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Acompañando en secreto a un inspector de Michelin. Primera parte.

[John Colapinto] Una tarde el mes pasado, una mujer entrando en la treintena, con el pelo rubio cayéndole hasta los hombros y grandes ojos castaños, llegó a Jean Georges, en la planta baja del Trump International Hotel, en el centro de Manhattan. El restaurante, que es propiedad del chef Jean-Georges Vongerichten, y es uno de los más renombrados del mundo, exhibe un decorado sencillo, con paredes blancas desnudas y ventanales suelo a techo. La mujer se sentó a una de las mesas en el centro del salón. Llevaba un vestido celeste de escote alto, apenas algo de maquillaje y nada de joyas. No había nada extraordinario en su apariencia, y su conducta era tranquila y recatada, como esperando desviar la atención -un rasgo indispensable para su profesión como inspectora de la guía de hoteles y restaurantes Michelin.
Concebida en Francia a principios del siglo pasado, la guía Michelin tiene hoy ediciones en veintinueve países y es una de las guías de restaurantes más vendidas del mundo. Opera sobre el principio de que sólo son fiables las reseñas de expertos profesionales y anónimos, en quienes se puede confiar por sus informes precisos sobre la gastronomía y el servicio del restaurante. Importantes diarios como el Times aspiran a preservar el anonimato de los críticos de restaurantes, pero rara vez lo logran. En su reciente libro de memorias, ‘Born Round’, Frank Bruni, que fue crítico de restaurantes del Times desde 2004 hasta principios de este año, describe sus intentos de camuflarse -usando apodos, llevando una peluca o un bigote falso-, que fueron en general inútiles después de que la fotografía de la sobrecubierta de uno de sus primeros libros fuera subida a internet. Fotografías del sucesor de Bruni, Sam Sifton, representado de varios modos para insinuar cómo se vería disfrazado, empezaron a circular en páginas web gastronómicas como Eater meses antes de que empezara a trabajar.
Michelin ha hecho lo imposible por preservar el anonimato de sus inspectores. Muchos de los altos funcionarios de la compañía no han visto nunca a un inspector, los inspectores mismos son aconsejados no revelar en qué trabajan, ni siquiera a sus padres (que podrían empezar a fanfarronearse); y, en todos los años en que se ha publicado la guía, Michelin se ha negado a permitir que sus inspectores hablen con periodistas. Los inspectores escriben informes que son destilados en encuentros anuales en las varias sucursales nacionales de la guía, sobre las listas de tres, dos y una estrellas. (Establecimientos que Michelin considera indignos de visitar no son incluidos en la guía). Obtener un puntaje de tres estrellas -como el que tenía Jean Georges- en Michelin es extremadamente raro. En Francia hay sólo veintiséis restaurantes tres estrellas, y sólo ochenta y uno en el mundo.
En 2005, Michelin lanzó su primera incursión en América del Norte, con la publicación de la guía de Nueva York 2006. (También ha publicado guías en Los Angeles, Las Vegas y San Francisco). Desde su llegada a Estados Unidos, Michelin se ha debido enterar de que su estilo de opacidad gala y un declarado elitismo gastronómico es más difícil de introducir aquí que en Europa o Asia. (La edición de Tokio de la guía, que empezó en 2007, vendió más de cien mil ejemplares en su primer día). Cinco años después de su llegada a Nueva York, Michelin no ha logrado derribar al Times de su percha como el árbitro de restaurantes por excelencia de la ciudad, ni superar a la guía Zagat, que descansa en encuestas a consumidores para sus listados de restaurantes.
Este otoño, en un intento de promover lo que el director general de las guías, un francés de cuarenta y ocho años llamado Jean-Luc Naret, llama una "mejor comprensión" de los métodos y medios de las guías, Michelin abrió una página en la red, Famously Anonymous, para explicar a los estadounidenses el concepto de inspector de Michelin; también ha abierto recientemente cuentas Twitter para sus críticos. Pero de lejos el signo más sobresaliente de la nueva apertura de Michelin fue su decisión este otoño de permitir que me reuniera -y comiera- con una de sus inspectoras en Nueva York.
Naret se unió a mí y a la inspectora para el almuerzo. Tiene una atractiva cara bronceada oscura, y prefiere la ropa de diseñador como las blusas con vuelos y sin corbata. Aunque la inspectora nunca se identificó ante el personal, Naret, que come a menudo en el Jean Georges y es conocido por el personal del restaurante, consideraba que su anonimato había sido comprometido; nunca volvería a visitar ese restaurante. Como precondición de nuestra entrevista, me dijeron que algunos detalles de la vida personal de la inspectora debían ser obscurecidos, o no me serían divulgados en absoluto. Cuando le pregunté su nombre, la inspectora sonrió nerviosamente. "No", dijo. "No lo podemos ni decir. Invente algo".
Le sugerí lo primero que se me vino a la cabeza. "Maxime?"
Naret sonrió, y entonces, acentuando el secreto, empezó a referirse a sí misma como M.

19 de diciembre de 2009
23 de noviembre de 2009
©new yorker
©traducción mQh
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