el único trabajo es la guerra
16 de julio de 2008
Sin otras perspectivas de trabajo en este mísero y remoto pueblo del norte del país, a unos 43 kilómetros al sur de la primera línea, casi la mitad de los hombres en edad de combatir se han alistado en el ejército, la armada, la policía y otras ramas de la seguridad.
"Cuando queremos un trabajo, lo más fácil es incorporarse a las fuerzas de seguridad", dijo Sisira Senaratna, 38, un veterano de dieciséis años en la policía, con dos hermanos en el ejército y otro que entró a la policía.
Después de veinticinco años de guerra civil entre las fuerzas del gobierno y los rebeldes étnicos tamil, el conflicto está tan enraizado en esta isla del Océano Indio que se ha transformado en una carrera para decenas de miles de jóvenes que buscan un modo de escapar a la brutal pobreza del campo de Sri Lanka.
Por su parte, los rebeldes de Tigres de Tamil han sido acusados de llenar sus filas recurriendo al reclutamiento forzado de al menos un miembro de cada familia en su estado de facto en el norte.
Con las promesas de las fuerzas armadas de aplastar a los subversivos en los próximos meses, su apetito de más reclutas es enorme. Hace dos semanas, el ministerio de Defensa envió un mensaje de texto a nivel nacional llamando a los "Jóvenes Patriotas: incorpórense a nuestras fuerzas armadas (ejército, armada o fuerza aérea) y sean parte del equipo ganador".
Toda la familia de Kadirage Leelawathi respondió al llamado.
Su marido se enroló en el ejército hace veinte años después de que no lograra subsistir con su pequeña granja. La familia vivía en una choza de barro con un suelo hecho de estiércol de vaca y usaba lámparas de queroseno para alumbrarse, dijo. Sólo podían comer carne una vez a la semana.
"Con tres hijos, no podíamos llegar a fin de mes", dijo. "Con la nada de dinero que ganaba con su granja, nos era difícil incluso enviar los niños a la escuela".
Con su salario del ejército, construyeron una casa de cemento con dos dormitorios, electricidad, agua potable, teléfono, una televisión a color de 21 pulgadas y una antena de seis metros que perfora el cielo.
Su primogénito soñaba con convertirse en un monje budista, pero se desilusionó con el clero y dos años después se unió a la armada. Hace siete meses, su hijo menor se incorporó a la guardia paramilitar nacional, que protege a los pueblos en el norte contra las infiltraciones rebeldes.
Leelawathi dijo que, con la escalada del conflicto, le preocupa su familia. "Pero no hay alternativa. ¿Qué podemos hacer?"
"Si hubiera otras oportunidades de trabajo, no se marcharían", dijo su cuñada, Kiriyage Kamalawatee.
La situación económica no fue siempre tan mala.
En 1952, las 174 hectáreas de tierra agrícola de Iyathigewewa eran suficientes para sus treinta a cuarenta familias. Pero muchos padres tenían diez o más hijos, y pronto la explosión demográfica agobió al pueblo.
Los padres dividieron sus modestas granjas entre sus descendientes, que la subdividieron a su vez entre sus propios hijos. Muchas de las 375 familias que viven aquí ahora, quedaron con terrenos demasiado pequeños como para sostener a una familia.
Sin la opción de empujar el arado, los jóvenes de Iyathigewewa tomaron las espadas. Empezó como un chorreo de jóvenes, que se convirtió luego en un flujo continuo.
Ahora de los 1.161 habitantes de Iyathigewewa, 175 están en las fuerzas de seguridad, donde muchos tienen sueldos sólidos de 230 a 280 dólares mensuales. Ese dinero explica la relativa prosperidad del pueblo. Sus pequeñas chozas han sido reemplazadas por modestas casas de cemento llenas de electrodomésticos. Motos y brillantes y rojos vehículos de tres ruedas, comprados con los salarios del ejército, corren por el único camino pavimentado.
"La buena situación del pueblo, económicamente, se debe a los militares", dijo Susil Premaratne, un concejal del pueblo.
Pero la guerra también se ha cobrado su peaje, llevándose a dieciséis de sus hombres.
Premasiri, hijo de Kalu Hamy, murió en la explosión de una mina terrestre en Trincomalee, al este del país, en 1991. Otro hijo, Piyadesa, desapareció hace varios años después de una batalla cerca de la ciudad de Kilinochchi, en manos de los rebeldes. Su nieto murió en una emboscada en Vavuniya, en 1998.
Se unieron al ejército por dinero y por una causa que diera significación a sus vidas, pero su sacrificio no valía la pena, dijo la mujer de 72 años, su voz rompiéndose de dolor.
"Nunca volveré a dejar que mis hijos o mis nietos se metan al ejército otra vez", dijo.
Nishan Keerthiratne, 35, no está de acuerdo. Sin perspectivas de trabajo, en 1990 se unió a la infantería. Hace dos años, una mina que colgaba de un árbol palmyrah explotó encima de su vehículo, dañando su columna vertebral y paralizándolo desde el pecho hacia abajo.
Ahora pasa su días luchando contra sus úlceras, tendido en una cama de ratán en la cocina, la única habitación con luz solar y una aireada de su pequeña casa.
"Mantuve a mi familia, serví a mi país y pude elevar nuestras condiciones de vida", dijo. "No lamento nada".
©fwdailynews
cc traducción mQh
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