en una cárcel de zimbabue 2
6 de junio de 2008
Los carceleros contaron los billetes pacientemente antes de meterlos en una caja fuerte. Nunca intentaron quedárselos. El soborno estaba más bien en nuestra imaginación que en las suyas. Stephen pagó cuarenta dólares por el sutil privilegio de pasar nuestras primeras horas en una banca de madera en el área de ingreso en lugar de los espantosos calabozos.
Dormir era imposible. La banca era dura, el cuarto frío y ruidoso. Cerca del alba, uno de los gendarmes sobornados del turno nocturno, temiendo que sus jefes lo reprendieran, nos despertó y llevó arriba a una celda vacía sin iluminación.
"No te pueden ver con calcetines", nos dijo, con urgencia. "No está permitido. Tampoco puedes llevar más de una camisa. Escóndalas".
Luego los pesados barrotes se cerraron ruidosamente; sonó un candado. No pudimos ver nada sino cuando llegó la mañana, cuando penetró la primera loncha de luz solar por una de las pequeñas trampillas en el cielo.
La celda era de unos dos metros de ancho por 4,5 metros de largo. Tres literas de duro cemento del largo de un cuerpo se extendían desde las dos paredes más largas. Sólo el bloque de arriba tenía suficiente espacio como para que una persona pudiera sentarse, aunque encorvándose. Había un círculo de concreto en un rincón, que era el inodoro. Detrás de este había un grifo. Stephen trató de abrirlo. No funcionaba.
El suelo estaba sucio. El hedor a excremento humano infectaba el aire. Más pesados eran los bichos. "Las cucarachas son del tamaño de monopatines", bromeé. Esto era una hipérbole. Algunos de los insectos eran diminutos y negros; otros eran chicos, blancos y con aspecto de lombrices. Estábamos compartiendo nuestra ropa con ellos.
A eso de las siete de la mañana, nos sacaron de las celdas para contarnos, una rutina que ocurre en un cuarto más grande arriba. Torpemente escondí mis calcetines en mis pantalones y me abotoné la camisa para ocultar la otra que llevaba puesta.
Había unos ciento cincuenta presos, muchos de ellos mirándonos. Éramos más viejos; éramos los únicos blancos. Nos unimos a ellos en un extremo del cuarto abierto. Cuando llamaban nuestros nombres, los presos debíamos reconocer nuestra presencia y trasladarnos hacia la pared opuesta. Imité a los otros, usando la palabra shona ndiripo cuando me tocó mi turno. El gesto sacó algunos vítores y aplausos. Parecía que estábamos rompiendo el hielo, y antes de que terminara el trámite, nos estaban enseñando cómo decir buenos días, mangwanani.
Las películas sobre cárceles me habían hecho temer lo peor. Pero en lugar de eso, los presos eran un grupo de pobres almas, una selección de los desamparados de Harare, personas que alguna vez tuvieron trabajos decentes y ahora se veían reducidos a gorronear o peor. Dos de los más agradables eran ladrones de coches. Pero sólo porque sus familias se estaban muriendo de hambre, dijeron. Otros dos, Donald y Lancelot, estaban acusados de cazar ilegalmente después de cortar una pierna a un venado que había sido arrollado por un bus.
Socializamos fácilmente, contándonos nuestras historias y comparando mordidas de mosquitos. La mayoría de ellos estaban en peores predicamentos que nosotros. Pero sólo algunos tenían abogados -y de muchos no sabían sus familias que estaban en la cárcel. Esto tenía terribles consecuencias. La cárcel no alimenta a los presos. Si nadie sabe que estás aquí, nadie te traerá nada para comer.
Al desayuno, nos permitieron -a Stephen y a mí- bajar y nos mostraron un bolso de mimbre. La comprensiva esposa del embajador británico había supervisado personalmente la preparación de nuestra primera comida. Había bocadillos de panceta y huevos, todavía calientes. En unas bolsitas habían colocado bolsitas de té, café, cacao y azúcar; también había un termo de agua caliente. Había cajas de jugo, latas de refrescos, barras de chocolate, caramelos y pastillas de menta.
Ninguno de los dos tenía demasiado apetito, pero estábamos inmensamente agradecidos. Frustrados como periodistas, ahora teníamos una nueva misión.
Podíamos alimentar a los hambrientos.
27 de abril de 2008
©new york times
cc traducción mQh
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