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criminal escribe sus memorias


[Simón Romero] En la cárcel, el señor de la guerra colombiano reflexiona sobre los largos años de conflicto.
Itagüí, Colombia. En su celda de la cárcel en las afueras de Medellín, Salvatore Mancuso lee a Gandhi y manuales. Envía notas a sus abogados con un BlackBerry. Mira las fotos de su esposa de diecinueve y su hijo de ocho meses. Escucha vallenatos en su iPod.
Y medita sobre la significación de la guerra.
"En la guerra no hay hombres buenos o malos", dijo Mancuso, 42, el señor de la guerra paramilitar colombiano, en una larga y sinuosa entrevista. "Hay objetivos, y el objetivo de la guerra es ganar combatiendo al enemigo, y al enemigo no se lo combate con flores, oraciones o canciones. Al enemigo se lo combate con las armas en la mano, y eso produce hombres muertos".
Como comandante y primer estratega de los escuadrones de la muerte que cometieron algunos de los crímenes más atroces en la larga guerra civil del país, Mancuso sabe un montón sobre cómo cometer asesinatos. Él puso en marcha planes que transformaron a las milicias paramilitares, que eran fuerzas antiguerrilleras, en importantes traficantes de cocaína y aliados -algunos dicen patrones- de altos funcionarios en todo el gobierno colombiano.
Con ese capítulo de la guerra cediendo ante un conflicto más reducido, Mancuso pasa ahora sus días en la cárcel junto a otros cabecillas paramilitares como parte de un acuerdo para que confiese sus crímenes y pague reparaciones a sus víctimas. Este acuerdo le permitirá pasar sólo ocho años en prisión, y quizás menos, antes de volver a la sociedad.
Sus confesiones han alimentado un lento escándalo sobre revelaciones de lazos entre los paramilitares y toda una red de importantes políticos, generales del ejército y espías, casi todos ellos partidarios del presidente Álvaro Uribe. En un país cansado de la guerra, Mancuso se ha convertido en un incómodo recordatorio de cómo el conflicto impregnó tantas áreas de la vida.
"Éramos la niebla, la cortina de humo, detrás de la cual se ocultaba todo", dijo Mancuso, vestido informalmente con sandalias y una camisa negra de rayas y sentado en una silla ergonómica en su celda, sobre los paramilitares.

Hijo de padres acomodados, Mancuso se crió cerca de la costa caribeña de Montería, con su padre italiano, un próspero comerciante, y una madre que había sido ‘Reina de Feria Ganadera' en un torneo regional de belleza. Después de la secundaria, sus padres lo enviaron a estudiar inglés a la Universidad de Pittsburgh, en una interrupción de sus estudios de ingeniería civil.
Volvió de Estados Unidos a un país deformado por la subversión guerrillera, secuestros y el surgimiento de los carteles de la droga. Como poderoso ganadero a mediados de los años noventa, Mancuso formó una organización paramilitar con el propósito declarado de proteger las vidas y propiedad de su clase social.
Su propia senda de guerra le permitió extender su poder mucho más allá de Montería hacia la nebulosa región fronteriza con Venezuela, donde la policía de la ciudad fronteriza de Cúcuta todavía reconoce la autoridad de Mancuso, de acuerdo a Human Rights Watch, que ha trazado sus actividades en los últimos diez años.
Mancuso lo niega, diciendo que lleva en la cárcel una vida tranquila. Pero dice que entiende los motivos que llevan a algunos de los 30 mil combatientes paramilitares desmovilizados a formar tenebrosas organizaciones nuevas que todavía realizan asesinatos selectivos y exportan cocaína, describiéndolos como "trabajadores calificados".
Cuando su estrella alcanzó la cúspide durante los años más sangrientos de la guerra, coordinó los asesinatos de al menos 86 personas, de acuerdo al despacho del fiscal general en Bogotá. Esa cifra corresponde a las propias confesiones de Mancuso en los últimos meses. En una de esas sesiones, sollozó cuando pedía perdón por sus crímenes.
Grupos de víctimas, que afirman que Mancuso supervisó cientos de asesinatos, ven en esa demostración emocional solamente lágrimas de cocodrilo. "Contradice la realidad que personas como Mancuso se vean a sí mismas como héroes o mártires", dijo Iván Cepeda, líder de un grupo de víctimas cuyo padre, un senador, fue asesinado por los paramilitares. "Este proceso de paz es un simulacro".
El proceso de desmovilización también está en peligro de derrumbarse. Otros cabecillas paramilitares dijeron que pondrían fin a las confesiones esta semana después de una resolución de la Corte Suprema definiendo a los milicianos como delincuentes comunes, negando su condición de políticos. La resolución podría poner en peligro las esperanzas de los cabecillas de la milicia de reintegrarse en la sociedad colombiana después de revelar detalles de sus crímenes antes fiscales y víctimas.
Pocas cosas son tan elásticas como la verdad a medida que Colombia lucha con las secuelas de su guerra, pero Mancuso dice que está preparado para contar la verdad escribiendo un libro sobre lo que ocurrió durante el conflicto. Poca gente habla con tanta claridad sobre los obstáculos que impiden que Colombia supere el punto muerto en el proceso de paz.
La guerra, quiere Mancuso hacer creer a Colombia, empuja a sus actores a opciones desagradables. Lo mismo que ocurre hoy, cuando la realidad pasa por una apariencia de estabilidad, dice, señalando los cinco billones de dólares que Washington ha canalizado a Colombia esta década para combatir el tráfico de drogas y los rebeldes, sólo para comprobar que las exportaciones de cocaína continúan constantes.
Las autoridades colombianas, dijo Mancuso, "no quieren erradicar la cocaína porque el conflicto genera mucho apoyo internacional que pone dinero sobre la mesa, y permite que ese dinero desaparezca debajo de la mesa".
Analizando el tratamiento que da Colombia a los cabecillas paramilitares encarcelados, activistas de derechos humanos temen que Mancuso tratará de evitar pagar por sus crímenes.
Bajo las blandas reglas colombianas, Mancuso podría pasar menos de ocho años en la cárcel donde en su celda ya tiene acceso a comodidades como televisión por satélite, guardaespaldas, visitas semanales de su esposa Margarita y su hijo Salvatore, y un ordenador portátil con acceso a internet, dijo José Miguel Vivanco, director de la sección Américas de Human Rights Watch.
"Este es el regalo de Uribe a los cabecillas de los paramilitares', dijo Vivanco, refiriéndose a las críticas que suscitan las políticas del presidente Uribe en relación con las milicias.
Mancuso ignora esas declaraciones, diciendo que el cambio que ha sufrido en la cárcel es "radical". Pero la inocencia y la culpa parecen conceptos maleables para alguien que habla como un refinado ejecutivo defendiendo su decisión de usar el tráfico de drogas para financiar sus actividades, explicando que no tenía otra opción que imitar los métodos de las guerrillas.
"No podía perder la guerra", dijo Mancuso.
"Tenemos una economía narco", agregó, como si Colombia quisiera ser recordada de esa maldición. "Somos una sociedad narco".

Jenny Carolina González contribuyó al reportaje.

28 de julio de 2007
©new york times
©traducción mQh
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