adoraba los galardones, pero también los veía como reliquias de su propia transformación. Cada trofeo ganado había reforzado su confianza. En la escuela secundaria era demasiado tímida como para atreverse a hablar frente a su clase, y ahora se paseaba tranquila y frecuentemente en las pistas de concursos caninos con audiencias de hasta mil personas. Debido a sus perros de campeonato, se había convertido en una participante segura de sí misma y en una decidida empresaria.
"Es como si ahora fuese una persona diferente", dijo Amanda. "Antes era tímida, tenía miedo de hablar con alguien. Ahora le digo a la gente qué deben hacer".
Amanda cerró su peluquería de mascotas justo después de las cinco de la tarde y condujo durante medio kilómetro, cruzando el pueblo en dirección a la propiedad de su familia. Pasó por sus tres caniles climatizados y visitó decenas de coonhounds. Controló la temperatura del agua de la piscina. Sacó a un perro, Excalibur, y lo levantó para llevarlo a una banca de torneo para practicar su pose. Sacó a Sissy, Faith, Babe y Storm para soltarlos en un terreno vallado de cuatro acres para treinta minutos de ejercicios supervisados.
Finalmente, justo antes de las ocho de la tarde, Amanda se encaminó a casa de su padre y madre, Ema. Amanda es vecina de su novio, Curt Willis, pero pasa aquí gran parte de su tiempo libre. Un óleo de Shoogs, un famoso coonhound de la familia, cuelga en el centro de la pared de la sala de estar. En la base de una lámpara había cuatro revistas con reportajes sobre Amanda. Cuando Amanda se apoyó en la mesa de la cocina, los dos pequeños poodles de su madre le oliscaron los pies y se subieron arañando a su regazo.
"Aquí no te puedes escapar de los perros", dijo Amanda. "Pero supongo que tampoco queremos eso".
Bob no admitió perros en casa hasta fines de los años noventa, cuando Amanda terminó la secundaria y abrió su tienda. Amanda tenía arañas y ratas como mascotas y le dijo a su padre que quería tener perros, tanto en la casa como en el trabajo; Bob, que una vez le regaló un Hummer para Navidad y al año después un Cadillac DeVille para su cumpleaños, cedió.
En 1999 Bob compró cuatro coonhouds del tipo treeing walker [cazador, trepador inglés], escogiendo esa raza debido a que quería perros que él pudiera llevar consigo a la caza de mapaches en los bosques vecinos. Un año después, por un antojo, Amanda decidió mostrar uno de los chuchos en un concurso canino local. Perdió desastrosamente. Pero observando desde las graderías de madera en un parque de atracciones en el condado, Bob vio a su pequeña y única hija instar a un perro a adoptar una pose tiesa -su mentón hacia arriba, la espalda derecha y el rabo apuntando hacia el cielo- y decidió que Amanda tenía talento.
Desde entonces, Bob ha armado una colección de perros con la misma ambición sin límites que utilizó para dar formar a su empresa de transporte, su firma de préstamo de maquinarias y su negocio de recolección de basura con cuarenta empleados. Bob y Amanda querían tener los mejores perros de todas las seis razas de coonhounds. Bob, estorbado por su lumbago y un implacable horario de trabajo, asistía rara vez a torneos. A los certámenes caninos enviaba, con cheques en blanco, a Amanda, Curt y de vez en vez a Erma, y Amanda se encargaba de ofrecer por los perros lo que quisiese.
Al principio Amanda apuntaba sus compras -un black and tan que ganó un título nacional; un redbone; una pareja de blueticks; tres plotts sureños- pero finalmente lo dejó de hacer. A veces compraban perros por docenas y nunca vendieron ninguno. Amanda y Bob juraron tratar a todos los chuchos de la misma manera. Perros con enfermedades a la piel, perros sin pelo, perros viejos, perros enfermos, perros gordos: eran todos igual de consentidos que el coonhound que era campeón mundial unas jaulas más allá.
En casa de los Alexander, los perros eran menos mascotas y mucho más miembros de la familia, cada uno con su personalidad. Shoogs no dormía a menos que estuviera repanchigada en el diván. Storm babeaba cuando se sentía ansioso. A Monday le gustaba quedarse en su jaula cuando salían de viaje. Cuando iban en dirección a algún concurso, Hawk sólo comía comida de restaurante: bocadillos de pollo de McDonalds, preferentemente.
A veces Bob estropeaba a los perros mucho más que Amanda misma o sus dos hijos mayores, que viven en las cercanías. Se fanfarroneaba en el trabajo de los últimos logros de sus perros y se marchaba temprano a casa, a las tres de la tarde, para alimentarlos. En los años ochenta, los chicos habían suplicado a Bob que construyera una piscina, pero en vano. En 2005, Amanda sugirió que a los perros, nadar les podría convenir. A las dos semanas Bob había contratado a un equipo de contratistas de Nueva Jersey para construir una piscina en mitad del invierno.
"No me interesa lo que cueste", dijo Bob a Amanda. "Hagámosla de inmediato".
Económicamente, su inversión en perros ha sido una pérdida casi absoluta. Los concursos caninos reportan premios en dinero desdeñables y los Alexander casi nunca crían cachorros para venderlos. Pero tanto Bob como Amanda creen que su recompensa no tiene precio. Cada vez que ganan, sus perros reciben admiración, respeto y envidia.
Y también ellos.
Una tarde del mes pasado, Bob condujo desde su oficina cerca de Indiana, Pensilvania, y se instaló en la sala de estar de la familia. Se desabotonó su camisa y se hundió en su sillón favorito. Acababa de sintonizar las noticias y oyó al locutor hablar de Hillary Clinton -Dios, esa mujer va a arruinar este país, pensó- cuando un lobuno aullido invadió la sala desde los caniles. Al menos setenta perros recorrían el patio esa tarde, y desde donde estaba Bob no podía ver a ninguno de ellos. Pero Bob conocía ese ladrido; en realidad, conocía todos los ladridos. Treinta segundos después, Bob se volvió hacia la ventana.
"¡Cállate, Hank!", gritó."No me dejas oír la tele con tus ladridos".
Alexander, un imponente patriarca de familia de un metro 95 de estatura y 158 kilos de peso, se levantaba de su sillón de cuero y cruzaba la salita arrastrando los pies, ligeramente encorvado debido a su lumbago. Se apoyaba en el marco de la puerta y escuchaba a sus vecinos durante cerca de un minuto, pasándose sus callosas manos por su pelo cano. Entonces los interrumpía con el estentóreo y grave barítono en que descansa a menudo para hacerse oír entre los ladridos de sus perros.
"Bueno, ¿cuánto dinero quiere por su casa?", preguntaba Bob, 62. "Porque nuestros perros se quedan". Bob ya ha comprado tres casas a vecinos descontentos -"para hacerlos callar", dice- y cree que nunca ha gastado tan bien su dinero. Bob y su hija Amanda rechazan toda intervención de algo o alguien en sus esfuerzos por criar coonhounds de competencia, los perros de caza con los ojos suplicantes y orejas gachas de los beagle, pero las patas larguiruchas de un lebrel.
Amanda, 27, excepto dos, pasa todos los fines de semana del año llevando a sus perros a concursos en lugares como Brazil, Indiana, y Saluda, Carolina del Norte. Bob ha gastado más de cuatrocientos mil dólares comprando perros para luego prodigarles de cosas reservadas generalmente a los atletas de elite: camionadas de alimentos anabolizantes, choferes personales para llevar a los perros a consultas distantes con veterinarios de renombre nacional.
A cambio, los bulliciosos perros han ganado 11 torneos internacionales. Los Alexander son reconocidos por fans y aparecen en las portadas de revistas en una comunidad de amantes de los coonhounds que se concentra en el campo de Estados Unidos. Cuando participan en concursos con sus perros, los Alexander se pavonean con un fulgor que maravilla a sus pares: ¿Han alcanzado la plena realización? ¿O son simplemente adictos al éxito efímero, persiguiéndolo de un torneo canino en otro?
Un jueves tarde el mes pasado, Amanda se derrumbó en un sillón de escritorio en su peluquería de mascotas, el único negocio que hay en su calle, en Rural Route 119 en Homer City, a una hora al este de Pittsburgh. Se sacudió los pelos de perro de sus brazos y una hoja de hierba de su frente. Su jornada de trabajo en la tienda estaba por terminar, pero su jornada de trabajo con los perros recién había empezado. Con vaqueros, zapatillas de tenis y un camisa morada con cremallera, Amanda se sentó en lo que fue alguna vez la sala de espera de la tienda. Ahora hacía las veces de santuario.
En el suelo había más de quinientos trofeos, formando un océano de roble y metal que cubría todo el cuarto, excepto un pedazo de baldosas jaspeadas de un metro 2 de ancho en el centro. Los trofeos variaban en tamaño de seis pulgadas a un metro 80, y todos llevaban los nombres de los concursos realizados en los últimos ocho años. Decoraban las paredes más de trescientas cintas, placas y certificados. Un año antes, Amanda había contratado a un equipo de limpieza para desempolvar y sacar brillo a cada uno de los trofeos.
Amanda adoraba los galardones, pero también los veía como reliquias de su propia transformación. Cada trofeo ganado había reforzado su confianza. En la escuela secundaria era demasiado tímida como para atreverse a hablar frente a su clase, y ahora se paseaba tranquila y frecuentemente en las pistas de concursos caninos con audiencias de hasta mil personas. Debido a sus perros de campeonato, se había convertido en una participante segura de sí misma y en una decidida empresaria.
"Es como si ahora fuese una persona diferente", dijo Amanda. "Antes era tímida, tenía miedo de hablar con alguien. Ahora le digo a la gente qué deben hacer".
Amanda cerró su peluquería de mascotas justo después de las cinco de la tarde y condujo durante medio kilómetro, cruzando el pueblo en dirección a la propiedad de su familia. Pasó por sus tres caniles climatizados y visitó decenas de coonhounds. Controló la temperatura del agua de la piscina. Sacó a un perro, Excalibur, y lo levantó para llevarlo a una banca de torneo para practicar su pose. Sacó a Sissy, Faith, Babe y Storm para soltarlos en un terreno vallado de cuatro acres para treinta minutos de ejercicios supervisados.
Finalmente, justo antes de las ocho de la tarde, Amanda se encaminó a casa de su padre y madre, Ema. Amanda es vecina de su novio, Curt Willis, pero pasa aquí gran parte de su tiempo libre. Un óleo de Shoogs, un famoso coonhound de la familia, cuelga en el centro de la pared de la sala de estar. En la base de una lámpara había cuatro revistas con reportajes sobre Amanda. Cuando Amanda se apoyó en la mesa de la cocina, los dos pequeños poodles de su madre le oliscaron los pies y se subieron arañando a su regazo.
"Aquí no te puedes escapar de los perros", dijo Amanda. "Pero supongo que tampoco queremos eso".
Bob no admitió perros en casa hasta fines de los años noventa, cuando Amanda terminó la secundaria y abrió su tienda. Amanda tenía arañas y ratas como mascotas y le dijo a su padre que quería tener perros, tanto en la casa como en el trabajo; Bob, que una vez le regaló un Hummer para Navidad y al año después un Cadillac DeVille para su cumpleaños, cedió.
En 1999 Bob compró cuatro coonhouds del tipo treeing walker [cazador, trepador inglés], escogiendo esa raza debido a que quería perros que él pudiera llevar consigo a la caza de mapaches en los bosques vecinos. Un año después, por un antojo, Amanda decidió mostrar uno de los chuchos en un concurso canino local. Perdió desastrosamente. Pero observando desde las graderías de madera en un parque de atracciones en el condado, Bob vio a su pequeña y única hija instar a un perro a adoptar una pose tiesa -su mentón hacia arriba, la espalda derecha y el rabo apuntando hacia el cielo- y decidió que Amanda tenía talento.
Desde entonces, Bob ha armado una colección de perros con la misma ambición sin límites que utilizó para dar formar a su empresa de transporte, su firma de préstamo de maquinarias y su negocio de recolección de basura con cuarenta empleados. Bob y Amanda querían tener los mejores perros de todas las seis razas de coonhounds. Bob, estorbado por su lumbago y un implacable horario de trabajo, asistía rara vez a torneos. A los certámenes caninos enviaba, con cheques en blanco, a Amanda, Curt y de vez en vez a Erma, y Amanda se encargaba de ofrecer por los perros lo que quisiese.
Al principio Amanda apuntaba sus compras -un black and tan que ganó un título nacional; un redbone; una pareja de blueticks; tres plotts sureños- pero finalmente lo dejó de hacer. A veces compraban perros por docenas y nunca vendieron ninguno. Amanda y Bob juraron tratar a todos los chuchos de la misma manera. Perros con enfermedades a la piel, perros sin pelo, perros viejos, perros enfermos, perros gordos: eran todos igual de consentidos que el coonhound que era campeón mundial unas jaulas más allá.
En casa de los Alexander, los perros eran menos mascotas y mucho más miembros de la familia, cada uno con su personalidad. Shoogs no dormía a menos que estuviera repanchigada en el diván. Storm babeaba cuando se sentía ansioso. A Monday le gustaba quedarse en su jaula cuando salían de viaje. Cuando iban en dirección a algún concurso, Hawk sólo comía comida de restaurante: bocadillos de pollo de McDonalds, preferentemente.
A veces Bob estropeaba a los perros mucho más que Amanda misma o sus dos hijos mayores, que viven en las cercanías. Se fanfarroneaba en el trabajo de los últimos logros de sus perros y se marchaba temprano a casa, a las tres de la tarde, para alimentarlos. En los años ochenta, los chicos habían suplicado a Bob que construyera una piscina, pero en vano. En 2005, Amanda sugirió que a los perros, nadar les podría convenir. A las dos semanas Bob había contratado a un equipo de contratistas de Nueva Jersey para construir una piscina en mitad del invierno.
"No me interesa lo que cueste", dijo Bob a Amanda. "Hagámosla de inmediato".
Económicamente, su inversión en perros ha sido una pérdida casi absoluta. Los concursos caninos reportan premios en dinero desdeñables y los Alexander casi nunca crían cachorros para venderlos. Pero tanto Bob como Amanda creen que su recompensa no tiene precio. Cada vez que ganan, sus perros reciben admiración, respeto y envidia.
Y también ellos.
Una tarde del mes pasado, Bob condujo desde su oficina cerca de Indiana, Pensilvania, y se instaló en la sala de estar de la familia. Se desabotonó su camisa y se hundió en su sillón favorito. Acababa de sintonizar las noticias y oyó al locutor hablar de Hillary Clinton -Dios, esa mujer va a arruinar este país, pensó- cuando un lobuno aullido invadió la sala desde los caniles. Al menos setenta perros recorrían el patio esa tarde, y desde donde estaba Bob no podía ver a ninguno de ellos. Pero Bob conocía ese ladrido; en realidad, conocía todos los ladridos. Treinta segundos después, Bob se volvió hacia la ventana.
"¡Cállate, Hank!", gritó."No me dejas oír la tele con tus ladridos".
15 de julio de 2007
7 de julio de 2007
©washington post
©traducción mQh
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