pobres del congo lo pierden todo
19 de noviembre de 2008
Cuando los rebeldes ocuparon esta zona hace poco, le puso candado a su casa de murallas de adobe y, junto con otras miles de personas, huyó con las manos vacías hacia las ondulantes y verdes colinas. Sin embargo, el miércoles al volver encontró roto el candado y su casa saqueada, quizás por rebeldes cortos de dinero, o soldados del gobierno cortos de dinero, o incluso vecinos más desesperados que ella.
"Me llevó un buen tiempo comprar ese vestido", dice Mahano mientras revisa su casa en ruinas. "Era mi tenida especial. Me siento desolada".
Mientras miles de aterrados congoleños abandonaban sus aldeas en todo el este del Congo en los últimos meses, la escala de los saqueos que han seguido ha sido monumental, un delito que refleja la cultura depredadora que caracteriza al Congo desde que los colonizadores belgas la perfeccionaran hace algunas décadas.
Los millones de robos menores empalidecen en comparación con el saqueo más profesional de las enormes riquezas minerales del este del Congo, que está ayudando a financiar la guerra. Sin embargo, colectivamente los soldados saqueadores han hecho retroceder en años, si no en décadas, a una población económicamente marginal haciendo difícil revertir los efectos del conflicto que ahora amenaza con desestabilizar toda la región de África central.
El general renegado Laurent Nkunda, un líder rebelde tutsi con estrechos lazos con la vecina Ruanda, ha dicho que empezó a pelear para proteger a la minoría tutsi de la región de las milicias hutu que huyeron del este del Congo después del genocidio de Ruanda en 1994. Hace poco prometió "liberar" todo el Congo.
El este del Congo ha sido el epicentro de dos guerras civiles en la última década y los combates más recientes han terminado con la capital provincial, Goma, sitiada y con el desplazamiento de decenas de miles de congoleños.
A medida que avanzan los rebeldes, la naturaleza del saqueo aquí indica lo desesperados que están los congoleños. Humillados, soldados del gobierno en retirada, rebeldes hambrientos y otros oportunistas se han apoderado de los pollos y los celulares de los aldeanos que huyen, destrozado puertas y ventanas de casas abandonadas, llevándose los colchones, cabras, cacerolas, ropa, radios y televisores.
La carretera que lleva al norte desde Goma se ha convertido en un largo y patético tableau de soldados del gobierno apoyados contra puertas o frente a las casas que han ocupado.
Un poco más al norte, los rebeldes han instalado un puesto de control donde los camiones en dirección a Goma, apilados hasta arriba con repollos, carbón y otras mercaderías deben pagar la asombrosa suma de quinientos dólares o devolverse. Algunos choferes aparcan aquí durante días antes de lograr, de algún modo, conseguir ese dinero.
El impacto de la depredación es difícil de calcular. Persona por persona, sin embargo, ha sido una catástrofe desde el punto de vista económico, y moralmente, ya que los congoleños han debido observar cómo grupos de soldados ebrios y armados se marchaban con sus ahorros y posesiones obtenidas con tanto esfuerzo.
"Perdí el apetito", dijo Jean-Marie Kabale Kapitula, 42, describiendo su desesperación cuando descubrió que le habían robado dos de sus tres sierras, aparte de sus tres cabras y su único cerdo, posesiones que representan años de trabajo.
Fue uno de las decenas de personas que, el miércoles, volvieron a este pueblo de chozas de adobe y murallas de paja en una fría arboleda de plátanos y mangos. Como Kapitula, la mayoría de ellas han vivido aquí toda la vida, sobreviviendo el gobierno notoriamente cleptocrático del dictador Mobutu Sese Seko, cuando algunos podían vivir decentemente; la invasión rebelde que derrocó a Mobutu y la década de guerra civil que fue la consecuencia.
Luego alguna gente logró arreglar sus casas con puertas de madera y ventanas de cristal con los marcos pulcramente pintados. Algunos han plantado las flores rosadas y púrpuras que crecen espontáneamente en esta exuberante parte del mundo.
La gente aquí dice que nunca se habían visto obligados a huir durante conflictos anteriores. Pero cuando los rebeldes leales a Nkunda avanzaron por la zona hace dos semanas, los combates fueron tan pesados que todo el pueblo inició un éxodo masivo hacia Goma.
Kapitula salió a toda prisa, colocando el cerrojo a la puerta de madera de su casa y esperando lo mejor. Cuando volvió, el pueblo era una colección de puertas destrozadas y ventanas rotas.
Las dos sierras robados eran "un recuerdo de mi padre", dijo, tocando su corazón.
Su padre trabajó durante treinta años para una plantación de café de propiedad belga, ganando al final de su vida un dólar con cincuenta al día. Antes de su muerte en 2006, compró las dos sierras por noventa dólares, que eran los ahorros de su vida, y se las regaló a su hijo.
Kapitula tenía cuatro empleados para, con las sierras, talar los árboles y convertirlos en madera, que vendía en un mercado local. Eso le reportaba treinta dólares al mes, y después de un año pudo comprar una tercera sierra y agregar dos hombres más a su equipo.
Finalmente estaba ganando cincuenta dólares al mes, y la vida le sonreía. Compró un cerdo. Estaba cuidando de su madre de setenta años.
"Ahora con esa sierra podré hacer quizás unos quince dólares", dijo Kapitula. "Ahora los hombres que empleaba están sin trabajo. Van a venir a preguntarme cómo podemos volver a empezar".
Aquí la gente empezó a llegar el miércoles, y empezaron a hacerse la misma pregunta, y a contar las pérdidas.
En algunas casas los ladrones no se dedicaron tanto a saquearlas como a elegir los objetos que más les gustaban, dejando el resto.
Mahano, que ha vivido en Nyongera en los últimos seis años, al principio tenía miedo de entrar a su casa. Cuando lo hizo, descubrió que le habían robado sus mantas más nuevas y su vestido favorito.
"Me tomó tanto tiempo" acumular esas cosas, explicó. "Voy a sembrar y planto y espero la cosecha. Luego voy al mercado y vendo una pequeña cantidad para ganar algo de dinero y luego espero la próxima cosecha, y luego vuelvo a esperar. Yo diría que me tomó cinco años comprar ese vestido. Incluso más de cinco años".
Entonces entró su vecino Leonard Hangi por la puerta abierta.
Además de un traje y otras prendas, dijo, también le robaron la radio. Como el vestido de Mahano, era un pequeño lujo, una cosa apreciada que representaba algún grado de simple y humano placer en una vida donde en general el trabajo duro no es recompensado.
"Tenía un tocacasete, y usaba pilas", dijo Hangi, explicando los aspectos prácticos de la radio. "La usaba en mi tiempo libre. Me gustaba oír las noticias y música africana".
Ha trabajado durante veinticuatro años como guardia de seguridad en una plantación de café belga, donde gana un dólar y medio al día. Era uno de los pocos en el pueblo que tenía una radio, que le había costado quince dólares; calculó que para comprarla había tenido que ahorrar durante dos años.
Pero había otros, dijo, que estaban todavía peor.
Entre los expulsados de la zona había gente que ya venía escapando de otras aldeas más al norte y estaban viviendo en un enorme campamento de tiendas al otro lado de la carretera. Cuando aparecían los rebeldes, volvían a huir.
Francis Huzumutima era uno de ellos, y volvió el miércoles para sopesar su nueva posición en la vida. Aunque ahora llevaba una camisa vieja, pantalones rasgados y unas chancletas cubiertas de barro, las cosas no fueron siempre así, dice.
En el pasado vivía casi elegantemente en Kinshasa, la capital; estudió en una universidad en Bukavu, una ciudad al este del país; y se había conseguido un trabajo como maestro de primaria durante el apogeo de Mobutu, cuando los salarios eran buenos.
Entonces ganaba trescientos dólares al mes. Incluso después de que Mobutu saqueara el país, siguió ganando unos veinte dólares al mes.
Con casi treinta años de trabajo a sus espaldas, Huzumutima había levantado un pequeño imperio de cabras y pollos, platos y cacerolas, una radio, algunos trajes.
"Tenía incluso un colchón", dice.
Cuando un grupo de milicianos pasaron por su aldea, se llevaron todo.
Pero volvió a empezar.
Después de vivir algunas semanas en el campamento aquí, había logrado armar un cobertizo de hojas de banano y había comprado algunas cacerolas, en parte gracias a la generosidad de extranjeros.
Cuando pasaron los rebeldes de Nkunda, también se llevaron todo. Ahora Huzumutima está a punto de jubilar y no tiene nada.
"No tengo ninguna esperanza de recuperar mis cosas", dijo. "Yo llevaba una vida bonita, pero no creo que la vaya a recuperar alguna vez".
15 de noviembre de 2008
©washington post
cc traducción mQh
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