suidio de jóvenes indios de brasil
[Jon Peter] Dourados, Brasil. Más tarde, el abuelo de Jacqueline Arévalo recordaría lo contenta que estaba. Dijo que no la había visto tan claramente feliz en meses. Estuvo jugando alegremente a perseguir a su hermano pequeño, tarareó cuando fregaba los platos, dijo que almorzaría con la familia más tarde.
Y entonces un día de marzo, poco antes del mediodía, Jacqueline se subió a su cama, ató el extremo de una cuerda de nailon roja a una viga de madera del tejado y el otro cabo alrededor de su cuello, y brincó.
Tenía 13 años; era una chiquilla tranquila, con su pelo hasta la cintura y sus ojos negros como el diamante, y se cansó de la vida antes de haber siquiera dejado de ser niña. El suyo fue el tercer suicidio de este año en la reserva de los 4.500 indios kaiowa.
Todos eran adolescentes, y casi todo el mundo aquí dice que si el arma escogida no fuera una cuerda sino un arma de fuego, la cifra sería mucho más alta. El día después de la muerte de Jacqueline, su novio de 17 trató de matarse, sin lograrlo. Y la hermana de Jacqueline, de 14, lo había intentado la semana anterior.
"Es una maldición tener que descolgar a tus hijos", dijo Luciano Arévalo, tío de Jacqueline y jefe de la reserva bororo aquí. "Estamos sufriendo una plaga".
Aquí, en las praderas del centro de Brasil, el suicidio tiene cautivados a los jóvenes y a los pobres, que no ven en las vidas que se les presenta por delante nada más que pena y un dolor insufrible. De acuerdo a informes de prensa, desde 1995 más de 300 de los 30 mil indios kaiowa que viven aquí en el estado de Mato Grosso do Sul se han quitado la vida; 54 tan solo el año pasado, lo que corresponde a una tasa de 180 por cada 100 mil habitantes. La tasa de mortalidad en Brasil es de 6.5 por cada 100 mil, de acuerdo a la Organización Mundial de la Salud.
Los kaiowa atribuyen el suicidio a menudo a la magia negra, a un hechizo cuya voz oculta en el susurro del viento cuenta los días que te quedan. Pero los jefes de la tribu, antropólogos, policías y una amplia gama de expertos dicen que esta reserva y otras deben su desesperación a la perfecta soga que forman la carencia de tierras, los desplazamientos y una implacable miseria.
Con una población de 180 millones de habitantes y un área más grande que Estados Unidos, Brasil, en sus esfuerzos de desarrollo de la posguerra, ha apretujado a sus 300 mil indios en reservas cada vez más pequeñas. Los 30 mil kaiowa que viven en Mato Grosso do Sul ocupan algo más de 100 mil acres de tierra agrícola -demasiado poco, en promedio, para ser viable, incluso para pequeños granjeros.
Incapaces de vivir de la tierra, los kaiowa, que son tradicionalmente agricultores, trabajan en las destilerías de alcohol y en las refinerías de caña de azúcar a lo largo de la carretera de dos carriles como elefantes pastando.
Es un trabajo agotador y mal pagado, que exige de los trabajadores -por lo común adolescentes y jóvenes- abandonen la reserva durante meses, para vivir en albergues lejos de casa y lejos del mundo que conocen.
Durante la mayor parte del año las mujeres superan en mucho a los hombres en las reservas, sometiendo a tensiones las relaciones y los presupuestos de familias que son históricamente muy unidas, declararon funcionarios, periodistas y residentes. Para los hombres es difícil adaptarse, oscilando entre dos mundos muy diferentes y exigentes.
La tasa de desempleo en la reserva es de más del 60 por ciento, dijo Luciano Arévalo. El abuso de alcohol y de drogas es desenfrenado, y la malnutrición es común, dijo Andrea Depieri, una agente de la policía local. A menudo abandonados, las chicas y las adolescentes de la reserva se vuelcan cada vez más hacia la prostitución para mantenerse a sí mismos o a sus familias, dijo.
"La reserva es como una aspiradora", dijo. "Y lo único que la llena es la penuria. La gente está perdida".
Hace dos años la policía descubrió una carta de suicidio escrita en la arena a los pies de un chico de 15 años, que trabajaba en una destilería. Decía simplemente: "No hay lugar para mí".
Amigos y familiares dicen que Jacqueline no dejó una carta de despedida. Pero atribuyen la desintegración de su joven vida al rompimiento con su novio, Waldir Ferreira, hace tres meses.
Sin tener a nadie en la familia con un trabajo de tiempo completo, se mudó a casa de su novio, y de su familia, en agosto del año pasado. Dividían la paga mensual de Ferreira, de 65 dólares, entre nueve.
Cuando regresó de un período de dos meses de trabajo en una refinería de caña de azúcar, la acusó de haber salido con otro joven durante su ausencia. Disputaron sobre el dinero. Jacqueline se mudó a casa de una tía.
"Yo estaba muy lejos", dijo Ferreira. "Cuando volví un primo me contó algunas cosas y ella se enfadó porque yo lo escuchaba a él y no a ella". Su abuelo, Maximo Arevalo, dijo que Jacqueline le había contado a familiares que Ferreira la había echado de casa de sus padres después de una disputa sobre 60 dólares que él le había pasado para comprar alimentos y ropa.
"Su familia se quejaba de que él le daba demasiado dinero a ella, y muy poco a ellos", dijo Arévalo.
"Todos sabían que no era feliz. Dejó de ir a la escuela y se quejó ante su madre de que no tenía dinero, que quería dinero para ayudar a su familia para que pudieran comer y vestirse. Aquí la gente joven lo tiene difícil".
Antonio Brand, profesor de historia de la Universidad Católica Dom Bosco en la cercana Campo Grande, dijo que los planes para redistribuir tierras entre los pueblos indígenas de Brasil han sido muy lentos. Desde 1988, dijo Brand, las leyes federales han permitido a grupos indígenas reclamar tierras si pueden probar que estuvieron anteriormente ocupadas por pueblos indígenas. Pero hacendados ricos han rechazado ante tribunales sus demandas. En 16 años, los grupos indígenas han ganado el control de alrededor de 42 mil acres de territorio en todo el país, dijo.
En diciembre, cientos de indios guaraní ocuparon 15 granjas en la parte sur de este estado y colgaron carteles con la leyenda "Nuestra Tierra" antes de que intervinieran negociadores del gobierno y alcanzaran un compromiso con los ocupantes para que abandonaran 12 de las granjas.
Y el año pasado, tres indios kaiowa amenazaron con suicidarse si el gobierno no aceleraba la distribución de tierras entre las familias de la reserva. Los hombres, más tarde, se colgaron simultáneamente.
"Esta es una trayectoria trágica, y comienza con la pérdida de la tierra", dijo Brand. "Y entonces se entremezcla el espacio físico con el metafísico. Sin su tierra, ¿dónde van los pueblos indígenas de Brasil a encontrar su lugar en el mundo? Ciertamente no como trabajadores manuales trabajando fuera de casa y por una paga muy baja en una refinería. Eso no es futuro. La gente se refugia en el alcohol y en las drogas.
"Y luego se consiguen una cuerda".
Recientemente un servicio en memoria de Jacqueline en una escuela local se transformó en poco rato en una manifestación política, con enfadados oradores kaiowa reclamando a un contingente de agentes de policía sobre las esperadas reformas sociales y económicas.
"Necesitamos trabajo. Necesitamos salarios", dijo Maximo Arévalo ante una audiencia de más de 200 personas. "Eso es por eso que nuestros hijos se están matando".
Durante más de cincuenta años, la compañía de propiedad argentina Mate Laranjeiras tomó en arriendo casi 15 millones de acres de tierra en Mato Grosso do Sul para plantar el té de hierbas que es tan popular en la vecina Argentina. Cuando el arriendo expiró en los años 1940, el nacionalista Getulio Vargas, presidente de Brasil entonces, decidió redistribuir la tierra entre los colonos blancos del nordeste del país.
Los colonos y los hacendados ricos continuaron invadiendo tierras indias hasta que la constitución de Brasil de 1988 extendió los derechos de tierra de los pueblos indígenas de Brasil, que constituyen menos del uno por ciento de la población nacional.
Pero las acciones de los indígenas para recuperar las tierras perdidas han resultado en enfrentamientos entre milicias pagadas por los hacendados y piquetes de manifestantes indios, especialmente desde diciembre pasado. El vaivén de los suicidios en este estado coincide con el fracaso de las acciones kaiowa en recuperar la tierra, dijo Josandro Depieri, un periodista local que calcula que él mismo ha reportado al menos 150 suicidios en la reserva bororo y alrededores en los últimos 12 años.
"Es como estar mirando un genocidio", dijo Depieri. "Y hasta que no haya aquí una reforma agraria de verdad, los kaiowa seguirán descolgando de los árboles a sus hijos. Estos jóvenes están viviendo una pesadilla, y sólo se calma en las horas que preceden a su decisión de matarse. Sus familias siempre cuentan que estaban tranquilos y serenos justo antes de matarse".
El padre de Waldir Ferreira lo descolgó de un árbol, después de descubrir al joven de 17 años tratando de matarse al día siguiente de la muerte de Jacqueline. La caída le salvó la vida, y le quebró la pierna izquierda.
"No recuerdo nada", dijo Ferreira, sentado fuera de su casa, con una pierna escayolada. "Sólo recuerdo que me sentía muy afectado después del velatorio y alguien me dio algo de beber para tranquilizarme".
Jacqueline, dijo, era una chica sensata, que rara vez perdía la paciencia y amaba a los niños. Él estaba nadando en una laguna cuando la vio, y ella a él. Flirtearon. Dos meses después ella se mudó a casa de su familia, algo común en la reserva, donde los adolescentes son tratados como adultos.
Jacqueline, dijo Ferreira, se mató por culpa del mal de ojo que le echaron unas vecinas envidiosas. Igualmente, dijo, alguien debe haberle echado una maldición, aunque tuvo la fortuna de quedar vivo.
"Mañana iré a la iglesia, a ver si me puedo librar de esta maldición", dijo.
Dijo que había hecho todo lo que pudo por Jacqueline. Pero era difícil mantenerla a ella, a sus padres y a sus seis hermanos con el magro salario que tenía. Nunca había salido de la reserva hasta que fue a trabajar cortando caña de azúcar para una refinería hace dos años.
"Está demasiado lejos", dijo hablando de su trabajo en un molino a casi 90 millas. El trabajo pesado le quebró la espalda. La separación de su familia "me quebró el alma", dijo.
Pero una vez que se libere de la maldición, y su pierna se cure, dijo, se buscará otro trabajo, más cerca de casa.
"No voy a tratar de matarme otra vez", dijo. "Ya verás. Voy a trabajar duro, más duro que lo hice antes. Voy a buscar una manera para sacar a mi familia de esta situación.
"Cualquiera cosa para terminar con este sufrimiento".
Y entonces un día de marzo, poco antes del mediodía, Jacqueline se subió a su cama, ató el extremo de una cuerda de nailon roja a una viga de madera del tejado y el otro cabo alrededor de su cuello, y brincó.
Tenía 13 años; era una chiquilla tranquila, con su pelo hasta la cintura y sus ojos negros como el diamante, y se cansó de la vida antes de haber siquiera dejado de ser niña. El suyo fue el tercer suicidio de este año en la reserva de los 4.500 indios kaiowa.
Todos eran adolescentes, y casi todo el mundo aquí dice que si el arma escogida no fuera una cuerda sino un arma de fuego, la cifra sería mucho más alta. El día después de la muerte de Jacqueline, su novio de 17 trató de matarse, sin lograrlo. Y la hermana de Jacqueline, de 14, lo había intentado la semana anterior.
"Es una maldición tener que descolgar a tus hijos", dijo Luciano Arévalo, tío de Jacqueline y jefe de la reserva bororo aquí. "Estamos sufriendo una plaga".
Aquí, en las praderas del centro de Brasil, el suicidio tiene cautivados a los jóvenes y a los pobres, que no ven en las vidas que se les presenta por delante nada más que pena y un dolor insufrible. De acuerdo a informes de prensa, desde 1995 más de 300 de los 30 mil indios kaiowa que viven aquí en el estado de Mato Grosso do Sul se han quitado la vida; 54 tan solo el año pasado, lo que corresponde a una tasa de 180 por cada 100 mil habitantes. La tasa de mortalidad en Brasil es de 6.5 por cada 100 mil, de acuerdo a la Organización Mundial de la Salud.
Los kaiowa atribuyen el suicidio a menudo a la magia negra, a un hechizo cuya voz oculta en el susurro del viento cuenta los días que te quedan. Pero los jefes de la tribu, antropólogos, policías y una amplia gama de expertos dicen que esta reserva y otras deben su desesperación a la perfecta soga que forman la carencia de tierras, los desplazamientos y una implacable miseria.
Con una población de 180 millones de habitantes y un área más grande que Estados Unidos, Brasil, en sus esfuerzos de desarrollo de la posguerra, ha apretujado a sus 300 mil indios en reservas cada vez más pequeñas. Los 30 mil kaiowa que viven en Mato Grosso do Sul ocupan algo más de 100 mil acres de tierra agrícola -demasiado poco, en promedio, para ser viable, incluso para pequeños granjeros.
Incapaces de vivir de la tierra, los kaiowa, que son tradicionalmente agricultores, trabajan en las destilerías de alcohol y en las refinerías de caña de azúcar a lo largo de la carretera de dos carriles como elefantes pastando.
Es un trabajo agotador y mal pagado, que exige de los trabajadores -por lo común adolescentes y jóvenes- abandonen la reserva durante meses, para vivir en albergues lejos de casa y lejos del mundo que conocen.
Durante la mayor parte del año las mujeres superan en mucho a los hombres en las reservas, sometiendo a tensiones las relaciones y los presupuestos de familias que son históricamente muy unidas, declararon funcionarios, periodistas y residentes. Para los hombres es difícil adaptarse, oscilando entre dos mundos muy diferentes y exigentes.
La tasa de desempleo en la reserva es de más del 60 por ciento, dijo Luciano Arévalo. El abuso de alcohol y de drogas es desenfrenado, y la malnutrición es común, dijo Andrea Depieri, una agente de la policía local. A menudo abandonados, las chicas y las adolescentes de la reserva se vuelcan cada vez más hacia la prostitución para mantenerse a sí mismos o a sus familias, dijo.
"La reserva es como una aspiradora", dijo. "Y lo único que la llena es la penuria. La gente está perdida".
Hace dos años la policía descubrió una carta de suicidio escrita en la arena a los pies de un chico de 15 años, que trabajaba en una destilería. Decía simplemente: "No hay lugar para mí".
Amigos y familiares dicen que Jacqueline no dejó una carta de despedida. Pero atribuyen la desintegración de su joven vida al rompimiento con su novio, Waldir Ferreira, hace tres meses.
Sin tener a nadie en la familia con un trabajo de tiempo completo, se mudó a casa de su novio, y de su familia, en agosto del año pasado. Dividían la paga mensual de Ferreira, de 65 dólares, entre nueve.
Cuando regresó de un período de dos meses de trabajo en una refinería de caña de azúcar, la acusó de haber salido con otro joven durante su ausencia. Disputaron sobre el dinero. Jacqueline se mudó a casa de una tía.
"Yo estaba muy lejos", dijo Ferreira. "Cuando volví un primo me contó algunas cosas y ella se enfadó porque yo lo escuchaba a él y no a ella". Su abuelo, Maximo Arevalo, dijo que Jacqueline le había contado a familiares que Ferreira la había echado de casa de sus padres después de una disputa sobre 60 dólares que él le había pasado para comprar alimentos y ropa.
"Su familia se quejaba de que él le daba demasiado dinero a ella, y muy poco a ellos", dijo Arévalo.
"Todos sabían que no era feliz. Dejó de ir a la escuela y se quejó ante su madre de que no tenía dinero, que quería dinero para ayudar a su familia para que pudieran comer y vestirse. Aquí la gente joven lo tiene difícil".
Antonio Brand, profesor de historia de la Universidad Católica Dom Bosco en la cercana Campo Grande, dijo que los planes para redistribuir tierras entre los pueblos indígenas de Brasil han sido muy lentos. Desde 1988, dijo Brand, las leyes federales han permitido a grupos indígenas reclamar tierras si pueden probar que estuvieron anteriormente ocupadas por pueblos indígenas. Pero hacendados ricos han rechazado ante tribunales sus demandas. En 16 años, los grupos indígenas han ganado el control de alrededor de 42 mil acres de territorio en todo el país, dijo.
En diciembre, cientos de indios guaraní ocuparon 15 granjas en la parte sur de este estado y colgaron carteles con la leyenda "Nuestra Tierra" antes de que intervinieran negociadores del gobierno y alcanzaran un compromiso con los ocupantes para que abandonaran 12 de las granjas.
Y el año pasado, tres indios kaiowa amenazaron con suicidarse si el gobierno no aceleraba la distribución de tierras entre las familias de la reserva. Los hombres, más tarde, se colgaron simultáneamente.
"Esta es una trayectoria trágica, y comienza con la pérdida de la tierra", dijo Brand. "Y entonces se entremezcla el espacio físico con el metafísico. Sin su tierra, ¿dónde van los pueblos indígenas de Brasil a encontrar su lugar en el mundo? Ciertamente no como trabajadores manuales trabajando fuera de casa y por una paga muy baja en una refinería. Eso no es futuro. La gente se refugia en el alcohol y en las drogas.
"Y luego se consiguen una cuerda".
Recientemente un servicio en memoria de Jacqueline en una escuela local se transformó en poco rato en una manifestación política, con enfadados oradores kaiowa reclamando a un contingente de agentes de policía sobre las esperadas reformas sociales y económicas.
"Necesitamos trabajo. Necesitamos salarios", dijo Maximo Arévalo ante una audiencia de más de 200 personas. "Eso es por eso que nuestros hijos se están matando".
Durante más de cincuenta años, la compañía de propiedad argentina Mate Laranjeiras tomó en arriendo casi 15 millones de acres de tierra en Mato Grosso do Sul para plantar el té de hierbas que es tan popular en la vecina Argentina. Cuando el arriendo expiró en los años 1940, el nacionalista Getulio Vargas, presidente de Brasil entonces, decidió redistribuir la tierra entre los colonos blancos del nordeste del país.
Los colonos y los hacendados ricos continuaron invadiendo tierras indias hasta que la constitución de Brasil de 1988 extendió los derechos de tierra de los pueblos indígenas de Brasil, que constituyen menos del uno por ciento de la población nacional.
Pero las acciones de los indígenas para recuperar las tierras perdidas han resultado en enfrentamientos entre milicias pagadas por los hacendados y piquetes de manifestantes indios, especialmente desde diciembre pasado. El vaivén de los suicidios en este estado coincide con el fracaso de las acciones kaiowa en recuperar la tierra, dijo Josandro Depieri, un periodista local que calcula que él mismo ha reportado al menos 150 suicidios en la reserva bororo y alrededores en los últimos 12 años.
"Es como estar mirando un genocidio", dijo Depieri. "Y hasta que no haya aquí una reforma agraria de verdad, los kaiowa seguirán descolgando de los árboles a sus hijos. Estos jóvenes están viviendo una pesadilla, y sólo se calma en las horas que preceden a su decisión de matarse. Sus familias siempre cuentan que estaban tranquilos y serenos justo antes de matarse".
El padre de Waldir Ferreira lo descolgó de un árbol, después de descubrir al joven de 17 años tratando de matarse al día siguiente de la muerte de Jacqueline. La caída le salvó la vida, y le quebró la pierna izquierda.
"No recuerdo nada", dijo Ferreira, sentado fuera de su casa, con una pierna escayolada. "Sólo recuerdo que me sentía muy afectado después del velatorio y alguien me dio algo de beber para tranquilizarme".
Jacqueline, dijo, era una chica sensata, que rara vez perdía la paciencia y amaba a los niños. Él estaba nadando en una laguna cuando la vio, y ella a él. Flirtearon. Dos meses después ella se mudó a casa de su familia, algo común en la reserva, donde los adolescentes son tratados como adultos.
Jacqueline, dijo Ferreira, se mató por culpa del mal de ojo que le echaron unas vecinas envidiosas. Igualmente, dijo, alguien debe haberle echado una maldición, aunque tuvo la fortuna de quedar vivo.
"Mañana iré a la iglesia, a ver si me puedo librar de esta maldición", dijo.
Dijo que había hecho todo lo que pudo por Jacqueline. Pero era difícil mantenerla a ella, a sus padres y a sus seis hermanos con el magro salario que tenía. Nunca había salido de la reserva hasta que fue a trabajar cortando caña de azúcar para una refinería hace dos años.
"Está demasiado lejos", dijo hablando de su trabajo en un molino a casi 90 millas. El trabajo pesado le quebró la espalda. La separación de su familia "me quebró el alma", dijo.
Pero una vez que se libere de la maldición, y su pierna se cure, dijo, se buscará otro trabajo, más cerca de casa.
"No voy a tratar de matarme otra vez", dijo. "Ya verás. Voy a trabajar duro, más duro que lo hice antes. Voy a buscar una manera para sacar a mi familia de esta situación.
"Cualquiera cosa para terminar con este sufrimiento".
14 abril
©washington post ©traducción mQh
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Enrique López Mañas -
Enrique López Mañas -