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vendedoras de té de khartoum


Venden recuerdos de tiempos mejores. El dinero no alcanza para las vendedoras de té, que conocen las historias de Khartoum, pero llegan y se sientan en una silla rota o encima de una caja, para que el té se pueda enfriar en tus manos. ¿Cuál es la prisa?
[Jeffrey Fleishman] Khartoum, Sudán. Las vendedoras de té llegan antes que el sol, encienden fogatas, agitan jarros, cucharean azúcar. Tararean y cantan, mujeres perdidas, marcadas con símbolos tribales, lejos de casa. Se sientan a esperar, con las teteras siseando entre el rescoldo y las cenizas, empezando el gran día, cayendo sobre el Nilo como un trapo mojado.
Khadiga Salim respira hondo. Ha tomado dos buses y gastado dos horas viajando desde las barriadas hasta el centro de Khartoum. Hace dieciséis años que vive aquí, desde que los tiroteos y los ladrones de ganado ahuyentaran a su familia de su granja en Darfur. Su hermana la introdujo en el oficio, le dijo, en estas calles, querida, una vendedora de té es lo mejor que puedes ser.
Húmedas, suaves y rápidas, sus manos revolotean entre el jarro y el colador, aviva el fuego, la tetera de plata ennegrecida. La vida la pasa vendiendo té a amigos y desconocidos en un pedazo de la acera apenas algo más ancho que su falda. Esta ciudad se volvió dura y el hombre con quien se casó terminó siendo malo, pero su voz es bonita, y sosiega a los hombres de turbante blanco que sorben té en delgados vasos.
"Soy divorciada. Tengo cuatro hijos. El dinero no es suficiente", dice Salim, que tiene las mejillas tatuadas con las finas líneas de la tribu misseriya. "Quería trabajar en limpieza de casas, pero no había trabajo. Tengo que trabajar en la calle. No puedo pagar una tienda. La policía nos persigue. Se roban nuestras teteras y se llevan nuestras jarros".
Las vendedoras de té de la capital sudanesa son viudas, están en la ruina, luchando, solas. Miles de ellas han escapado de la pobreza, huido de guerras, enterrado familias; la edad se les echó encima. Dispersas por toda la ciudad, vestidas con colores que parecen robados de arco iris y pavos reales, esperan a la sombra de los árboles y edificios, junto a niños limpiabotas y hombres que venden tarjetas de teléfono, sirviendo hasta el anochecer, ocultando sus cocinas, despareciendo en la noche.
La policía escaldó a algunas de ellas con su propio agua. El ministerio de Salud dice que sus utensilios son sucios. Existen en un mundo de las tinieblas que rebota entre el delito menor y la necesidad. Esta ciudad vive con té. Alivia las horas, recompone el alma en el bochorno de la tarde, anima la charla de labradores, banqueros y jeques.
Las vendedoras de té conocen las historias de Khartoum; susurros y cucharas tintineantes. Ven, siéntese en una silla rota o en una caja, deje que el vaso se enfríe en sus manos. ¿Cuál es la prisa? Si presta atención, puede oír los golpes de las redes de los pescadores en los cenagales.
Salim se echa el chal de manchas de leopardo, ligero como gasa, sobre los hombros y la cabeza. Se levanta brevemente una brisa. El fuego calienta el aire a su alrededor, pero ella no suda; sonríe, radiante, como la brisa, pero no por mucho tiempo. Las palmas de sus mano resplandecen blancas, la punta de los dedos manchados con el sepia de las fotografías antiguas; pero sus sandalias se ven como nuevas, tiras de cobre y flores color ámbar. Menciona el nombre de su pueblo en Darfur. Y habla de la ciudad más cercana, que suena como canción: Babanusa.
"Teníamos cabras y ganado, pero ahora ya no tenemos nada", cuenta. "La guerra se los llevó. Nos los robaron o murieron de hambre y sed. Mi padre murió en Darfur. Mi madre murió en Karthoum. Me escapé de mi marido. Me golpeaba y hacía problemas. Ya no quiero tener problemas. Nunca volveré a Darfur. Eso lo sé".
Lava un vaso y lo coloca sobre una bandeja plateada. Arroja carbón a las brasas. Un cliente dice algo sobre su pueblo natal; Salim desvía la vista, mirando abajo en la calle, mirando las sombras que rodean al sol. Al menos trescientas mil personas han muerto asesinadas en Darfur, más que los vasos de té que ha servido.
A la vuelta de la esquina, Zahra Ragil amamanta a su hijo. Su tetera hierve. Ella y su marido dejaron las montañas de Nuba para marcharse a la ciudad hace veinte años. Él encontró trabajo en una fábrica, pero hoy en día trabaja como conserje en un hospital; Ragil ha montado una caja y una estufa en una acera de labradores, tenderos y máquinas de aire acondicionado. Gana entre seis y catorce dólares al día, pero el carbón, el té y el azúcar son caros y a menudo lo que empieza como un buen día, terminal mal.
"Era mejor en las montañas", dice, apoyándose contra una muralla de ladrillos de color verde. "Aquí todo nuestro dinero lo gastamos en el alquiler y en la educación de los niños. Quiero volver a las montañas, pero allá las escuelas no son buenas. Estuve limpiando una comisaría de policía. Me pagaban cuarenta dólares al mes. No es suficiente".
La policía le ha requisado sus jarros y teteras veinte veces en los últimos ocho años. Dice que las venden en los mercados de pobres. Eso quiere decir casi todos los mercados de aquí. El dinero del petróleo ha hecho surgir nuevos brotes de vidrios teñidos en la línea del horizonte, pero la mayoría de la gente todavía está esperando que mejoren sus condiciones de vida. La sombra pasa; brillan las teteras de Ragil -una de plata, otra de bronce. Mohammed, su hijo, tropieza, y su hermana mayor -de ocho años- se lo lleva montado en su cadera.
"La mayoría de las señoras del té se conocen unas a otras. No tenemos tiempo para hablar. Nos saludamos y seguimos corriendo para vender el té", dice Ragil. "Cuando viene la policía, nos llamamos para avisarnos y nuestros clientes nos ayudan a esconder nuestras pertenencias".
Tiene cuarenta años y todavía juega al escondite. Se ríe con la idea, pero no se siente realmente bien, sentada con su vestido rojo, asándose al sol, las teteras hirviendo y ningún cliente, sólo cucharas asomándose entre latas y vasos que deben ser lavados en el cubo de agua. Sabe que la temporada de lluvias está convirtiendo su casa en la montaña en resbaladiza y verde.
"Me siento aquí y pienso en el futuro de mis hijos", dice. "¿Qué pasará con ellos? ¿Se pueden cuidar a sí mismos? Con la edad, es más difícil trabajar. No sé si viviré mucho tiempo".
Cierra sus ojos, atenta a su hijo, que está tranquilo en los brazos de su hermana.
La brisa se pone tacaña en la calle de Salim. Dos hombres de la librería vienen a tomar un té. Salim sirve. Ya no le queda ninguno de los caballos de la familia y los niños están pasando hambre. Se pregunta cómo puede ocurrir algo así en un mundo que lo tiene todo. Quizás sólo algunos lo tienen todo. Es generosa con su azúcar, y los hombres se sientan un rato, escuchando los ruidos de la calle más allá de un edificio semi derruido.
"Parece que no duermo nunca", dice Salim.
No falta mucho para el autobús de las cinco. Tendrá que empacar pronto, apagar el fuego, extinguir las brasas, apretar las tapas de los jarros, vaciar la tetera. Suspira y acomoda su chal; quizás vengan algunos clientes más, hombres que necesiten algo dulce en camino a casa.
Pule una cuchara y canta una canción de su país perdido, su voz alta y suave como el agua.
"Es antigua", dice. "Trata de una época antes de que las aldeas fueran atacadas por el ejército. Canto porque la vida ya no es tan buena y eso me hace pensar sobre el pasado, que era bello".

14 de mayo de 2010
24 de abril de 2010
©los angeles times
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