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putas colombianas en tokio


[Monty Dipietro] Rosa hace explotar su bola de chicle y sonríe coquetamente mientras pasan los trabajadores. Cuando se acerca otro, Rosa, con su dedo envuelto en un guante de cuero, se enrosca un largo mechón de su pelo rojo oscuro, ladea la cabeza y comienza de nuevo a ensayar su risa, hasta que su tono es interrumpido por el amortiguado ring de un celular en el bolsillo de su parca negra. Después de unas rápidas palabras en español, Rosa hace un gesto con la cabeza hacia los dos amigas que hacen la calle con ella y se lleva el dedo a la frente, trazando un pequeño círculo con su dedo.
La llamada era de un vigilante, parado a unos cientos de metros en Shokuan Dori, y en la cultura callejera de las trabajadoras sexuales latinoamericanas de Okubo el pequeño círculo trazado por Rosa representa la chapa de la gorra de un policía. El trío echa a correr debajo de las columnas del metro de Yamanote, hacia el oeste, Hyakunin-cho. Más abajo, un grupo de chicas tailandesas siguen el ejemplo y se dirigen rápidamente hacia Okubo Dori; la chica coreana que está detrás de un máquina de CocaCola desaparece en una tienda de fideos.
Yo prefiero esperar a los agentes.
"Las hemos detenido casi a todas, y están siendo deportadas", fanfarronea el veterano de cara redonda que aparece minutos después. El reventado agente y yo nos reconocemos de otro incidente de hace algunas semanas en el que le eché una mano rescatando a una mujer histérica que se había quedado encerrada en su apartamento. Juntos echamos abajo una puerta. Hicimos contacto.
"La mayoría de las chicas que trabajan en esta calle son tailandesas, pero también hay algunas latinoamericanas", dice. "El grupo más grande lo forman las colombianas". El novato agente juguetea con la porra metálica y mira hacia la calle fría y vacía. Me echa una mirada de curiosidad mientras caminamos. "¿Qué estás haciendo aquí a esta hora? Tienes que tener cuidado en este vecindario".
Es jueves noche, 3 de la mañana, Okubo.
La calle donde estoy se extiende unos 500 metros desde el poniente del parque de Nishi Okubo -una miserable plaza cuadrada llena de basura- hacia una gris muralla de concreto que sostiene la línea JR Chou al sur de la estación de Okubo. A mediados de los años noventa, este angosto trecho lleno de hoteles era la principal arteria del floreciente negocio de la prostitución callejera del área. En los últimos meses, las agresivas barridas de la policía y de funcionarios de Inmigración vestidos de paisano han reducido considerablemente el número de chicas en el barrio.
"La policía ya no se limita a pasar en bicicleta", dice una vieja vecina japonesa. "Ahora marchan por el barrio en grupos de a ocho, con sus porras en la mano, buscando prostitutas extranjeras e iraníes", dice.
Un portavoz del Departamento de la Policía Metropolitana de Tokio contesta con evasivas durante una conferencia telefónica: "Es verdad que usamos desde hace poco porras de acero en lugar de porras de madera y que tenemos instrucciones de patrullar de noche con la porra en la mano, pero los residentes no se oponen a estas medidas... y no prestamos atención especial al área de Okubo".
Cuando le pregunto sobre las patrullas en grupos, dice, "De momento no tenemos comentario".
Alcanzo a Rosa en el Cañandonga, un bar-restaurante colombiano. Después de bajar una pequeña escalera a un lado de la calle Hyakunin y cruzar una puerta con el letrero "No se admiten iraníes", llego a un mal iluminado cuarto hediondo a pollo frito. Se oye una versión en español de ´Hotel California´. Hay una docena de parroquianos, la mayoría de ellos sudamericanos. Rosa está sentada a la barra, leyendo un diario colombiano.
Pido una cerveza, me echo mi boina vasca sobre los ojos, y trato de parecer española.
El lugar se llena en poco tiempo, llegan más chicas y la música mejora. Hacia las cinco de la mañana entra un hombre de aspecto sudamericano de casi treinta años, al que saluda un dandi japonés con un traje color ladrillo. El par se sienta a la mesa en un rincón y pronto se les unen otros dos hombres. Ponen sobre la mesa una caja de zapatos y la abren; y sacan varios paquetes envueltos en papel de aluminio y los reparten. No puedo creer que esto esté pasando, a ojos de todos. Trato de mostrarme indiferente, y me dedico a mirar la etiqueta roja de mi cerveza Club Colombia mientras echo miradas al espejo de la pared, donde veo el reflejo de lo que pasa. Llevan uno de los paquetes de aluminio a la barra, y veo el destello de un acerado cuchillo.
El barman me mira.
"¿De dónde eres?", me pregunta en inglés.
Creo que acaba de echar por tierra mi tapadera, y mientras me acerco a la barra, todo un montón de clichés sobre los colombianos malos me pasa por la cabeza. ¿Qué diablos hago aquí?
Miro el paquete de aluminio.
Es café. Es un regalo de la familia. Me siento como una idiota.
Javier, el barman, que hace de dj de Cañandonga, está casado con una japonesa que conoció en Colombia. Lleva más de un año aquí. En los próximos días conoceré mejor a Javier y a algunos de los parroquianos de Cañandonga, una amistosa colección de pájaros nocturnos que están dispuestos a invitarte a una cerveza y a bailar, y muy bien, a las seis de la mañana. Sin drogas, sin peleas, sin problemas. Lo demás son estereotipos.
"La mayoría de los colombianos trabajan en restaurantes y fábricas", cuenta Javier. "La mayoría de las chicas preferirían trabajar puertas adentro, pero si no encuentran trabajo, tienen que hacer la calle, y cuando expira el visado de turista, de tres meses, entonces se quedan empantanadas".
Otro hombre me cuenta que una técnica común usada por los colombianos para entrar a Japón consiste en volar a Lima, donde hay un mercado negro de pasaportes falsos que identifican al portador como mitad japonés. "Si eres un ´mestizo´", dice, "lo tendrás fácil en Japón".
Javier le pregunta a Rosa si puedo hacerle una fotografía y ella rehúsa, explicando que tiene miedo de que los funcionarios de Inmigración la castiguen. Rosa, que lleva una boina como la mía, le dice a sus clientes que es española. La curvilínea chica, de 25 años, pide 20 mil yenes por cada contacto, pero se conformará con 15 mil si el putero paga el cuarto del hotel. La mayoría de los clientes son hombres de negocios japoneses, aunque Rosa también ha tenido algunos extranjeros. En un buen día puede tener varios clientes. Unos ladronzuelos y los iraníes que todavía quedan se acercaron a Rosa para que les pague por protección, usualmente mil yen la hora, y últimamente la policía la ha echado del barrio tan a menudo que Rosa a veces pierde dinero. Ahora debe andarse con cuidado, pues su visado expiró, dice estremeciéndose, y ahora están haciendo registros integrales.
Joe, que se describe a sí mismo como "persa", es el tipo que llamó a Rosa para alertarla sobre la policía por la tarde. Joe es un gigantón con cara de malas pulgas y mandíbula cuadrada, de pequeños y hundidos ojos negros, y una nariz grande y curva. Parado frente al parque de Nishi Okubo, enfundado en una cazadora y un gorro de lana negra, Joe es la razón por la que la policía patrulla aquí en grupo.
Le ofrezco un cigarrillo.
"No quedan muchos iraníes en Okubo", dice con una voz ronca, mirando constantemente de un lado a otro. "La policía los agarró casi a todos porque vendían drogas o se peleaban a cuchillo y esas cosas. No sé".
Joe me mira receloso cuando le pregunto si él vende drogas". "¿Fuma?"
Apago mi cigarrillo y le digo que no. Una colombiana baja de un taxi y Joe se dirige a saludarla. "Mi novia", dice, para tomarla suavemente de la mano y alejarse.
Está saliendo el sol. Me dirijo a La Caverna, una disco colombiana en Shokuan Dori que me recomendó Javier.
Es la fiesta de cumpleaños de María y el antro está hasta los topes. Corre el rumor de que la noche del sábado anterior tres gangsters comenzaron a molestar a un colombiano en una disco latina cercana y un peruano que había llegado recién a Tokio se metió y los noqueó sin ayuda de nadie. El rumor dice que el misterioso peruano es un cantante, y pocos días después en Cañandonga oigo de nuevo la historia del "héroe cantante" de boca de Pedro, un peruano que trabaja en una fábrica de Saitama. Ahora la historia es que no eran tres gangsters, sino diez, y que el peruano puso fuera de combate a la mitad de ellos. Cuando le pregunto a Pedro si los gangsters tratarán ahora de cerrarlo, se ríe y dice, "¡Son dueños de la disco!"
Doy con Rosa, que me cuenta que una amiga resolvió su problema de visado casándose con un japonés. No viven juntos, y parece que el trato costó algunos millones de yenes.
"O sea, el matrimonio es una mentira", digo, y Rosa frunce el ceño.
"No, es sólo una mentira para Inmigración", explica. "Y entonces no es una mentira de verdad".

Monty DiPietro, escritora y performer, 38 años, nació en Montreal. Vive en Kabukicho, Tokio.
©assembly language ©traducción mQh"

2 comentarios

Jj -

Hijos de puta

Gloria -

acabo de terminar de leer el libro atrapada por la mafia japonesa y me impacto tanto que decidi investigar acerca de la trata de blancas es increible la cantidad de mujeres de mi pais que son sometidas a prostituirse en Japon MALDITOS TRAFICANTES DE BLANCAS