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refugiados indeseados


[Jeffrey Fleishman] Muchos iraquíes que huyen de la guerra encuentran refugio temporal en Egipto. Pero las tensiones económicas y culturales engendran hostilidad entre ‘hermanos árabes'.
El Cairo, Egipto. Vive en el barrio rico, pero hace las compras en el barrio pobre, conduciendo hasta las afueras de la ciudad para comprar verduras y carne en los sucios y angostos callejones de un mercado donde moscas y niños descalzos corren entre el aroma del jenjibre y el cilantro.
¿Es este el destino de Mahmoud Mussa? No lo sabe. De lo que sí está seguro es de que vendió una de sus dos casas en Iraq por 25 mil dólares, que el dinero se le acabó y que envió a su mujer a Bagdad a vender la otra. Ese dinero también está desapareciendo y ahora, después de catorce meses viviendo como refugiado en un suburbio de El Cairo, a Mussa le queda poco que vender o trocar, y teme que tendrá que abandonar su barrio rico para terminar en un lugar con las paredes agrietadas y toldos haraposos.
Él y su familia escaparon de la guerra, pero a veces hay cosas peores, como ver que todo lo que ganaste con tu trabajo en un país, desaparece en otro.
En Iraq llevaba una vida lograda, era un ingeniero mecánico dueño de un par de coches y con criada. Pero ahora es simplemente un hombre intranquilo con un permiso de residencia temporal tratando de matar el tiempo en un país que es en muchos aspectos más pobre que el país que dejó. Y los egipcios ahora tampoco son demasiado amistosos. Basta con caminar por el barrio de Mussa, conocido como Ciudad 6 de Octubre, y oyes en las panaderías, en las esquinas, en los patios de las escuelas, eufemismos susurrados de una paciencia que se avinagró.
"Nuestras relaciones con los egipcios están empeorando. Te rechazan psicológicamente", dijo Mussad. "Si tratas de empezar un negocio, se oponen a ti. Son pobres y pasan hambre y nos vieron llegar desde Iraq con coches y dinero y les dio miedo que vengas a competir con ellos".
Hace décadas, cientos de miles de egipcios emigraron a Iraq a trabajar como campesinos, jornaleros y técnicos; ahora el flujo ha cambiado de dirección y existe incomodidad sobre cómo habituarse al reverso de fortunas. Egipcios e iraquíes se consideran hermanos árabes, pero se inquietan por las idiosincrasias del otro, insinuando cada uno una superioridad moral que acusa al otro de llevar estilos de vida impíos y de tener almas lascivas.
"No puedo imaginar qué religión tienen", dijo sobre los egipcios Moh Nuri Hamza, un refugiado musulmán chií del sur de Iraq. "Sus mujeres llevan pañuelos de cabeza, pero apretados vaqueros debajo. Yo no dejo que mis cuñadas salgan de la casa. No quiero que se corrompan".
En Egipto viven unos cien mil refugiados iraquíes, muchos de ellos en Ciudad Octubre, que se ubica más allá de las pirámides de Giza en un aire emblanquecido por el polvo de piedra caliza y restallantes banderas anunciando nuevas subdivisiones en el desierto. Se dice que el gobierno del presidente Hosni Mubarak ha limitado el número de iraquíes en su país. Egipto, que ha sido generoso en el pasado con aquellos que huyen de zonas de conflicto, quiere evitarse las crisis humanitarias que se han propagado en Siria, que tiene 1.2 millones de refugiados iraquíes, y Jordania, que ha acogido a 750 mil.
Pero una tensa contracorriente recorre Ciudad Octubre, desde el mercado de Mussa hasta los edificios de apartamentos de colores pastel adornados con postigos de madera. No es ruidosa, no sacude el aire. Son palabras expulsadas entre labios apretados. Los iraquíes han elevado los alquileres. Los iraquíes han hecho subir el precio de la comida.
Muchos dicen que sólo algunos egipcios se muestran inhospitalarios, que los iraquíes han sido y son bienvenidos aquí, pero una persona como Mohamed Mokhtar, tendero, deja de lado su carácter cordial.
"Si yo estuviera a cargo", dice, "los deportaría de vuelta a Iraq".
Los iraquíes tienen sus propias y severas opiniones. No muy lejos de la tienda de Mokhtar, junto a un niño que pela ajos y otro que juega con una motocicleta, Ahmad Badri dijo que no conocía la destreza egipcia a la hora de timar a los extranjeros, incluso a los extranjeros que venían huyendo de una guerra, cuando llegó a Bagdad hace dieciocho meses y abrió un café internet.
"El dueño me cobró un alquiler de 600 libras egipcias [unos 107 dólares] al mes. Después descubrí que debían ser 400", dijo Badri. "Al día siguiente los tenderos egipcios del barrio se acercaron a mí y me dijeron: ‘Ahora has subido el alquiler para todos nosotros'. Al principio me criticaron de manera amistosa, pero hoy las cosas están tensas. Está empezando a deteriorarse y estoy empezando a odiarlos. Son vampiros de primera clase.
"Mi hija de seis años habla con acento egipcio. La estoy enviando a una escuela de idiomas especial para que no adquiera ese molesto hábito".
A Badri ya no le queda dinero. Ha visto a muchos como él volver a Iraq con los bolsillos vacíos. Llegaron a Ciudad Octubre con dinero y joyas, pero tras semanas y meses vendieron las más valiosas y entraron en una espiral descendente, pasando poco a poco de los barrios elegantes del principio a casas con habitaciones más pequeñas y calles peligrosas.
Badri, un hombre ancho con una barba negra de varios días, cuya sinuosa voz no delata ninguna prisa en el calor de la tarde, guardó silencio y mostró el aire como si hubiera topado con un viejo amigo. Era una canción del cantante iraquí Hussam Rassam que venía de una radio; a Badri lo ponía nostálgico, y lo inquietaba.
"¿Cómo perdimos nuestro país?", cantaba Rassam. "Hay cinco muertos en cada esquina. El poli y el ladrón llevan el mismo uniforme".

Los iraquíes de Ciudad Octubre tienen sus propias tiendas y panaderías, y un puesto de helados, Al Saquma, llamado así por una popular heladería de Bagdad. Estos son los trucos y ritmos aprendidos: El humus aquí es diferente; cuidado que no te estafen; inscribe a tus niños en una escuela privada; no olvides acudir al ministerio de Inversiones, donde por 500 dólares puedes solicitar un permiso para iniciar un negocio, que te otorga automáticamente un permiso de residencia por un año. Si no abres un negocio, vuelve al año siguiente y solicita abrir otro.
"Hay una inflación dirigida contra los iraquíes", dijo Nabeel Shawi, poeta y fotógrafo que usa tirantes y enormes gafas de sol. "Cuando llegué el año pasado, el alquiler de una casa con cuatro dormitorios costaba 1200 libras egipcias [unos 214 dólares] al mes, pero hoy esa misma casa llega a las tres mil libras [535 dólares]. La escuela es muy cara. La matrícula de mi hijo cuesta dos mil dólares al año, y podría subir a tres mil. Y a todo esto mi dinero se está desvaneciendo. Naciones Unidas tiene el deber de preocuparse de nosotros".
Mahmoud Amer, tendero egipcio, no muestra simpatía.
"Como árabes, deberíamos apoyar a los iraquíes, pero ellos tienen que respetar las normas de nuestro país", dijo. "Cuando abren un negocio aquí y contratan a egipcios, los maltratan. Siempre se ven a sí mismos como los dueños y consideran a los egipcios como si fueran sus sirvientes... Francamente, a mí no me gustan".
El hecho de que Fatima Garibawy le pegara a la nana egipcia de su hija sugiere que el sentimiento es mutuo. Garibawy vive en el centro de El Cairo en un apartamento en el sexto piso con vistas a un palacio presidencial. No hay imágenes en sus paredes; sus escasos muebles son prestados. Su marido murió. Lo mataron en Iraq, pero no hablará sobre ello. No tiene palabras para ese recuerdo.
Ella dirigía un diario y participaba activamente en la política iraquí cuando fue obligada a marcharse de su país con amenazas y fotografías de amigos asesinados. Llegó a Egipto con dinero e ideas. La primera era abrir una agencia inmobiliaria.
"Duré una semana y la cerramos", dijo Garibawy, con el pelo negro sujeto atrás con un pañuelo, su maquillaje resistiendo el calor de la ciudad. "Unos egipcios que decían que eran funcionarios llegaron pidiendo sobornos. ‘Muéstreme su permiso', y ese tipo de cosas. Nos interrogaron. Pero nunca les pagué nada... Mi próximo plan era abrir un gimnasio, pero me estafaron en 30 mil libras egipcias. Firmé un contrato falso y me dieron un recibo falso. Me dijeron que me harían expulsar de Egipto si se lo contaba a alguien".
Su niñera preparó el engaño, dijo. Garibawu dijo que había confiado en la mujer y su familia durante meses, pagándoles bien para que cuidaran a su hija cuando visitó Iraq el año pasado con la esperanza de poder reanudar su vida en Bagdad. Incluso vivió en la casa de su nana por un tiempo, pensando que había encontrado refugio en una ciudad de extraños.
"Cuando me robaron el dinero, perdí mi paciencia y le pegué un puñetazo en la cara", dijo Garibawy. "No tengo dinero. Perdí mi identidad. Oculto que soy iraquí porque si me descubren por el acento, los egipcios me explotarán. Ellos creen que los iraquíes somos gallinas que ponemos huevos de oro".
Quizás, dijo, vuelva a Iraq, cruzando la frontera con su hija de dieciocho meses, quizás encuentre trabajo en alguna universidad. Miró desde su sofá de respaldo alto, una cosa barroca y recargada que parecía fuera de lugar entre esas paredes desnudas. "Me paso el día llorando".
Hay una panadería en Ciudad Octubre que vende pan iraquí, tres en un paquete. La lleva una estudiante con un pañuelo verde y un hombre de veinte, cuyas piernas desnudas están manchadas de harina y cuya frente la cubren su negro y enmarañado cabello y su sudor.
Quieren volver a Bagdad, pero no pueden, de modo que crearon este lugar, colgando luces de colores para recordar cosas que no quieren olvidar. Así es la vida en Octubre. Los iraquíes llaman así al barrio, simplemente Octubre.
A unos kilómetros de la panadería, el óxido rasga las paredes y la basura vuela por la calle. El olor a matadero de cordero se mezcla con el de las especias y la sangre. El bazar en la esquina parece tan endeble como un pueblo construido con palos de helado, pero hay trajín; en este barrio pobre, hay mejores ofertas al final del día. Mahmoud Mussa hace aquí las compras, con su familia, para ahorrar dinero. Su esposa Hanan, lleva una hijab negra, y compara precios y calidad. Su lápiz labial es rosado.
Mussa sonríe. Este padre de cuatro hijos que se vio obligado a vender sus dos casas, y cuyo dinero está desapareciendo, sigue siendo alegre.
Lleva bigotes y es de espaldas amplias; sus ojos no eluden la mirada. Es un musulmán sunní. Antes eso era bueno en Iraq, pero no ahora; ahora, dijo, nada está bien en Iraq, por eso tiene que hacer dinero, para no tener que volver.
Su hijo menor, que es más alto, y sigue las palabras de su padre como si tuvieran precio, va pulcramente vestido; parece haber llegado al mercado por accidente.
"Fuimos a las embajadas francesa, suiza y española pidiendo ayuda para nuestros hijos, pero no nos han dado respuesta", dice Mussa. "No podemos volver a Iraq con nuestros hijos. Somos sunníes. Nos han amenazado, en caso de que volvamos... Las milicias llegaron a nuestra casas antes de nuestra fuga y trataron de secuestrar a mi hijo".
"Si nos quedamos sin dinero, tendremos que volver", dice Hanan. Ella y su marido no conocen a nadie aquí. No hay modo de hacer que el sistema funcione para una familia de refugiados. Sin dinero, esas cosas son imposibles".
El hijo escucha, tratando de pasar desapercibido entre puestos de verdura y egipcios pobres.

jeffrey.fleishman@latimes.com

Noha El Hennawy contribuyó a este reportaje.

16 de septiembre de 2007
8 de septiembre de 2007
©los angeles times
©traducción mQh
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