viviendo con casi nada
robyn.dixon@latimes.com 29 de abril de 2008
La dependienta, Ngondile Ngcamphalala, 23, no tenía una respuesta a la mano.
"No sé por qué. Siempre les digo que les precios subieron en la bodega donde los compramos nosotros", dice, encogiéndose de hombros mientras una vieja radio a pilas zumba monótonamente en el fondo.
Los precios escapan al control de los aldeanos: la sequía, los crecientes precios internacionales, la renovada demanda mundial, el colapso de la divisa en la vecina Sudáfrica.
Los últimos aumentos de precios fueron de dos emalangeni, unos veinticinco centavos de dólar. Aquí, eso es una fortuna.
De acuerdo a Naciones Unidas, cerca del 69 por ciento de la población de Swazilandia vive por debajo de la línea de la pobreza; un cuarto de la población depende de la ayuda alimenticia. Entretanto, el Rey Mswati III, el último monarca absoluto de África, tiene trece esposas y una flota de coches de lujo, pagados todos por el estado.
Njabuliso Samedze, 31, está sentada a la sombra sobre una desgastada estera, meciendo a un bebé, Nomphilo, cuya barriga se ve severamente hinchada, un claro síntoma de malnutrición. Dos cachorros esqueléticos deambulan por el lugar.
Ella, su marido y tres niños dependen de la ayuda del Programa Mundial de Alimentación de Naciones Unidas. Su marido, Musa, constructor y campesino, gana unos veinte dólares al mes sembrando algodón y construyendo casas. Pero no ha construido una casa desde 2001, porque nadie puede pagarlas.
Samedze compra harina de maíz, jabón, sal, aceite de cocina y parafina para la lámpara. Pero ha reducido su consumo de aceite y parafina.
"Dejamos de comprar arroz. Antes comprábamos azúcar, pero ya no lo hacemos", dice. "Los precios los fijan los tenderos, así que si los suben no podemos hacer nada".
En Swasilandia del Este no llueve desde los años noventa, lo que ha arruinado la agricultura.
Los pobres dependen de la cosecha de maíz. "Cualquier aumento del precio del maíz hace la vida más difícil para los más vulnerables", dice Richard Lee, portavoz del Programa Mundial de Alimentación en Johannesburgo, Sudáfrica.
Como la esposa de un agente de policía, Zodwa Ndzimande, 68, no temía a la pobreza. Pero después de la muerte de su marido, descubrió que su pensión mensual sigue encogiéndose. Ahora también ella depende de las entregas del Programa Mundial de Alimentación, y cuando no le alcanza, tiene que trocar alimentos.
Ndzimande está sentada frente a su destartalada choza con techo de paja, enrollando fibras vegetales para hacer una cuerda para venderla. También recoge y vende frutas silvestres. Con su venta gana unos nueve centavos al día.
A unos pasos de la tienda de Ndzangu, una casa desprende un aire de bienestar, las cortinas moviéndose en las ventanas. Pero dentro, el trabajador azucarero jubilado, Wilson Nxumalo, está desesperado.
"Ya no podemos comprar arroz, ni carne, ni cosas como esas", dice.
"A principios de año tuve que vender mi último ganado para comprar harina de maíz".
"Estoy muy preocupado", dice. "¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?"
1 de abril de 2008
©los angeles times
cc traducción mQh
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