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recordando a las víctimas de stalin


[Masha Lipman] Setenta años después de la purga de Stalin, la franqueza tiene sus límites.
Moscú, Rusia. Este mes se conmemora el terror iniciado por Stalin hace setenta años: En 1937 el carnicero del Kremlin terminó incluso con la pretensión más escuálida de un sistema judicial. Los infames ‘juicios de Moscú' -un sistema de justicia con sentencias de muerte por decreto- terminaron con la vida de más de 436 mil personas en un solo año. Las ceremonias de aniversario realizadas antes este mes en Butovo, el sitio de asesinatos en masa en las afueras de Moscú, revelaron el deseo del gobierno de impedir que la opinión pública reflexione sobre el terror y sus perpetradores.
La Iglesia Ortodoxa Rusa supervisó la ceremonia con un servicio religioso centrado en el martirio de los ejecutados, no en los crímenes ni en quienes los cometieron. En una entrevista hace unos tres años, el superior de la iglesia de Butovo dijo que pensaba que era mejor no hacer diferencias entre los que fueron asesinados y sus asesinos: "No debemos distinguir entre quiénes tenían razón y quiénes estuvieron equivocados".
Semejante indulgencia puede ser apropiada para la iglesia -como laico, no estoy en posición de juzgar-, pero no es bueno para el país, al menos no mientras la conmemoración no se haya convertido en una causa nacional y las víctimas, así como sus perpetradores, haya sido oficialmente reconocidos.
Rusia no tiene un museo nacional o un museo conmemorativo dedicado a los asesinatos en masa del pueblo soviético que fueron cometidos durante décadas por el monstruoso tándem del Partido Comunista y los órganos de seguridad del estado. Tampoco existe un centro nacional donde se ofrezcan al público documentos históricos relativos a las represiones masivas.
Desde fines de los años ochenta, grupos e individuos han trabajado para reunir esa información, pero sus esfuerzos carecen de coordinación. Se encuentran fragmentos de su trabajo en todas partes, a veces en lugares extraños, como en la oficina de uno de los cementerios en el centro de Moscú, donde se incineró a algunos de los ejecutados. En un polvoriento armario se encuentran pilas de gordos álbumes cuyas páginas están cubiertas de breves párrafos sobre los asesinados por los verdugos de Stalin. Algunas entradas tienen fotos; algunas víctimas permanecen anónimas.
El gobierno de Vladimir Putin se opone a la exposición o descripción de los crímenes del comunismo. Bajo Putin, el Servicio de Seguridad Federal (SSF), sucesor de la KGB y de las agencias anteriores de la policía secreta, ha adquirido mayor poder. El SSF ocupa las oficinas encima de un sótano donde en la época de Stalin se torturaba y ejecutaba a personas inocentes. Hoy, los agentes del SSF se refieren a sí mismos como chekisty, el nombre pseudo-romántico para los agentes de seguridad del estado durante las épocas de Lenin, Stalin y Brezhnev. El espíritu de asertivo nacionalismo también tiene algo que ver. "Existe la tendencia oficial a presentar el pasado como una sucesión de desarrollos victoriosos o positivos, y el terror simplemente no encaja en ese esquema", me dijo Arseny Roginsky, director del grupo de derechos humanos Memorial. Su grupo ha reunido y hecho accesibles al público materiales de archivo sobre las represiones en masa.
Memorial fue fundado a fines de los años ochenta, cuando el pueblo ruso intentó confrontarse con los resultados de décadas de tiranía: el aniquilamiento de la aristocracia; el exterminio de campesinos y sacerdotes; la deportación de minorías étnicas; el asesinato de artistas, intelectuales, miembros de la elite comunista y jefes militares soviéticos. Entonces, la gente sabía quiénes cometían esos crímenes y ‘¡Abajo la KGB!' era un lema que se oía en Moscú en las multitudinarias manifestaciones durante los años de la perestroika.
Hoy, la opinión pública rusa ha perdido interés en comprender qué llevó al país a esa sanguinaria demencia de exterminio. La gente puede tener un conocimiento general de la dimensión de los asesinatos en masa, pero prefieren no detenerse en ellos. En un sondeo nacional cuyos resultados serán dados a conocer dentro de poco, realizado por la agencia de sondeos rusa Levada Center, más del setenta por ciento de los encuestados dijeron que consideraban que el terror de Stalin era un crimen político injustificable, pero casi el mismo porcentaje cree que "hoy no es sensato determinar quién tuvo la culpa".
En Butovo los visitantes son escasos. Allí, entre 1937 y 1938, se ejecutó a más de veinte mil personas, a veces hasta quinientas en un día. El sitio pertenece a la Iglesia Ortodoxa Rusa, que exhibe los nombres de los sacerdotes y trabajadores de la iglesia asesinados. Todos los demás -aquellos de otros credos, laicos y ateos- son conmemorados colectivamente por una pequeña lápida, colocada en 1993, con una breve leyenda que dice que en ese lugar se asesinó y enterró a "miles de víctimas de la represión política".
Parece lógico que la iglesia se encargara de la conmemoración. En Rusia las altas autoridades de la iglesia ortodoxa tradicionalmente han trabajado en armonía con los gobernantes, sin que haya importado la barbarie con que se trataba a la gente. Hoy, se puede dejar en manos de la iglesia la tarea de manejar el delicado tema de los exterminios masivos en el sistema de campos de concentración del gulag e impartir el mensaje implícito del gobierno: Llorar a las víctimas está bien dentro de ciertos límites; pero debates públicos amplios no son bienvenidos. Conectar el pasado con el presente no es aconsejable. "El recuerdo del terror está siendo empujado fuera de los espacios públicos", observó Roginsky.
Los países que pretenden lograr que Rusia admita su culpabilidad y pidan perdón deberían tener esto en mente. Son los rusos mismos los que más sufrieron en manos de sus gobernantes. Y si como país no podemos responsabilizar a nadie por el dolor, las torturas y la muerte infligida sobre nuestros compatriotas, ¿cómo podríamos admitir culpabilidad por el daño que hemos causado a otros?

Masha Lipman es editor de la revista Pro et Contra del Centro Carnegie en Moscú.

23 de agosto de 2007
©washington post
©traducción mQh
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