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la cuestión de la responsabilidad


El modo correcto de tratar el legado de la tortura.
La aparente confusión del gobierno de Obama sobre si perseguir judicialmente a los funcionarios del gobierno anterior por cometer torturas no es sorprendente. Dos principios fundamentales chocan sobre este asunto, y no es fácil llegar a una conclusión justa que reconcilie a ambos.
Por un lado, tenemos la sagrada tradición estadounidense de transferir pacíficamente el poder de un partido a otro cada cuatro u ocho años sin ciclos de venganzas e investigaciones criminales. Una cosa es investigar a Richard Nixon por autorizar interceptaciones y allanamientos secretos, fuera de los canales normales del gobierno, con el objetivo de obtener ventajas políticas personales. Pero otra cosa es llevar a justicia decisiones autorizadas a través de todos los canales correctos, con el apoyo del Congreso o al menos en conocimiento del Congreso, con lo que todo el mundo considera que era el noble propósito de proteger a los estadounidenses contra un atentado terrorista. Una vez que escoges ese camino, ¿dónde paras? ¿Deberían Bill Clinton, Sandy Berger y sus equipos ser procesados judicialmente o acusados en un proceso civil de abandono de deberes por la muerte de tres mil personas el 11 de septiembre de 2001, considerando que permitieron conscientemente que Osama bin Laden escapara de Sudán y se refugiara en Afganistán? ¿Qué pasaría si el próximo gobierno cree que Barack Obama comete un crimen de guerra cada vez que permite que la Fuerza Aérea lance misiles en Pakistán, matando a civiles inocentes en un país con el que no estamos en guerra?
Esas preocupaciones se exacerban cuando el país está en guerra, como de hecho lo estamos, aunque la vida de todos los días la mayoría de los estadounidenses no lo demuestra. Los terroristas de al Qaeda están todavía complotando para causarnos daño, quizás a una escala mucho mayor que en 2001, y el país necesita que sus guardianes en las fuerzas armadas, la CIA y en otras instituciones se concentre en defender al país contra esa amenaza, y no a sí mismos de acciones legales. El gobierno de Obama tiene que atraer al gobierno a los mejores, y luego esperar que estos cumplan resueltos en los momentos más difíciles. Nada de eso ocurrirá si nuestro servicio público se ve en la necesidad de contratar rutinariamente a abogados privados y de vaciar las cuentas bancarias.
Y, sin embargo, por el otro lado, tenemos esto: que funcionarios estadounidenses aprobaron y realizaron torturas. El submarino [asfixia por inmersión; hacer creer al detenido que va a ser ahogado], para tomar el caso más extremo, ha sido reconocido durante décadas, por leyes internacionales y estadounidenses, como más allá de lo intolerable, y fue utilizado cientos de veces durante el gobierno de Bush. Eric H. Holder Jr., fiscal general de Estados Unidos, ha declarado de plano que es ilegal. En un país fundado sobre el imperio de la ley, un presidente no puede hacer desaparecer la criminalidad en virtud de razones políticas, incluso las más nobles. Cuando Estados Unidos ve que se practica la tortura en otras partes del mundo, plantea exigencias bastante simples: Deje de hacerlo, y castiga -al menos identifica para llamarlos a rendir cuentas- a los responsables, de modo que la práctica no se vuelva a repetir. ¿Cómo puede un país que pretende ser un ejemplo moral exigir menos que eso de sí mismo?
La respuesta no reside en esos demócratas del Congreso ansiosos de llevar a juicio a todo el gobierno de Bush. Tampoco se encuentra, como ha descubierto esta semana el presidente Obama, en sus esperanzados llamados a mirar hacia el futuro antes que quedarnos en el pasado. Como han descubierto otros países, el pasado perseguirá al presente hasta que sea investigado y tratado. Y aunque tengamos recelo de que la justicia internacional invada la soberanía de gobiernos democráticos, también es verdad que si Estados Unidos no examina su propio pasado, otros países tendrán mejores motivos para hacerlo.
De cierto modo, ese examen ya ha empezado. El comité de inteligencia del Senado está haciendo una revisión. El Comité de las Fuerzas Armadas del Senado, que hizo la vista gorda cuando podía haber hecho una diferencia, ha emitido un útil informe. La Oficina de Responsabilidad Criminal del ministerio de Justicia está examinando la conducta de los abogados del gobierno de Bush. Parece que, después de una semana de permanente cobertura de prensa y memoranda legales publicados en los últimos días, no hay mucho más que saber.
Pero persisten lagunas en el conocimiento público sobre cómo la tortura se convirtió en una política oficial de Estados Unidos y cómo se implementó esa política. La eficacia de las ‘técnicas mejoradas de interrogatorio’ sigue estando en discusión. No sabemos si algunos de los interrogatorios fueron más allá incluso de lo que había aprobado el ministerio de Justicia. El alcance del conocimiento del Congreso y su aprobación sigue incierto. Y como observaría el ex ministro de Defensa, Donald H. Rumsfeld, no sabemos lo que no sabemos.
Así que persiste, y lo hemos argumentado durante largo tiempo, la necesidad de formar una comisión bipartidista compuesta por líderes respetados para realizar una investigación exhaustiva. Obama debería tomar la iniciativa de formar una comisión semejante. Debería realizar su trabajo deliberadamente y hacer públicas sus conclusiones.
Al final, una comisión semejante no podrá dar respuesta a todas las preguntas. Nunca sabremos qué pudieron haber contado los detenidos si los interrogadores hubiesen insistido con métodos más humanos. No podemos medir el daño causado a Estados Unidos y sus soldados en la secuela de Abu Ghraib y Guantánamo. Pero una comisión presidencial produciría la versión más completa y menos acalorada posible.
Una vez terminada la tarea [de la comisión], las persecuciones judiciales serán la única opción. Basados en lo que sabemos hoy, no creemos que sea la mejor opción. Por razones detalladas en los primeros párrafos de este editorial, somos extremadamente reticentes a perseguir a abogados y funcionarios que actuaron en la creencia de que lo hacían en interés del país en momentos de grave peligro. Si se violaron leyes, el Congreso o el presidente pueden optar por una amnistía. En las zonas turbias, el gobierno puede ejercer su discreción judicial. Pero el trabajo de la comisión no debería ser prejuzgado. Y la prudencia de no procesar, si se demuestra que es el curso más sabio, será mejor respetada, aquí y en el extranjero, si es seguida por un proceso de examen exhaustivo y serena deliberación.

25 de abril de 2009
14 de abril de 2009
©washington post 
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