no es el fin del capitalismo
El autor es politólogo. Presidente del Ente Regulador de Agua y Saneamiento (ERAS), director de la Maestría en Políticas Públicas y Gobierno, Universidad de Lanús. 3 de noviembre de 2008
La relación entre el Estado y el capitalismo, deberíamos saberlo, no está atada a instrumentos de política o a herramientas institucionales en particular. La historia de las grandes crisis lo ilustra. ‘Laissez faire’ e intervencionismo son modos de articulación entre el poder político institucionalizado en el Estado y el poder económico-financiero de los mercados –en realidad, de sus actores más poderosos–. Estamos viviendo algo que ya vivió en el pasado. El viraje actual desde el ‘Estado ausente’ del neoliberalismo al Estado interventor repite lo que ocurrió, por ejemplo, tras la crisis de 1929. El poder político no hace ascos ideológicos cuando de lo que se trata es de salvar al sistema económico y social que le da sustento.
No tiene sentido discutir aquí acerca de las bondades, las alternativas o falta de ellas, a ese sistema. En todo caso es evidente que el capitalismo admite una variedad amplia de modalidades de organización y desarrollo. Pero una de sus características fundamentales por encima de esas variaciones, es que avanza de crisis en crisis en un persistente movimiento cíclico; períodos de extraordinario auge anteceden a devastadores derrumbes; gran parte de los activos físicos y financieros creados en el ascenso del ciclo se pierden en la crisis. Esto es lo que explica, junto a otros factores, la pendularidad que se advierte, en el largo plazo, entre permisividad y activismo estatal. En realidad una y otra son manifestaciones de la permanencia de la misión esencial del Estado: garantizar las mejores condiciones para la sustentabilidad del sistema económico que le sirve de base.
Evitemos confusiones y prevengámonos de autoengaños. Los gobiernos del Norte están interviniendo en defensa de los grandes acreedores y haciéndose cargo de sus malos negocios y de la carga de sus especulaciones más allá de todo criterio, no de la muchedumbre de pequeños deudores. Por debajo de la aparente heterodoxia de los instrumentos, y más allá de la enormidad de las cifras involucradas, hay una persistente ortodoxia en los objetivos y en los sesgos de clase.
Después de toda gran crisis financiera el capitalismo siempre viró hacia un mayor énfasis en la economía real, y este viraje nunca fue posible sin una decidida intervención estatal. Cuando el reciente Premio Nobel Paul Krugman señala que Estados Unidos no ha redescubierto a Karl Marx sino a Franklin D. Roosevelt, dice una verdad, pero una verdad a medias. El rescate de Roosevelt consistió ciertamente en una importante inyección de fondos al circuito financiero, pero tuvo además un pilar estratégico en una agresiva política de inversión pública en infraestructura y en la creación de mecanismos de planificación de mediano y largo plazo. La reactivación financiera estuvo ligada a la expansión de la economía real. Esto falta en el redescubrimiento de Roosevelt, si es que algo así ha ocurrido. Sus enemigos acusaron al New Deal de ser un programa socialista y al propio Roosevelt de escuchar demasiado a los socialistas y liberales, y hablaban en serio. El rescate actual sólo da lugar a ironías.
El capitalismo va a sobrevivir a esta crisis, entre otros motivos porque no tiene más enemigos que sus propias tendencias inmanentes. Cuando lo haga, resurgirá con una fisonomía más ‘real’, al menos por un tiempo. Solamente la economía real genera valores y permite la expansión de las fuerzas productivas materiales del sistema, estimula el desarrollo científico y técnico, y alimenta la posibilidad de obtener excedentes financieros igualmente reales para alimentar la continuidad del proceso de acumulación. Así pasó antes y así va a ocurrir ahora. Pero no nos hagamos demasiadas ilusiones. El retorno a la gravitación de lo real sobre lo financiero será, miradas las cosas en el largo plazo, ‘por un ratito’. No es la economía real, la de la producción de bienes y la inversión en activos físicos y en empleo de fuerza de trabajo en gran escala la que expresa el espíritu expansivo del capitalismo, sino la financiera, la única que posee la movilidad requerida para aprovechar las buenas oportunidades, huir de los peligros, descargar riesgos, crear y destruir riqueza.
A pesar de los agoreros, es innegable que en América latina estamos mejor posicionados en esta crisis que en las anteriores. Las elevadas tasas de crecimiento de lo que va de la década, la acumulación de superávit comerciales y fiscales, un manejo más eficiente de los instrumentos de política macroeconómica, coloca a las principales economías de la región en mejores condiciones para reducir daños. Tan importante como esto es el cambio de paradigma que se observa en la mayoría de los gobiernos sudamericanos respecto del papel del Estado en la promoción y administración de un capitalismo que conjugue de manera más eficaz acumulación y distribución, intereses nacionales y objetivos regionales. A diferencia de los gobiernos que se hicieron cargo de la crisis de los ochentas –regímenes autoritarios o democracias débiles– o la del ‘efecto tequila’ –adhesión irrestricta a las recetas del Consenso de Washington– hoy predominan los gobiernos comprometidos –cada uno a su manera– con objetivos de desarrollo, inclusión social e integración regional.
Argentina se ubica con solidez en estos escenarios. Daños existirán sin duda: caída en el precio internacional de los principales productos de exportación y en el nivel general de actividad, con presión sobre los niveles de inversión, empleo, salarios y consumo. Pero el desempeño de la economía en el último quinquenio y el equilibrio de sus políticas económicas y sociales permiten albergar sensatas expectativas de una mejor capacidad de defensa de lo alcanzado, manejo de riesgos y defensa ante amenazas.
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[La imagen -entierro del cerdo capitalista- proviene de Kontrafuerzas]
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