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Una interesante reflexión sobre el presidente Salvador Allende de la pluma de un columnista de El Mercurio.
[Carlos Peña] Visto a la distancia, el Chile de los sesenta resulta inverosímil. Para advertirlo basta un dato: cuatro de cada diez jóvenes chilenos lograban ingresar entonces al liceo y apenas un puñado de ellos conseguía terminar el ciclo de la enseñanza secundaria. De éstos, por su parte, un ínfimo puñado logra hacerse de un cupo en la universidad: menos de cinco por cada cien. Los pingüinos -los escolares como multitud- entonces no se conocían. Casi ninguno había alcanzado siquiera a pisar un colegio.
Y eso que sucedía en educación, ocurría también en salud y en vivienda.
En una palabra, la desigualdad de la que hoy día -con razón- nos quejamos no existía. Había algo aún peor: exclusión. Grandes sectores de la sociedad puestos al margen del sistema productivo, de la industria cultural, del sistema escolar.
En suma, la estructura productiva era incapaz de incorporar a amplios sectores.
Al lado de ella, sin embargo, según sugirió alguna vez Aníbal Pinto, había un sistema político incluyente y amplio que estimulaba las expectativas de todos.
Es lo que salta a la vista cuando uno se detiene a mirar los rastros y las huellas de esa época. Multitudes cuya pobreza parece entrar en contradicción con el carácter de sujetos colectivos, que, al mismo tiempo, son capaces de exhibir. Como si en el Chile de los setenta el reino de la necesidad fuera a parejas con el de la libertad. Como si el programa de Hegel -la masa convertida en sujeto- se hubiera cumplido de una vez por todas.
Esa es la escena a principios de la segunda mitad del siglo pasado. Una estructura productiva que dejaba al margen a grandes mayorías, y un sistema político, que, en cambio, las incluía y les permitía expresar sus demandas. Una estructura de producción que rehusaba a muchos incluso la condición de explotados, pero que concedía a todos la condición de sujetos partícipes de un destino común.
Es en medio de esa escena -esa contradicción- que se forja la figura final de Salvador Allende.
Él pensó que era posible modificar de manera radical esa estructura productiva sin sacrificar un ápice las rutinas, demasiado expansivas, del proceso político. Hacer cambios, que en otras partes se habían logrado a sangre y fuego, a punta de votos. En una palabra, transitar al socialismo, la igualdad en su máxima expresión, con las armas de la democracia. Todo un desafío: hacer algo que los clásicos del marxismo -fieles a una teoría violenta de la historia- habían rechazado una y otra vez. Fue la revolución de las empanadas y del vino tinto.

Al perseguir ese objetivo en apariencia insensato, Allende mostraba las características de un político de excepción, capaz de adherir, con el mismo énfasis y pareja sinceridad, a objetivos en apariencia inconsistentes: el logro de la igualdad en su máximo nivel y, a la vez, el respeto por la diferencia que exige la democracia. Él representó -mirado a la distancia no es poco- una radical voluntad de cambio con una insobornable voluntad democrática. Se apegó a las rutinas, a los modales y a las costumbres de la democracia con el mismo entusiasmo con que abrazó el deseo de igualdad para las mayorías entonces excluidas.
Un político capaz de dejarse llevar por esas ideas, que sabemos opuestas, y usarlas para seducir a otros, es una muestra de voluntad excepcional, una voluntad que sólo tienen los santos y los héroes. Una voluntad que hoy -cuando la política o se confunde con el narcisismo o con un trabajo alimenticio- parece una rareza.
Allende quemó así los últimos cartuchos del estado de compromiso que rigió los destinos de Chile entre el año 1932 y 1973: un arreglo social en el que las capas medias se hacían del Estado y arbitraban, mediante múltiples mecanismos -que iban desde el cabildeo en los pasillos del Congreso a la negociación en La Moneda- los conflictos sociales.
Allende fue, al mismo tiempo, la culminación de ese estado de compromiso y la entrada en el umbral de su fracaso. Como él dijo, con la lucidez de los condenados a muerte, se trataba de un tránsito histórico.
Y enfrentado a él pagó con su vida.
Hay varias formas de empalidecer la figura de Allende y se han ensayado casi todas. A su preocupación por la igualdad, se opone su frivolidad de burgués insustancial; a su riguroso apego a la democracia, su apoyo a los movimientos insurreccionales; a la expansión del consumo que alcanzó su gobierno, la escasez dramática que padeció el tercer año; a la valentía de sus horas finales, la amargura del suicidio; a la conciencia histórica que exhibió, el narcisismo de sus relaciones privadas.
Todos esos intentos son pueriles -no hay un gran hombre que a la mirada del burgués no parezca un amasijo de contradicciones- y ninguno de ellos logrará hacer olvidar que Allende dejó la valla a una altura que ninguno de sus contemporáneos, ni nadie hoy día, alcanza.
Ni de lejos.

30 de junio de 2008
©el mercurio
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