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La ‘doctrina del shock’ de Naomi Klein: ‘tetriconomía’.
[Joseph E. Stiglitz] En el mundo, según lo ve Naomi Klein, no hay accidentes. La destrucción de Nueva Orleans por el huracán Katrina expulsó a muchos de sus habitantes negros pobres y permitió que la mayor parte de las escuelas públicas de la ciudad fueran reemplazadas por escuelas de gestión privada. La tortura y asesinatos cometidos bajo el gobierno del general Augusto Pinochet en Chile y durante la dictadura militar de Argentina fueron una forma de derribar la resistencia al libre mercado. La inestabilidad en Polonia y Rusia después de la caída del comunismo y en Bolivia después de la hiperinflación de los años ochenta permitió a los gobiernos imponer allí una impopular "terapia de shock" económica a una población renuente. Y luego está "el plan de Washington para Irak": "sembrar el shock y el terror en todo el país, destruir sus infraestructuras, permanecer de brazos cruzados mientras su cultura y su historia eran víctimas del pillaje, para arreglarlo después con un abastecimiento ilimitado de electrodomésticos baratos y comida basura importada", por no mencionar una bolsa de valores y un sector privado fortalecidos.
La doctrina del shock es la ambiciosa mirada de Klein a la historia económica de los últimos cincuenta años y el auge del fundamentalismo del libre mercado en el mundo entero. "El capitalismo del desastre", como ella lo llama, es un sistema violento que a veces recurre al terror para hacer su trabajo. Como Pol Pot proclamando que Camboya bajo los jemeres rojos estaba en el Año Cero, el capitalismo extremo gusta de una tabla rasa, encontrando con frecuencia su oportunidad después de crisis o "shocks". Por ejemplo, sostiene Klein, la crisis asiática de 1997 preparó el terreno para que el Fondo Monetario Internacional estableciera programas en la región y para liquidar muchas empresas estatales a bancos y multinacionales de Occidente. El tsunami de 2004 permitió al gobierno de Sri Lanka forzar a salir a los pescadores de las propiedades costeras de manera que pudieran ser vendidas a los urbanizadores hoteleros. La destrucción del 11-S en Estados Unidos permitió a George W. Bush lanzar una guerra destinada a lograr un Irak con libre mercado.
En uno de sus primeros capítulos, Klein compara la política económica capitalista radical con la terapia de electroshock administrada por los psiquiatras. Entrevista a Gail Kastner, una víctima de experimentos encubiertos de la CIA sobre técnicas de interrogación que fueron llevados a cabo por el científico Ewen Cameron en los años cincuenta. Su idea era usar la terapia de electroshock para quebrantar a los pacientes. Una vez lograda la "desesquematización completa", los pacientes podrían ser reprogramados. Pero después de quebrantar a sus "pacientes", Cameron nunca fue capaz de reconstruirlos de nuevo. La conexión con un científico canalla de la CIA es excesivamente dramática y poco convincente, pero para Klein las enseñanzas importantes están claras: "Los países sufren shocks: guerras, atentados terroristas, golpes de Estado y desastres naturales". Luego "vuelven a ser víctimas del shock a manos de las empresas y los políticos que explotan el miedo y la desorientación frutos del primer shock para implantar una terapia de shock económica". A la gente que "se atreve a resistir" se le aplica un tercer shock "por acciones policiales, intervenciones militares e interrogatorios en prisión".
En otro capítulo introductorio, Klein ofrece un recuento de Milton Friedman —lo llama "el otro doctor shock"— y su lucha por ganar los corazones y las mentes de los economistas y las economías latinoamericanos. En los años cincuenta, mientras Cameron llevaba a cabo sus experimentos, la Escuela de Chicago estaba desarrollando las ideas que eclipsarían las teorías de Raúl Prebisch, un defensor de lo que hoy en día se llamaría la tercera vía, y las de otros economistas entonces de moda en América Latina. Ella cita al economista chileno Orlando Letelier, que habló de la "armonía interna" entre el terror del régimen Pinochet y su política de libre mercado. Letelier dijo que Milton Friedman compartía la responsabilidad de los crímenes del régimen, desechando su argumento de que él sólo ofrecía una asesoría "técnica". Letelier fue asesinado en 1976 mediante un auto bomba colocado en Washington por la policía secreta de Pinochet. Para Klein, él fue otra víctima de los "Chicago boys" que quisieron imponer el capitalismo de libre mercado en la región. "En el Cono Sur, donde nació el capitalismo contemporáneo, «la guerra contra el terror» fue una guerra contra todos los obstáculos que se oponían al nuevo orden", escribe.
Klein, una de las más famosas activistas antiglobalización del mundo y la autora del best seller ‘No logo: el poder de las marcas’, entrega una espléndida descripción de las maquinaciones políticas necesarias para imponer políticas económicas desagradables en países que ofrecen resistencia, así como de su costo humano. Pinta un inquietante retrato de arrogancia, no sólo de parte de Friedman, sino también de aquellos que adoptaron sus doctrinas, a veces para perseguir fines más corporatistas. Resulta sorprendente el recordatorio de cuánta gente involucrada en la guerra de Irak lo estuvo antes en otros episodios vergonzosos de la historia de la política exterior de los Estados Unidos. Klein traza una línea clara desde la tortura en América Latina en los años setenta hasta la que existe en Abu Ghraib y en Bahía Guantánamo.
Klein no es una académica y no puede juzgarse como tal. Hay muchas partes de su libro donde simplifica demasiado. Pero Friedman y los otros terapeutas de shock también fueron culpables de simplificación excesiva al fundamentar su creencia en la perfección de las economías de mercado sobre modelos que daban por sentadas información perfecta, competencia perfecta, mercados de riesgo perfectos. En realidad, los argumentos contra estas políticas son aún más fuertes que los que Klein plantea. Ellas nunca estuvieron basadas en fundamentos empíricos y teóricos consistentes, e incluso mientras muchas de estas políticas estaban siendo impulsadas, los economistas académicos estaban explicando las limitaciones de los mercados —por ejemplo, cuando la información es imperfecta, es decir, siempre—.
Klein no es economista, sino periodista, y recorre el mundo para averiguar, en terreno y de primera mano, lo que realmente sucedió durante la privatización de Irak, las secuelas del tsunami asiático, la prolongada transición polaca al capitalismo y los años posteriores a la asunción del poder por el Congreso Nacional Africano en Sudáfrica, cuando no logró proseguir las políticas redistributivas consagradas en la Carta de la Libertad, su declaración de principios esenciales. Estos capítulos son las partes menos atractivas del libro, pero también las más convincentes. En el caso de Sudáfrica, Klein entrevista a activistas y a otras personas, sólo para constatar que no hay una respuesta. Ocupado en intentar impedir la guerra civil en los primeros años después del fin del apartheid, el Congreso Nacional Africano no entendió del todo cuán importante era la política económica. Temeroso de espantar a los inversionistas extranjeros, adoptó el parecer del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial e instituyó una política de privatización, reducciones de gasto, flexibilidad laboral y otras similares. Esto no impidió que dos de las principales empresas de Sudáfrica, South African Breweris y Anglo-American, trasladaran sus oficinas centrales a Londres. La tasa de crecimiento promedio ha sido un decepcionante 5 por ciento (mucho más baja que en los países del Este asiático, que siguieron una ruta distinta); el desempleo para la mayoría negra es del 48 por ciento, y el número de personas que vive con menos de 1 dólar al día se ha duplicado hasta los cuatro millones desde los dos millones de 1994, año en que asumió el Congreso Nacional Africano.
Algunos lectores pueden considerar los hallazgos de Klein como prueba de una gigantesca conspiración, una conclusión que ella explícitamente niega. No son las conspiraciones las que arruinan al mundo, sino la sucesión de opciones erradas, políticas fallidas y las pequeñas y grandes incorrecciones que se suman. Sin embargo, esas decisiones son guiadas por modos de pensar más generales. Los fundamentalistas del mercado nunca apreciaron verdaderamente las instituciones necesarias para hacer que una economía funcione bien, dejando de lado el tejido social más amplio que las civilizaciones requieren para prosperar y florecer. Klein termina con una nota esperanzadora, describiendo organizaciones no gubernamentales y activistas en todo el mundo que intentan marcar una diferencia. Después de las 700 páginas de ‘La doctrina del shock’ está claro que tienen una difícil labor.

5 de mayo de 2008
©el mercurio
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