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las dos monedas de cuba


Sistema contribuye a división social. Los que son pagados en pesos ven reducido su poder de compra. Para ellos, la leche en polvo y las batatas son lujo.
[Carol J. Williams] La Habana, Cuba. Empujada hacia los márgenes por una división social causada por el dinero, Rosa es lo que los cubanos llaman una ‘marginal’.
Ha vivido todos sus 72 años en un destartalado enclave de Marianao, un vecindario de rústicas cabañas de madera, donde sus tablas podridas mantenidas juntas por capas y capas de pintura, descienden hacia un barranco sembrado de basura y aguas residuales.
Su choza de dos cuartos fue un temprano regalo de la revolución, cuando las idealistas brigadas de niveladores sociales trabajaban en ayudar a los pobres y enseñar a leer y escribir y a educar a sus hijos a los más desamparados. Las sólidas gafas de marco de metal de Rosa, un don más reciente del estado, agrandan los cansados ojos que buscan divertirse en los tres canales estatales de Cuba, después de haber perdido las ganas de leer debido a la escasez de libros y falta de práctica.
Viuda a los veintidós con un chucho amarrado llamado Mochito que la acompañaba, Rosa está entre las abultadas filas de cubanos entre los 11.2 millones de habitantes del país que viven en la pobreza mientras el flujo del dinero obtenido en el comercio, el turismo y el mercado negro ha roto sus fundamentos antes igualitarios.
Los problemas a los que hace frente Rosa y otros como ella, complicados por factores como la pérdida del país, hace años, de la ayuda soviética, parecen empeorar. El sistema de dos monedas de Cuba puede llevar parte de la culpa.
Cuba utiliza el dominante peso convertible conocido como CUC -introducido hace cuatro años para reemplazar al dólar norteamericano, que circuló durante más de una década- y el peso cubano conocido como moneda nacional.
Aquellos que trabajan en hoteles, aerolíneas y tiendas y en el próspero mercado negro ganan CUCes, conocidos como ‘el dólar’ y que se cambia a 25 pesos. El peso es la divisa con la que se paga a todos los funcionarios del estado y pensionistas, que deben convertir a CUC para comprar la mayoría de las cosas. El gobierno cubano mantiene al peso porque no posee suficientes reservas en divisas extranjeras para respaldar y hacer circular solamente CUCes.
El dólar norteamericano, que circuló en Cuba de mediados de los años noventa hasta fines de 2004, fue retirado por el presidente de entonces, Fidel Castro, y está sujeto ahora a un impuesto del diez por ciento cuando se lo convierte a CUCes -de hecho, una devaluación impuesta por el estado. El impuesto se cobra a los turistas y al diez por ciento estimado de familias cubanas que reciben transferencias de parientes en el extranjero.
Aquellos como Rosa, que no tienen benefactores extranjeros ni el vigor para ganar sus propios dólares, observan cómo disminuye mes a mes el poder de compra de su moneda nacional a medida que más artículos sólo pueden ser comprados con ‘dólares’.
Rosa sobrevive con la pensión de su difunto marido de 164 pesos al mes, unos siete dólares estadounidenses, y la canasta cada vez más reducida de productos básicos que entrega el estado mensualmente.
"El arroz se acaba en diez días, y después tengo que cuidarme", se lamenta la viuda, que ha engordado por su régimen de pan y arroz. "Lo que me queda después de pagar la electricidad, lo gasto en comida, nada más".
Como muchos cubanos, Rosa no revelará a un extranjero su nombre completo, por miedo a represalias oficiales, aunque es difícil imaginar circunstancias de vida peores.
Con un desteñido vestido azul floreado tan delgado como un pañuelo de bolsillo, calcetas beige y chancletas de Coca-Cola, pasa sus días fregando el suelo de cemento de su cabaña y cocinando arroz para sus dos comidas diarias.
Durante los primeros cuatro días del mes, calienta una taza de café al mediodía con el paquete de cien gramos que es el artículo más apreciado de su canasta. Sus dos tazas de frijoles desaparecen rápidamente, lo mismo que su pequeña botella de aceite de cocina y el muslo de pollo.
Cuando se acaba el arroz, debe convertir sus pesos a CUCes para comprar la comida para lo que queda del mes. Subsiste en gran parte con el arroz cocido en una pastilla de caldo, con pan blanco que recoge todas las mañanas en la panadería estatal en la esquina de su callejón.
Dice que lo que más la alegra son los escasos minutos que pasa con uno de sus ocho nietos en las raras ocasiones en que su hija o uno de sus dos hijos se hacen tiempo en sus propias vicisitudes diarias para visitarla. Otro respiro que rompe la monotonía de sus comidas son las batatas, las que sólo se permite una vez a la semana si no ocurre nada que la obligue a desviar a otros gastos sus escuálidas economías.
Come el arroz de un cuenco de barro picado sentada en un sofá cubierto por una sábana y lleno de bultos, con el televisor blanco y negro en un rincón sintonizado con uno de los tres canales oficiales. Sin embargo, le presta poca atención; a menudo los tres transmiten el mismo discurso oficial o programa cultural.
Una cocinilla a gas de dos fuegos en el abollado mesón metálico es el único electrodoméstico que hay en la cocina. En un rincón de la salita hay pequeña nevera sembrada de magnetos de plástico de botellas de cerveza, desenchufada para ahorrar energía y porque casi nunca hay nada perecible en ella. Sobre una toalla extendida encima se exhibe una colección de figurillas de cerámica blanca y una vela. Un esquelético gato tricolor al que nunca le puso nombre, olfatea el suelo fregado en la inútil búsqueda de una miga.
Para Rosa sobrevivir es tanto una prueba como una ocupación. Excepto por los frijoles y los tubérculos que todavía se pueden comprar con los viejos pesos, debe cambiar todo el resto de su pensión a CUCes.
El mercado más cercano está a un kilómetro y medio de distancia, un extenuante viaje para una mujer con diabetes, hipertensión y depresión. Hasta hace poco el arroz costaba sólo doce centavos el medio kilo, pero se le acaba dos días después de recibir su canasta y le cuesta casi un cuarto de su pensión mensual. Las verduras y frutas sólo cuestan unos pesos por kilo o por pieza, pero consumen la mayor parte del resto de su dinero.
A siete dólares el galón, la leche en polvo es un lujo inimaginable, e incluso los cortes de carne menos deseables y cubiertos de moscas en el carnicero de la cuadra cuestan casi dos dólares el medio kilo. La pieza de pollo y los seis huevos en la canasta son normalmente sus únicas fuentes de proteína.
La clínica más cercana está a casi cinco kilómetros, una difícil distancia si se considera que el transporte público no llega hasta el final de su agrietado y empinado camino.
"Los buses no llegan aquí", dice sobre el angosto callejón que tiene a un lado una alcantarilla.
En Cuba el seguro médico es gratis, pero Rosa paga con su tiempo, esperando fuera todo el día hasta que el doctor del servicio público la pueda atender. Las pastillas para combatir la depresión cuestan unos cincuenta centavos cada una, y un frasquito de quince le costaría toda su pensión. Rara vez las compra, porque prefiere gastar su dinero en comida.
Al mercado o a la clínica se va caminando, para ahorrar el peso que le cuesta el billete.
Con otras cabañas de madera y estuco como la suya en el callejón, ningún vehículo más ancho que el Lada ruso de propiedad del sobrino de un vecino puede acercarse a menos de doscientos metros de su porche, que consiste en un pedazo de cemento cercado por una cadena oxidada y que cierra por la noche.
Frente a la casa de Rosa de tablas blancas y persianas cerradas, tres hombres se han sentado en unos tocones de cemento que antes sostenían la valla. Bebe cada uno de su propia botella de ron barato, mirando con recelo la inesperada visita de dos extranjeros con el chofer de un Lada.
A diferencia de cubanas más jóvenes o de cubanas con oficios más requeridos, como costureras o peluqueras, Rosa no tiene modo de aumentar sus ingresos.
Su hijo mayor, Carlos, 51, es inválido, y a menudo exhibe en el porche de Rosa, sobre un paño de cocina, unos pocos artículos que trata de vender: porras, pastillas de caldo, bolas de chicle y, de la canasta de su madre, cigarrillos, que se da a los mayores de sesenta. A veces hace veinticinco o treinta pesos, que convierte en un CUC para pagar la comida para su familia.
"No me puede ayudar demasiado. Todos tenemos las mismas condiciones", dice Rosa, explicando con espíritu materno por qué Carlos se gana con las ganancias de los cigarrillos.
El gobierno de Raúl Castro, 76, hermano menor del achacoso Fidel, ha reconocido que desde que Raúl fuera nombrado presidente en febrero la economía de dos divisas ha producido tensiones sociales y una división de clases. Ha prometido restaurar la igualdad reunificando el sistema monetario cubano.
Sin embargo, muchos economistas extranjeros consideran eso imposible, a menos que todo el mundo sea obligado a volver al poco funcional sistema en el que los precios son fijados artificialmente por el estado y los artículos desaparecen de las tiendas cuando sus costes de producción exceden su precio.
Las tiendas de La Habana están hoy llenas de artículos de lujo que los cubanos apenas sabían que existían cuando los subsidios soviéticos y el comercio con el bloque comunista proporcionaban los artículos básicos. Microondas, celulares, electrodomésticos chinos y comida europea se asoman ahora en las estanterías, aunque a precios que sólo una minoría de cubanos puede permitirse.
Rosa se ríe de lo absurdo de poseer algo más que las pocas comodidades que tiene en su casa: el televisor, la nevera y un teléfono. Prefiere los viejos tiempos, sin la provocación de artículos que no puede comprar.
"Antes era mejor", dice Rosa.

carol.williams@latimes.com

6 de junio de 2008
8 de mayo de 2008
©los angeles times
cc traducción mQh
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