el instinto moral 8
[Steven Pinker] Muchos temen que la moral sea un truco del cerebro. ¿La moral es un invento?
La comprensión biológica de la conciencia moral no implica que estemos tratando de maximizar nuestros genes o nuestros propios intereses. ¿Pero dónde queda el concepto mismo de moral?
La visión científica nos ha enseñado que algunas partes de nuestra experiencia subjetiva son productos de nuestra configuración biológica y no tienen una contraparte objetiva en la realidad. La diferencia cualitativa entre el rojo y el verde, el sabor de las frutas y el hedor de la carroña, el pavor a la altura y la hermosura de las flores son elementos fijos de nuestro sistema nervioso común, y si nuestra especie hubiese evolucionado en un ecosistema diferente o si nos faltaran algunos genes, nuestras reacciones podrían ser diferentes. Ahora, si la distinción entre el bien y el mal es también producto del cableado cerebral, ¿por qué tendríamos que creer que es más real que la distinción entre el rojo y el verde? Y si es solamente una alucinación colectiva, ¿cómo podríamos argumentar que horrores como el genocidio y la esclavitud son malos para todos, antes que solamente desagradables para nosotros?
Por supuesto, poner a Dios a cargo de la moral es una de las maneras de resolver el problema, pero Platón ajustó cuentas con la idea hace 2400 años. ¿Tiene Dios una razón para designar ciertos actos como morales y otros como inmorales? Si no -si sus dictados son caprichos divinos- ¿por qué tendríamos que tomarlos en serio? Supongamos que Dios nos ordenara torturar a un niño, ¿sería por eso correcto, o tendríamos otros criterios para resistir? Y si, por otro lado, Dios fuera obligado por razones morales a emitir ciertos dictados y no otros -si la orden de torturar a un niño no fuese nunca una posibilidad-, entonces ¿por qué no apelar directamente a esas razones?
Esto nos hace retroceder para preguntarnos de dónde podrían provenir esas razones, si acaso son más que productos de la imaginación. Ciertamente no existen en el mundo físico, como la longitud de onda o la masa. La única otra opción es que las verdades morales existan en algún reino platónico abstracto, que debemos descubrir, quizás del mismo modo que las verdades matemáticas. Según esta analogía, nacemos con un concepto rudimentario de número, pero tan pronto como construimos sobre este con un razonamiento matemático formal, la naturaleza de la realidad matemática nos obliga a descubrir algunas verdades, y no otras. (Nadie que entienda el concepto de dos, el concepto de cuatro y el concepto de suma puede llegar a otra conclusión que dos más dos son cuatro). Quizás nacemos con una conciencia moral rudimentaria, y tan pronto como empezamos a construir sobre ella con razonamientos morales, la naturaleza de la realidad moral nos impone algunas conclusiones, con exclusión de otras.
El realismo moral, como se llama a esta idea, es demasiado rico, según muchos filósofos. Sin embargo, una versión diluida de la idea no estaría fuera de lugar. Dos rasgos de la realidad empujan a cualquier agente social racional y con sentido de la sobrevivencia en una dirección ética. Y podrían proporcionar un criterio para determinar cuándo nuestra conciencia moral se ajusta con la moral misma.
Una es la prevalencia de los juegos de suma cero. En muchas áreas de la vida, dos partes se benefician ambas más con conductas altruistas que si una de ellas actúa egoísticamente. Usted y yo ganamos más si compartimos nuestros excedentes, rescatamos a nuestros hijos de peligros y nos impedimos de dispararnos uno al otro, en comparación con acumular nuestros excedentes mientras se pudren, dejar que nuestros hijos se ahoguen mientras nos afilamos las uñas y nos peleamos como Hatfields y McCoys. Cierto, yo podría estar mejor si actuara de modo egoísta a costa suya y usted fueras el idiota, pero lo mismo sería verdad para usted con respecto a mí, de modo que si cada uno de nosotros tratara de hacerse con estas ventajas, los dos terminaríamos peor. Cualquier observador neutral, y usted y yo si pudiésemos hablar sobre ello racionalmente, tendría que concluir que deberíamos esforzarnos por alcanzar una situación en la que los dos actuemos altruistamente. Estas proyecciones no son rarezas del cableado cerebral, ni son dictadas por algún poder sobrenatural; están en la naturaleza de las cosas.
El otro anclaje externo de la moral es un rasgo de la racionalidad misma: que no puede depender del punto de vista egocéntrico del razonador. Si le lleva a hacer algo que me afecta -dejar de pisarme, o decirme la hora o no atropellarme con su coche-, entonces, si quiero que me tome en serio, no puedo hacerlo anteponiendo mis intereses a los suyos (es decir, reteniendo mi derecho a atropellarle con mi coche). A menos que yo sea un jefe supremo galáctico, tengo que formular mi caso de modo que le obligue a tratarme del mismo modo. No puedo actuar como si mis intereses fueran especiales porque yo soy yo y usted no lo sea, ni tampoco puedo convencerle de que estoy en un lugar especial del universo simplemente porque yo estoy parado en él.
Por cierto, lo esencial de esta idea -la intercambialidad de las perspectivas- reaparece una y otra vez en las más completas filosofías morales de la historia, incluyendo la Regla Dorada (ella mismo descubierta muchas veces); el Punto de Vista de la Eternidad de Spinoza; el Contrato Social de Hobbes, Rousseau y Locke; el Imperativo Categórico de Kant; y el Velo de Ignorancia de Rawls. También se encuentra en la teoría del Círculo en Expansión de Singer -la optimista propuesta de que nuestra conciencia moral, aunque modelada por la evolución para otorgar más valor a uno mismo, la familia y el clan-, puede empujarnos al sendero del progreso moral, a medida que el raciocinio nos fuerza a generalizarla en círculos cada vez más amplios de seres sensibles.
La visión científica nos ha enseñado que algunas partes de nuestra experiencia subjetiva son productos de nuestra configuración biológica y no tienen una contraparte objetiva en la realidad. La diferencia cualitativa entre el rojo y el verde, el sabor de las frutas y el hedor de la carroña, el pavor a la altura y la hermosura de las flores son elementos fijos de nuestro sistema nervioso común, y si nuestra especie hubiese evolucionado en un ecosistema diferente o si nos faltaran algunos genes, nuestras reacciones podrían ser diferentes. Ahora, si la distinción entre el bien y el mal es también producto del cableado cerebral, ¿por qué tendríamos que creer que es más real que la distinción entre el rojo y el verde? Y si es solamente una alucinación colectiva, ¿cómo podríamos argumentar que horrores como el genocidio y la esclavitud son malos para todos, antes que solamente desagradables para nosotros?
Por supuesto, poner a Dios a cargo de la moral es una de las maneras de resolver el problema, pero Platón ajustó cuentas con la idea hace 2400 años. ¿Tiene Dios una razón para designar ciertos actos como morales y otros como inmorales? Si no -si sus dictados son caprichos divinos- ¿por qué tendríamos que tomarlos en serio? Supongamos que Dios nos ordenara torturar a un niño, ¿sería por eso correcto, o tendríamos otros criterios para resistir? Y si, por otro lado, Dios fuera obligado por razones morales a emitir ciertos dictados y no otros -si la orden de torturar a un niño no fuese nunca una posibilidad-, entonces ¿por qué no apelar directamente a esas razones?
Esto nos hace retroceder para preguntarnos de dónde podrían provenir esas razones, si acaso son más que productos de la imaginación. Ciertamente no existen en el mundo físico, como la longitud de onda o la masa. La única otra opción es que las verdades morales existan en algún reino platónico abstracto, que debemos descubrir, quizás del mismo modo que las verdades matemáticas. Según esta analogía, nacemos con un concepto rudimentario de número, pero tan pronto como construimos sobre este con un razonamiento matemático formal, la naturaleza de la realidad matemática nos obliga a descubrir algunas verdades, y no otras. (Nadie que entienda el concepto de dos, el concepto de cuatro y el concepto de suma puede llegar a otra conclusión que dos más dos son cuatro). Quizás nacemos con una conciencia moral rudimentaria, y tan pronto como empezamos a construir sobre ella con razonamientos morales, la naturaleza de la realidad moral nos impone algunas conclusiones, con exclusión de otras.
El realismo moral, como se llama a esta idea, es demasiado rico, según muchos filósofos. Sin embargo, una versión diluida de la idea no estaría fuera de lugar. Dos rasgos de la realidad empujan a cualquier agente social racional y con sentido de la sobrevivencia en una dirección ética. Y podrían proporcionar un criterio para determinar cuándo nuestra conciencia moral se ajusta con la moral misma.
Una es la prevalencia de los juegos de suma cero. En muchas áreas de la vida, dos partes se benefician ambas más con conductas altruistas que si una de ellas actúa egoísticamente. Usted y yo ganamos más si compartimos nuestros excedentes, rescatamos a nuestros hijos de peligros y nos impedimos de dispararnos uno al otro, en comparación con acumular nuestros excedentes mientras se pudren, dejar que nuestros hijos se ahoguen mientras nos afilamos las uñas y nos peleamos como Hatfields y McCoys. Cierto, yo podría estar mejor si actuara de modo egoísta a costa suya y usted fueras el idiota, pero lo mismo sería verdad para usted con respecto a mí, de modo que si cada uno de nosotros tratara de hacerse con estas ventajas, los dos terminaríamos peor. Cualquier observador neutral, y usted y yo si pudiésemos hablar sobre ello racionalmente, tendría que concluir que deberíamos esforzarnos por alcanzar una situación en la que los dos actuemos altruistamente. Estas proyecciones no son rarezas del cableado cerebral, ni son dictadas por algún poder sobrenatural; están en la naturaleza de las cosas.
El otro anclaje externo de la moral es un rasgo de la racionalidad misma: que no puede depender del punto de vista egocéntrico del razonador. Si le lleva a hacer algo que me afecta -dejar de pisarme, o decirme la hora o no atropellarme con su coche-, entonces, si quiero que me tome en serio, no puedo hacerlo anteponiendo mis intereses a los suyos (es decir, reteniendo mi derecho a atropellarle con mi coche). A menos que yo sea un jefe supremo galáctico, tengo que formular mi caso de modo que le obligue a tratarme del mismo modo. No puedo actuar como si mis intereses fueran especiales porque yo soy yo y usted no lo sea, ni tampoco puedo convencerle de que estoy en un lugar especial del universo simplemente porque yo estoy parado en él.
Por cierto, lo esencial de esta idea -la intercambialidad de las perspectivas- reaparece una y otra vez en las más completas filosofías morales de la historia, incluyendo la Regla Dorada (ella mismo descubierta muchas veces); el Punto de Vista de la Eternidad de Spinoza; el Contrato Social de Hobbes, Rousseau y Locke; el Imperativo Categórico de Kant; y el Velo de Ignorancia de Rawls. También se encuentra en la teoría del Círculo en Expansión de Singer -la optimista propuesta de que nuestra conciencia moral, aunque modelada por la evolución para otorgar más valor a uno mismo, la familia y el clan-, puede empujarnos al sendero del progreso moral, a medida que el raciocinio nos fuerza a generalizarla en círculos cada vez más amplios de seres sensibles.
27 de marzo de 2008
13 de enero de 2008
©new york times
cc traducción mQh
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