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tropas renegadas saquean el congo


No se puede entender los problemas y conflictos en el Congo sin considerar la maldición de sus riquezas naturales. Primera entrega.
[Lydia Polgreen] Bisie, Congo. En lo más profundo de la selva, en lo alto de una cumbre desprovista de árboles y enredaderas, el coronel estaba sentado encima de su montaña de minerales. Con pantalón de chándal y camiseta, no necesitaba uniforme para demostrar que era un soldado, sin charreteras que revelaran su rango. Aquí todo el mundo sabe que el coronel Samy Matumo, comandante de una brigada renegada de tropas del ejército que controla este territorio rico en minerales, es el amo y señor de todos los cerros que pueden abarcarse con la vista.
Columnas de hombres, doblados debajo de sacos de cincuenta kilos de estaño emergieron del pozo de la mina del coronel. Ha sido cincelada cientos de metros en la montaña con herramientas de la Edad de Hierro manipuladas con sudor, músculo y huesos humanos. Los cargadores portan el mineral sobre sus espaldas durante casi cincuenta kilómetros , un trayecto de dos días por un laberinto lleno de lodo hacia el camino más cercano y un mundo hambriento de portátiles y otros electrónicos que el estaño ayuda a crear, cada uno un eslabón en una larga cadena global.
En el papel, los derechos de explotación de esta mina pertenecen a un consorcio de inversores británicos y sudafricanos que dicen que ellos transformarán esta explotadora y peligrosa operación en un moderno faro de prosperidad para el Congo. Pero en la práctica, los trabajadores del consorcio ni siquiera pueden poner un pie en la montaña. Como una mafia, el coronel Matumo y sus hombres extorsionan, cobran impuestos y expropian a voluntad, privando a esta enorme operación de unos ochenta millones de dólares al año.
La explotación de esta montaña es emblemática del fracaso para enderezar este extenso país africano después de muchos años de tiranía y guerras, y del mortal papel que han jugado en su miseria las inmensas riquezas naturales del país.
Pese a un costoso intento de incorporar las muchas milicias del país en un solo ejército nacional, más miles de millones de dólares gastados en cuerpos de paz internacionales y una elección en 2006 que llevó democracia al Congo por primera vez en cuatro décadas, el gobierno es incapaz o no quiere obligar a estos combatientes -que llevan uniformes del ejército del gobierno y cobran salarios del gobierno- a dejar las montañas.
El mineral que controlan estos combatientes es clave para entender el caos que asola al Congo, contribuyendo a perpetuar un conflicto en el que desde mediados de los años noventa han muerto casi cinco millones de personas, por lo general por hambre y enfermedades. En el último capítulo, los enfrentamientos entre tropas del gobierno y el general renegado Laurent Nkunda han obligado a huir a cientos de miles de civiles aquí en el este del Congo y ha empujado al país al borde de una nueva guerra regional.
Los beneficios de minas como esta, más los tributos ilegales cobrados en los caminos y en los puestos fronterizos controlados por organizaciones rebeldes, milicias y soldados del gobierno, ayudan a financiar prácticamente todos los grupos armados de la región.
No hay caminos hacia Bisie. Este escondido pueblo de diez mil habitantes yace al final de unos cincuenta kilómetros de una serpenteante y lodosa vereda a través de la densa selva ecuatorial. Construido enteramente para la mina, es un mundo enclaustrado de expropiación y violencia que refleja la crisis general en el Congo.
Esta es la maldición de los recursos de África: La riqueza es extraída por los pobres, controlada por los fuertes, y luego vendida a un mundo en gran parte indiferente sobre su origen.
Bajo el coronel Matumo, Bisie es un lugar darwiniano donde los que poseen armas y dinero se apartan de las hordas desesperadas.
El embudo empieza lejos de la mina. Al inicio de un sendero, un fornido soldado pide cincuenta centavos a todos los que entran al angosto sendero que lleva a la mina. Una vociferante multitud de manos acercan billetes al soldado, que entreabre el portón de madera para dejar entrar a los que tienen dinero.
Al otro extremo del sendero, a los pies de la montaña, se forma otra multitud en el portal de Bisie. Los cargadores fatigados del trayecto de dos días se tumban sobre los árboles talados, a la espera de que los soldados revisen su equipaje y cobren otro tributo. Usualmente el precio es el diez por ciento de la mercadería y el dinero entrantes.
Los hombres en los puestos de control describen estos pagos como impuestos. Pero la gente de Bisie no obtiene mucho a cambio. El pueblo es una sucia madriguera de chozas de barro. Cientos de desordenadas letrinas inundan los estrechos pasajes llenos de basura. Las enfermedades recorren el pueblo transportadas por el agua de un río que es usado para todo, desde lavar ropa hasta limpiar minerales. Quijadas de vacas y cabras sacrificadas tachonan el lecho del río. Cuando llueve, el río se desborda, propagando el cólera y la disentería.
De cierto modo, Bisie es un próspero pueblo comercial. Cuenta con teatros improvisados que proyectan películas de kung fu piratas en televisores que se alimentan de ruidosos generadores. Sus bares están bien aprovisionados de whiskey Johnny Walker y cerveza Primus, en botellas que fueron transportadas por la selva. No hay teléfono, pero un radioaficionado pasa los recados entre la mina y el mundo exterior. Tiene hoteles que funcionan como burdeles. Incluso hay una iglesia de madera.
Pero estas magras comodidades no son baratas. Un cuenco de arroz y frijoles cuesta aquí tres dólares, seis veces el precio que se paga junto al camino principal. El alquiler de una choza cuesta cincuenta dólares o más al mes, en parte debido a que el oportunismo es el espíritu del pueblo.

26 de noviembre de 2008
16 de noviembre de 2008
©new york times 
cc traducción mQh
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