dentro del cartel 2
Canalizar el río de cocaína del cartel mexicano dirigido en camiones hacia ciudades estadounidenses requiere un vasto laberinto de contrabandistas en Los Angeles. Y mujeres como Lupita, una médium de malas pulgas. Segunda de cuatro entregas.
[Richard Marosi] Gabriel Dieblas Román recibía órdenes de jefes del cartel en México, hombres endurecidos que gobernaban sembrando el miedo, pero él no aprobaría un envío sin hablar con una valiente mujer de edad mediana de Compton.
Guadalupe ‘Lupita’ Villalobos administraba una botánica donde las estatuillas de la Virgen de Guadalupe estaban junto a los sonrientes esqueletos de la Santa Muerte. Amenazaba con convertir a sus vecinos en sapos, y sus clientes creían que podía leer el futuro en conchas de caracol arrojadas en la superficie de una mesa.
Román, un cliente, la llamó un día para pedirle su opinión sobre un importante asunto.
Ansioso sobre un envío de cocaína pendiente hacia la Costa Este, le pidió a Villalobos "echarle un vistazo."
"Cuándo sale?", preguntó Villalobos.
"Mañana", dijo Roman.
Se oyeron ruidos en la línea, luego el sonido de objetos golpeando en una superficie dura.
"Bueno, entonces todo está normal", le dijo Villalobos a Román.
Pero no había terminado.
"Ten cuidado, hay vigilancia", dijo.
Ten cuidado de un joven gordito, un tipo mofletudo. "Parece que tiene problemas con la policía."
Roman sabía lo que quería decir.
"Ese hijo de puta es peor que un loro", dijo.
El Centro en Los Angeles
El cartel de Sinaloa, la organización del crimen organizado más poderosa de México, tiene su versión como sede de multinacional en chillonas mansiones y montañosas haciendas que salpican el estado de Sinaloa. Pero su centro de distribución en Estados Unidos se encuentra a mil seiscientos kilómetros al noroeste, en los vecindarios de inmigrantes que se ubican a lo largo de las autopistas de California del Sur.
Las drogas van de Colombia a México, luego cruzan el Valle Imperial hacia escondites y áreas de montaje en los alrededores de Los Angeles. Allá, decenas de células de distribución se encargan del proceso, empaquetando la cocaína y escondiéndola en tráilers con destino a Estados Unidos.
Como uno de docenas de coordinadores de transporte, Román compró tráilers, contrató a choferes y compró toneladas de pollo congelado como fachada. Recibió las drogas de Eligio ‘Pescado’ Ríos, que operaba varios escondites.
Juntos formaban parte de una línea de distribución que se arrastraba por todo el país hasta un distribuidor que vivía cerca del Estadio Yanqui en Nueva York.
Los envíos eran relativamente pequeños, de 135 a 270 kilos, para reducir las pérdidas si eran capturados. Sin embargo, se creía que el goteo de la línea de Ríos-Román entregaba una tonelada de cocaína al mes para el nordeste de Estados Unidos.
Ninguno de los dos se estaba haciendo rico. Román conducía un viejo Ford Mustang. Ríos era dueño de una abollada camioneta blanca, que llamaba ‘la Paloma.’
La familia de Román vivía en una pequeña casa en la ciudad de Hesperia, en el desierto. Ríos alquilaba un cuarto encima de un garaje en Paramount. Ninguno usaba armas ni tenían antecedentes penales.
Eran como otros cientos de trabajadores pagados modestamente -camioneros, correos, coordinadores de la carga- que mantienen funcionando la cadena de oferta de las drogas. Ríos y Román tenían algo más en común: los dos eran supersticiosos.
Dependían de videntes para guiar sus operaciones, y les daban una parte de las ganancias. Los psíquicos le daban consejos sobre el horario. Los psíquicos de los carteles a menudo maldicen a los agentes de policía, ‘limpian’ escondites, realizan elaboradas ceremonias a la luz de candelas o manchan el suelo con sangre de cabra.
Los extraños rituales e impresionantes adivinaciones fueron oídas por agentes del Servicio de Control de Drogas (DEA) que investigaban una importante red de distribución del cartel de Sinaloa. La pesquisa había sido bautizada Emperador Imperial debido a un sospechoso llamado Kaiser (‘emperador’ en alemán).
Los agentes de la DEA también se inspiraron en sus sujetos. Inspirándose en el alias de Ríos, el Pescado, bautizaron el caso como el del Bagre Psíquico.
Redada en Paramount
El 1 de marzo de 2006, Ríos recibió una llamada de Carlos ‘Charlie’ Cuevas, uno de los principales transportistas del cartel en la frontera entre México y California. Esa noche, Cuevas estaba preparando un gran envío de cocaína desde México. El envío llegaría en tres Chevrolet Avalanches al restaurante Rosewood en Paramount, al sudeste de Los Angeles.
Ríos condujo hacia el restaurante y se sentó a esperar. Los agentes de la DEA esperaban cerca, observando desde sus coches. Lo habían estado siguiendo durante semanas. Le habían pinchado su teléfono.
Uno de sus escondites estaba apenas a unas cuadras de distancia, en la 1st Street en Paramount. Dos de sus hermanos vivían aquí. Los fines de semana preparaban parrillas en el pedazo de antejardín y subían un poco el volumen de la música chatarra de Sinaloa como cualquier otra familia en el vecindario de inmigrantes. Dentro, lo único que había eran unos colchones y una televisión.
Ríos usaba una caja de herramientas construida en la cama de su camión para llevar drogas desde sus escondites hasta las zonas de montaje: bodegas o casas con doble solar para poder estacionar tráilers. Los mecánicos y empacadores trasladaban la cocaína hacia los tráilers, gastando horas en las tripas de las unidades de refrigeración. Los camiones salían entonces hacia la Costa Este, con dos choferes para que se movieran día y noche.
Las diferentes partes del sistema de distribución eran estrictamente compartimentadas. Ríos entregaba las drogas al área de montaje, pero se marchaba mucho antes de que llegaran Román con los choferes. Los dos hombres probablemente no se conocían. Todo lo que sabían era que tenían que obedecer las órdenes de un hombre llamado Gato en Guadalajara, más allá del alcance de la DEA.
A los ocho y treinta, el primer Avalanche se dejó ver en Rosewood. Ríos cogió la llave y condujo hasta el escondite en la 1st Street. La pared entre el garaje y un dormitorio, tenía un enorme hueco para descargas rápidas. Los empaquetadores en el dormitorio hacían los paquetes y apilaban la cocaína para su envío a la zona de montaje.
En las siguientes horas, otros dos Avalanche pararon en el estacionamiento. Cada vez, Ríos condujo el todoterrenos a la casa escondite para su descarga y volvió al restaurante. Luego se fue a casa.
A las cuatro de la madrugada, la policía allanó la casa y encontró casi doscientos kilos de cocaína en paquetes cuidadosamente apilados. Los hermanos Ríos fueron arrestados, pero no él -una decisión calculada de la DEA.
Para acusar a Ríos, la DEA tendría que presentar una declaración jurada sobre la causa probable, lo que revelaría la operación de interceptaciones. Eso habría puesto sobre aviso a los sospechosos en todo Estados Unidos y México de que los agentes federales estaban escuchando sus conversaciones.
La DEA había hecho todo lo posible por mantener secreta la investigación, utilizando a las agencias de policía locales para hacer las detenciones y requisas, lo mismo que la redada en Paramount.
Los agentes vigilaron al nervioso Ríos, con la esperanza de captar alguna cháchara por teléfono y movimientos que les dirían algo sobre las operaciones del cartel. No anticiparon su siguiente paso: Ríos huyó hacia su casa en Culiacán, Sinaloa, donde fue prontamente secuestrado por los soldados del cartel.
La redada le costó al cartel 3.3 millones de dólares, y gente poderosa se había molestado. En Sinaloa, Ríos fue amarrado y golpeado durante varios días. Dejaron un colchón manchado con su sangre.
Desesperación
Román, un camionero fracasado que no pasó de primarias, se lamía el labio superior cuando se ponía nervioso. Hacia mediados de 2006, tenía muchas razones para estarlo.
En los últimos meses, camioneros asociados a él habían sido arrestados en Missouri, Nueva Jersey, Atlanta y Oklahoma, cada uno con más de cien kilos de cocaína. Otro camionero fue capturado con 3.5 millones de dólares en efectivo. Cada una de las requisas fue realizada por una agencia de policía diferente.
Ahora Román había perdido a su principal proveedor -Ríos- junto con la confianza en sus jefes.
Pasó horas hablando por teléfono, tratando de preparar en envío. Necesitaba efectivo para mantener a sus dos esposas -una en California, otra en México- con once hijos e hijastros y su amante embarazada.
En tiempos como estos, viajaba a Compton para visitar a Villalobos en su casa. Quizá ella podía romper esa serie de mala suerte.
En una visita, Román pasó junto a los expositores con los bustos indios de madera cerca del garaje mientras a agentes de la DEA vigilaban desde la distancia. Una estatua de la Virgen de Guadalupe se asomaba por encima de la valla de seguridad, adornada con centavos y peniques. Había pit bulls en el patio trasero, y un palomar en el frontis.
Los psíquicos mexicanos recorren con una paloma blanca de arriba a abajo a una persona para absorber las fuerzas negativas antes de liberar a las aves, y todo mal, en el cielo. Sugieren baños herbales y a veces agregan semillas de campanillas alucinógenas en el té que sirven a sus clientes.
Lo que quiera que sea que dio Villalobos a Román, era potente. Salió prácticamente tambaleando por la puerta principal y su novia tuvo que ayudarlo a llegar al coche.
Para el otoño, Román había finalmente arreglado un transporte. Llamó a Villalobos, que lanzó las pequeñas conchas.
Le dio su bendición para el encargo, pero con una advertencia: "Dile al regordete que sea más cuidadoso."
Interceptado
Tres días después, Hildegardo Rivera, un chofer de Román que vivía en el pueblo agrícola de McFarland, en el Valle Central, se dirigía en un tráiler hacia el este, presumiblemente con cocaína.
Rivera era corpulento. No se sabe si era el hombre mencionado por el psíquico, pero en realidad tenía problemas: la DEA seguía todos sus movimientos mediante un GPS en su celular.
Seis días después de que dejara California del Sur, el celular de Rivera le dijo que estaba en Keasbey, N.J., donde los choferes de Román entregaban la cocaína y eran pagados. Rivera cambiaba los números de teléfono y la DEA no podía seguir trazándolos. Los agentes consiguieron una orden judicial para trazar su nuevo número, y para cuando reanudaron la vigilancia días después, conducía en dirección a California.
Los agentes trazaron su ruta a través de Pensilvania, Maryland, West Virginia, Virginia y Tennessee. En Arkansas, Rivera paró para recoger una carga de pollos congelados.
Cuando Rivera llegó a Arizona, agentes en Los Angeles se prepararon para interceptarlo. Uno de ellos aparcó su coche sin matrícula en la berma de la Interestatal 40 cerca de Flagstaff.
El agente no había visto nunca a Rivera ni su camión. Todo lo que tenían eran unas fotos DMV de varios de los camioneros sospechosos de Román.
Un camión púrpura pasó a toda velocidad, con un esqueleto humano pegado a su portaequipaje. Una broma de Halloween, pensó el agente. Pasaron más camiones.
Cuando el agente llamó para chequear la última ubicación de Rivera, se sorprendió enterarse de que el camión estaba ahora al oeste de él. El agente dobló en U y volvió a California a toda máquina.
Siguió a dos camiones hasta un restaurante en la carretera. Otro chequeo en la señal GPS del celular puso a Rivera cerca de él.
El agente vio el camión púrpura con el esqueleto en la parrilla. Un hombre que se parecía al bosquejo de Rivera se bajó de la cabina. El agente notificó a la Patrulla de Carreteras de California (PCC) y se marchó.
El plan era que la PCC interceptara a Rivera en un puesto de control agrícola justo entrando a California. De ese modo, no se delataba la fachada de la DEA.
Después de hacer parar a Rivera, el agente de la PCC abrió la puerta del tráiler. Parecía vacío. Un perro esnifador saltó dentro.
Los agentes de la DEA en sus coches a un kilómetro de distancia, esperaban ansiosamente. Después de treinta minutos, un agente de la PCC llamó. Nada de drogas, dijo, pero los perros encontraron 155 fardos de plástico ocultos en los compartimentos del techo del camión.
Cada fardo contenía veinte mil dólares. En total, 3.1 millones de dólares.
No Más Ayuda
La redada terminó con la poca credibilidad de Román ante sus jefes. Pronto estuvo tan arruinado que no podía pagar las cuentas de la casa. Su esposa californiana arrastraba cubos en su polvoriento vecindario de Hesperia, pidiendo agua.
El 5 de diciembre de 2006, Román visitó a Villalobos. Antes le dejaba hasta dos mil dólares por una sesión de veinte dólares, pero ahora dijo que no tenía un centavo.
Ella no se solidarizó.
"A veces uno cava su propia tumba", dijo la psíquica. "No voy a continuar atendiendo a una persona ingrata."
"No seas así", respondió Román.
Se ofreció a mostrarle el informe de policía sobre la confiscación de dinero, prueba de que él no le estaba ocultando nada.
Lo desechó. No le importaba que ahora estuviera en la ruina. Se sentía engañada de las veces en que las cosas marchaban bien.
"Escucha atentamente lo que te voy a decir: ¿cuántos años trabajamos juntos? ¿Cuántos viajes hicimos juntos? ¿Diecisiete?"
Siguió: "Con mi ayuda, todo te resultó bien."
"Así es", dijo Román.
"¿Dónde está el dinero?", dijo. "Me jodiste cuando ya no me necesitabas."
"Yo te estaba ayudando a ser el jefe de los jefes. ¿Dónde está el dinero?", le dijo. "Me dejaste a un lado cuando ya no me necesitabas."
En mayo de 2007, un gran jurado federal en Nueya York acusó a Román por distribución de cocaína y cargos de lavado de dinero. Entre los testigos potenciales se encuentra Lupita Villalobos.
Los fiscales la llevaron a Nueva York, pero ella no se atrevió a salir del hotel. Dependían de su declaración. Ella se negó.
Al final, su cooperación no fue necesaria. Román se declaró culpable y fue sentenciado a catorce años.
Ríos, el encargado del escondite que huyó a Culiacán, volvió a entrar a Estados Unidos, fue arrestado y se declaró culpable de conspiración.
Rivera, el camionero, fue acusado de conspiración, pero el cargo fue retirado.
Villalobos no fue acusada nunca. La psíquica se aferró a su historia: ella era una simple mujer de negocios tratando de sobrevivir.
"Esta gente me da dinero y yo les digo lo que quieren oír", dijo. "Yo no conozco el futuro."
28 de agosto de 2011
26 de julio de 2011
©los angeles times
cc traducción c. lísperguer
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