SE VENDE, BARATO: ROPA DE BLANCOS MUERTOS - davan maharaj
En África, la ropa desechada de Occidente es de rigor, y no una humillación. Casi todos tienen que comprar ropa usada. Este es el tercer reportaje de Los Angeles Times sobre la vida cotidiana en África y lo difícil que es vivir con menos de un dólar al día.
Lagos, Nigeria. Arrojados desde lo alto de un camión, una bala de cincuenta kilos de bragas y sujetadores usados, calcetines usados, trajes DKNY y jerseyes de Michael Jordan aterrizan con un golpe sordo entre una multitud de clientes que se abren paso a empujones.
Okech Anorue rasga la envoltura de plástico del fardo que compró por 95 dólares y se zambulle en él. Seguro que hay alguna piedra preciosa ahí, como la cazadora de cuero descolorida que fue alguna vez de Tiffany, del Liceo de Costa Mesa. El precio cuelga ahora de la percha de ropas de primera calidad en su tenderete de metro y medio por metro y medio con una etiqueta de 25 dólares.
"Esa ropa hace que los sueños de la gente se vuelvan verdad", dice Anorue, presidente de la asociación de vendedores del mercado de Yaba. "Las usa todo el mundo, desde las agentes de compañías de seguros hasta los vendedores, gente pobre y parlamentarios. Cuando la llevas, no puedes distinguir a un rico de un pobre".
La mayor parte del África estuvo alguna vez envuelta en telas de vistosos colores y modelos, productos de la industria local y un reflejo del orgullo cultural. Pero con la mitad de su gente sobreviviendo con menos de un dólar al día, el continente se ha transformado en un cubo de reciclaje. La gente se pelea por calzoncillos de diez centavos, camisetas de veinte centavos y tejanos de un dólar, descartados por occidentales.
Un joven en la selva congoleña lleva una camiseta que dice: "Alúmbrame, Scotty". En un cabaret de Lagos, una chica cándida de Nigeria se pasea en un salto de cama rojo sobre un sujetador ardientemente rosado usados. Un joven miliciano liberiano con un AK-47 lleva un curtido albornoz como si fuera un impermeable.
En Togo, la ropa usada es llamada "ropa de blancos muertos". Poca gente en este país de África occidental cree que una persona viva arroje estas cosas buenas a la basura. Los clientes en Uganda, Kenya y Tanzania llaman a la ropa usada, mitumba, la palabra swahili para bala de ropa.
"Sin mitumba, la mayoría de los ugandeses andarían hoy desnudos en el campo", se lamentaba un editorial en el principal diario del país, The Monitor'.
La insaciable demanda de las tiendas de los pueblos y crecientes mercados urbanos han transformado la ropa usada de Occidente en una industria que genera cientos de millones de dólares al año. La ropa es sólo el ejemplo más visible. Neveras y máquinas de aire acondicionado contaminantes, medicinas caducadas y colchones viejos son también normalmente importados y vendidos aquí. Vehículos usados importados de Japón salpican los caminos africanos. Anticuados ordenadores de segunda mano permiten funcionar a muchos gobiernos africanos.
El comercio en prensas de segunda mano proporciona a millones de africanos otro medio para hacer frente a la lucha diaria con la pobreza. Los clientes tienen ropa más barata, y legiones de vendedores se ganan la vida a duras penas, una camisa usada a la vez.
La mera supervivencia tiene un coste. El continente está perdiendo su capacidad de fabricar su propia ropa. Aunque el trabajo es barato, los africanos no pueden producir una camiseta que cueste menos que una usada. Todas las fábricas textiles de Zambia han cerrado. De las 200 fábricas de Nigeria, quedan 40. También ha cerrado la gran mayoría de las fábricas textiles de Uganda, Kenia, Nigeria y Malawi. Miles de trabajadores han comenzado a perder sus trabajos.
"Estamos cavando nuestras propias tumbas", dice Chris Kirubi, un industrial que culpó a la ropa usada de la desaparición de su fábrica de textiles. "Cuando haces tus propias ropas, empleas a granjeros para que cultiven algodón, gente para que trabaje en la fábrica de textiles y más gente para los talleres de ropa. Cuando importas ropa de segunda mano, te transformas en un vertedero".
La ropa usada comienza a menudo en Estados Unidos. Organizaciones de caridad como Goodwill y el Ejército de Salvación venden ropa donada por kilo a comerciantes mayoristas, que la clasifican. Las ropas en mejor estado terminan en boutiques en Estados Unidos, Europa o América Latina. La ropa de menos categoría, mucha de la cual está desteñida o descolorida, es etiquetada África A y África B.
Una vez en África, las balas de ropa pasan a lo largo de una cadena de comerciantes al mayoreo hasta que son descargadas de un camión en un mercado.
Varios países, incluyendo a Nigeria, han tratado de prohibir la importación de ropa usada; otros están tratando de cobrar aranceles por la importación. Pero incluso en Nigeria, que gana billones de dólares en exportaciones de petróleo, la demanda de ropa de segunda mano es alta y los vendedores son creativos.
Así, todas las mañanas antes del amanecer, el mercado de Yaba es un carnaval que estalla con los sonidos de los vendedores del día. Cargan sus mercaderías en carretillas y carromatos hechos en casa, aunque en realidad la mayoría las carga a la espalda, arrojándolas al suelo para un refrigerio rápido de una de las mujeres que calientan jarras de té y avena en unos carbones ardientes.
El mercado se extiende durante kilómetros, desparramándose desde una desordenada colección de tenderetes y edificios de acero oxidado. Yaba ni siquiera es uno de los cinco mercados más grandes de las afueras de Lagos, de 20 millones de habitantes.
"Algunos vendedores vienen aquí a hacer chanchullos", dice Anorue. "Pero los buenos vendedores saben que si tratas bien a tus clientes, que ellos volverán".
En una esquina, los vendedores de ropa se han reunido en torno a los rieles del ferrocarril. Hay 20 mil de ellos. Mientras los vagones se acercan -a veces varias veces al día- los vendedores corren a sacar sus tenderetes improvisados de las vías.
Muchos tienen especialidades. Izuka Aptazi, 23, opera el Pie de Atleta de Yaba. Todos los días Aptazi, que se pavonea con un jersey de Allen Iverson, de los Philadelphia 76, recorre el mercado buscando zapatos deportivos y jerseyes con los nombres de estrellas del deporte internacional. Algunos vendedores le venden jerseyes a precio de coste, directamente de las balas. Gana casi 30 dólares al mes.
Un jersey Shaquille O'Neal que le cuesta tres dólares puede ser vendido hasta por ocho. En Nigeria, donde enloquecen por el fútbol, incluso los fanáticos pobres pueden reunir unos dólares para comprarse una camiseta de la estrella francesa Thierry Henry, el delantero senegalés El Hadji Diouf o el antiguo súper estrella David Beckham del Manchester United.
Water Eoji, 26, vende mantales de mesa y cortinas a cerca de dos dólares la yarda. A menudo golpea a la puerta de los hoteles, ofreciéndose para adornar las habitaciones con cortinas que alguna vez estuvieron en hogares norteamericanos.
Junto a la pila se reúnen los vendedores de ropa interior usada, como Teresa Williams, cuyo negocio es a menudo citado por los africanos como prueba de lo bajo que han caído. ¿Cómo fue que la gente llegó a estar tan desesperada, se preguntan, como para comprar bragas usadas de otra gente? Debajo de un paraguas multicolor junto a las vías del ferrocarril, William se ocupa melancólicamente de sus pilas de bragas, a 25 centavos, y sujetadores, a 50 centavos. Vocea sus productos para animar a clientes potenciales. Pero William reconoce, avergonzándose, que ella no usaría nada de lo que vende.
Tres jóvenes matones pasan pavoneándose, mirando desdeñosamente sus arrugadas pilas de prendas. Cuando están a alguna distancia, William explota: "Te apuesto a que llevan calzoncillos usados debajo de los pantalones". Y estalla en risas.
Minutos más tarde, cuatro chicas de Surulere, un vecindario cercano conocido como la capital del cine de Nigeria, se paran y hurgan en la pila. Se deciden por media docena de bragas rosadas y negras.
Los nigerianos llaman estos lugares "boutiques agachadas", porque los clientes a menudo tienen que agacharse para ver la mercadería. Pero a nadie le importa agacharse si el precio vale la pena. Y el precio siempre se puede negociar.
John Muriamo, un maestro de 45 años y padre de cuatro adolescentes, llega dispuesto a negociar.
Tiene el equivalente de veinte dólares en el bolsillo del pantalón. Lleva una de las dos camisas blancas de manga larga que posee. Las dos están raídas. Tiene que sostener a su familia de seis con un salario de 325 dólares al año -algo menos de un dólar por día. Sin embargo, como a muchos africanos, a menudo le pagan tarde, si es que le pagan.
Con el sudor corriéndole por la cara debajo del sol tropical, Muriamo se para frente al tenderete de Precious Okoyo. Elige una camiseta amarilla de los Lakers y una camisa a cuadros para sus dos hijos mayores, y vaqueros anchos para los dos menores, de 14 y 15. Finalmente, elige para sí mismo una camisa de manga larga Ives Saint Laurent, de color blanco azucena que, incluso sin corbata, impone respeto entre los estudiantes.
Okoyo hace algunos cálculos mentales y le dice que le debe 4,200 naira, el equivelante de 28 dólares.
"Te daré 1,800 naira", propone Muriamo, elevando la voz por encima del bullicio del mercado.
No hay respuesta.
"Mire, señorita Precious, yo siempre le compro a usted", suplica. "¿No soy acaso su mejor cliente?"
Finalmente dice: "Todos tenemos que vivir".
"Maestro, dame 2,700 naira y seguiremos siendo amigos", dice Okoyo. "Pero recuerda, la próxima vez es mi turno".
Muriamo le entrega el dinero, coge la mercadería y agradece a Okoyo con un elaborado apretón de manos. Tiene una prenda de ropa para cada uno de sus hijos, una nueva camisa de trabajo, y le quedan dos dólares. Sus hijos se pondrán felices, y su familia comerá esta noche.
Como otros nigerianos, Muriamo usaba la colorida y cómoda agbada nigeriana en ocasiones especiales, o cuando él y su familia asistían a los servicios dominicales de la iglesia evangélica. No recuerda cuándo compró por última vez una de esos atuendos tradicionales. Ahora con sus veinte dólares compraría sólo una yarda o dos de artículos locales.
"Deberíamos obtener mejores tratos porque todo el mundo está tratando de hacer negocios", dice Muriamo sobre el mercado.
Una razón es la política de comercio exterior. Mientras que los textiles nigerianos se han hecho escasos y más caros, las reformas exigidas por los financistas internacionales han eliminado los enorme aranceles africanos sobre la importación de ropa, bajando así los precios.
Después de una década de usar ropa usada de Occidente, muchos africanos piensan que la necesidad se ha transformado en virtud. Sus niños ya no quieren usar otra cosa.
"Se quieran ver como estrellas del rap o del deporte, no podemos competir", dice J.P. Olarewaju, que encabeza una asociación de fabricantes de textiles de Lagos. "Los niños quieren llevar pantalones anchos y verse como héroes".
"El día que se prohíba la venta de ropa de segunda mano en este país será el más feliz de mi vida", dice Olarewuja, que lleva un traje floral africano, verde. Reconoce que no ha sido capaz de evitar que sus propios hijos hagan compras en las "boutiques agachadas".
Los comerciantes al por mayor eluden la prohibición embarcando las mercaderías hacia el vecino Benin, donde una mordida a los aduaneros garantiza su pasaje a Nigeria -y estimula la economía local. Quince por ciento de los ingresos de Benin proviene de las llamadas re-exportaciones.
Antes en Nigeria la ropa pasaba por una cadena de intermediarios antes de llegar a los ajetreados mercados con millones de clientes ansiosos. Incluso cuando el feroz sol de mediodía de África cae en picada sobre ellos, los vendedores y compradores sólo toman pausa.
En el mercado de Yaba, los compradores buscan los lugares más frescos; los comerciantes hacen pausa. La vendedoras corren con cacerolas sobre sus cabezas, ofreciendo avena, verduras y carne.
En frente de un tenderete engalanado con un cartel hecho en casa que dice: "Mano de Dios: Vendedores de Toda Clase de Pantalones, tales como Chinos, tejanos y Electrónica", unos jóvenes tocan tambores y calabazas de percusión. La música atrae a vendedores y clientes. Algunos bailan hasta que entran en trance con el frenético ritmo. Sus cuerpos sudorosos se contraen como los de los fieles en una reunión evangélica.
"Dios mío", cantan los jóvenes vendedores, con sus caras torcidas en lo que no se sabe si es dolor o éxtasis. "Deja que nos pasen cosas buenas".
La vida depende -para todos los vendedores- de una bala de ropa.
Hoy, Anorue, que comercia exclusivamente faldas y trajes para mujeres profesionales, está sonriendo. Su bala incluía tres trajes DKNY, dos trajes de Ann Taylor y algunas marcas italianas que él no conocía.
"Mis clientes son muy exigentes", dice. "Se van a poner contentos".
La próxima bala puede ser diferente. Pero la ropa no será desechada.
"Es como nuestro negocio de aceite de palma", dice Anorue, refiriéndose al lucrativo comercio del aceite de cocina de las palmas. "No se desaprovecha nada, ni las cascarillas".
22 de julio de 2004
©losangelestimes ©traducción mQh
Okech Anorue rasga la envoltura de plástico del fardo que compró por 95 dólares y se zambulle en él. Seguro que hay alguna piedra preciosa ahí, como la cazadora de cuero descolorida que fue alguna vez de Tiffany, del Liceo de Costa Mesa. El precio cuelga ahora de la percha de ropas de primera calidad en su tenderete de metro y medio por metro y medio con una etiqueta de 25 dólares.
"Esa ropa hace que los sueños de la gente se vuelvan verdad", dice Anorue, presidente de la asociación de vendedores del mercado de Yaba. "Las usa todo el mundo, desde las agentes de compañías de seguros hasta los vendedores, gente pobre y parlamentarios. Cuando la llevas, no puedes distinguir a un rico de un pobre".
La mayor parte del África estuvo alguna vez envuelta en telas de vistosos colores y modelos, productos de la industria local y un reflejo del orgullo cultural. Pero con la mitad de su gente sobreviviendo con menos de un dólar al día, el continente se ha transformado en un cubo de reciclaje. La gente se pelea por calzoncillos de diez centavos, camisetas de veinte centavos y tejanos de un dólar, descartados por occidentales.
Un joven en la selva congoleña lleva una camiseta que dice: "Alúmbrame, Scotty". En un cabaret de Lagos, una chica cándida de Nigeria se pasea en un salto de cama rojo sobre un sujetador ardientemente rosado usados. Un joven miliciano liberiano con un AK-47 lleva un curtido albornoz como si fuera un impermeable.
En Togo, la ropa usada es llamada "ropa de blancos muertos". Poca gente en este país de África occidental cree que una persona viva arroje estas cosas buenas a la basura. Los clientes en Uganda, Kenya y Tanzania llaman a la ropa usada, mitumba, la palabra swahili para bala de ropa.
"Sin mitumba, la mayoría de los ugandeses andarían hoy desnudos en el campo", se lamentaba un editorial en el principal diario del país, The Monitor'.
La insaciable demanda de las tiendas de los pueblos y crecientes mercados urbanos han transformado la ropa usada de Occidente en una industria que genera cientos de millones de dólares al año. La ropa es sólo el ejemplo más visible. Neveras y máquinas de aire acondicionado contaminantes, medicinas caducadas y colchones viejos son también normalmente importados y vendidos aquí. Vehículos usados importados de Japón salpican los caminos africanos. Anticuados ordenadores de segunda mano permiten funcionar a muchos gobiernos africanos.
El comercio en prensas de segunda mano proporciona a millones de africanos otro medio para hacer frente a la lucha diaria con la pobreza. Los clientes tienen ropa más barata, y legiones de vendedores se ganan la vida a duras penas, una camisa usada a la vez.
La mera supervivencia tiene un coste. El continente está perdiendo su capacidad de fabricar su propia ropa. Aunque el trabajo es barato, los africanos no pueden producir una camiseta que cueste menos que una usada. Todas las fábricas textiles de Zambia han cerrado. De las 200 fábricas de Nigeria, quedan 40. También ha cerrado la gran mayoría de las fábricas textiles de Uganda, Kenia, Nigeria y Malawi. Miles de trabajadores han comenzado a perder sus trabajos.
"Estamos cavando nuestras propias tumbas", dice Chris Kirubi, un industrial que culpó a la ropa usada de la desaparición de su fábrica de textiles. "Cuando haces tus propias ropas, empleas a granjeros para que cultiven algodón, gente para que trabaje en la fábrica de textiles y más gente para los talleres de ropa. Cuando importas ropa de segunda mano, te transformas en un vertedero".
La ropa usada comienza a menudo en Estados Unidos. Organizaciones de caridad como Goodwill y el Ejército de Salvación venden ropa donada por kilo a comerciantes mayoristas, que la clasifican. Las ropas en mejor estado terminan en boutiques en Estados Unidos, Europa o América Latina. La ropa de menos categoría, mucha de la cual está desteñida o descolorida, es etiquetada África A y África B.
Una vez en África, las balas de ropa pasan a lo largo de una cadena de comerciantes al mayoreo hasta que son descargadas de un camión en un mercado.
Varios países, incluyendo a Nigeria, han tratado de prohibir la importación de ropa usada; otros están tratando de cobrar aranceles por la importación. Pero incluso en Nigeria, que gana billones de dólares en exportaciones de petróleo, la demanda de ropa de segunda mano es alta y los vendedores son creativos.
Así, todas las mañanas antes del amanecer, el mercado de Yaba es un carnaval que estalla con los sonidos de los vendedores del día. Cargan sus mercaderías en carretillas y carromatos hechos en casa, aunque en realidad la mayoría las carga a la espalda, arrojándolas al suelo para un refrigerio rápido de una de las mujeres que calientan jarras de té y avena en unos carbones ardientes.
El mercado se extiende durante kilómetros, desparramándose desde una desordenada colección de tenderetes y edificios de acero oxidado. Yaba ni siquiera es uno de los cinco mercados más grandes de las afueras de Lagos, de 20 millones de habitantes.
"Algunos vendedores vienen aquí a hacer chanchullos", dice Anorue. "Pero los buenos vendedores saben que si tratas bien a tus clientes, que ellos volverán".
En una esquina, los vendedores de ropa se han reunido en torno a los rieles del ferrocarril. Hay 20 mil de ellos. Mientras los vagones se acercan -a veces varias veces al día- los vendedores corren a sacar sus tenderetes improvisados de las vías.
Muchos tienen especialidades. Izuka Aptazi, 23, opera el Pie de Atleta de Yaba. Todos los días Aptazi, que se pavonea con un jersey de Allen Iverson, de los Philadelphia 76, recorre el mercado buscando zapatos deportivos y jerseyes con los nombres de estrellas del deporte internacional. Algunos vendedores le venden jerseyes a precio de coste, directamente de las balas. Gana casi 30 dólares al mes.
Un jersey Shaquille O'Neal que le cuesta tres dólares puede ser vendido hasta por ocho. En Nigeria, donde enloquecen por el fútbol, incluso los fanáticos pobres pueden reunir unos dólares para comprarse una camiseta de la estrella francesa Thierry Henry, el delantero senegalés El Hadji Diouf o el antiguo súper estrella David Beckham del Manchester United.
Water Eoji, 26, vende mantales de mesa y cortinas a cerca de dos dólares la yarda. A menudo golpea a la puerta de los hoteles, ofreciéndose para adornar las habitaciones con cortinas que alguna vez estuvieron en hogares norteamericanos.
Junto a la pila se reúnen los vendedores de ropa interior usada, como Teresa Williams, cuyo negocio es a menudo citado por los africanos como prueba de lo bajo que han caído. ¿Cómo fue que la gente llegó a estar tan desesperada, se preguntan, como para comprar bragas usadas de otra gente? Debajo de un paraguas multicolor junto a las vías del ferrocarril, William se ocupa melancólicamente de sus pilas de bragas, a 25 centavos, y sujetadores, a 50 centavos. Vocea sus productos para animar a clientes potenciales. Pero William reconoce, avergonzándose, que ella no usaría nada de lo que vende.
Tres jóvenes matones pasan pavoneándose, mirando desdeñosamente sus arrugadas pilas de prendas. Cuando están a alguna distancia, William explota: "Te apuesto a que llevan calzoncillos usados debajo de los pantalones". Y estalla en risas.
Minutos más tarde, cuatro chicas de Surulere, un vecindario cercano conocido como la capital del cine de Nigeria, se paran y hurgan en la pila. Se deciden por media docena de bragas rosadas y negras.
Los nigerianos llaman estos lugares "boutiques agachadas", porque los clientes a menudo tienen que agacharse para ver la mercadería. Pero a nadie le importa agacharse si el precio vale la pena. Y el precio siempre se puede negociar.
John Muriamo, un maestro de 45 años y padre de cuatro adolescentes, llega dispuesto a negociar.
Tiene el equivalente de veinte dólares en el bolsillo del pantalón. Lleva una de las dos camisas blancas de manga larga que posee. Las dos están raídas. Tiene que sostener a su familia de seis con un salario de 325 dólares al año -algo menos de un dólar por día. Sin embargo, como a muchos africanos, a menudo le pagan tarde, si es que le pagan.
Con el sudor corriéndole por la cara debajo del sol tropical, Muriamo se para frente al tenderete de Precious Okoyo. Elige una camiseta amarilla de los Lakers y una camisa a cuadros para sus dos hijos mayores, y vaqueros anchos para los dos menores, de 14 y 15. Finalmente, elige para sí mismo una camisa de manga larga Ives Saint Laurent, de color blanco azucena que, incluso sin corbata, impone respeto entre los estudiantes.
Okoyo hace algunos cálculos mentales y le dice que le debe 4,200 naira, el equivelante de 28 dólares.
"Te daré 1,800 naira", propone Muriamo, elevando la voz por encima del bullicio del mercado.
No hay respuesta.
"Mire, señorita Precious, yo siempre le compro a usted", suplica. "¿No soy acaso su mejor cliente?"
Finalmente dice: "Todos tenemos que vivir".
"Maestro, dame 2,700 naira y seguiremos siendo amigos", dice Okoyo. "Pero recuerda, la próxima vez es mi turno".
Muriamo le entrega el dinero, coge la mercadería y agradece a Okoyo con un elaborado apretón de manos. Tiene una prenda de ropa para cada uno de sus hijos, una nueva camisa de trabajo, y le quedan dos dólares. Sus hijos se pondrán felices, y su familia comerá esta noche.
Como otros nigerianos, Muriamo usaba la colorida y cómoda agbada nigeriana en ocasiones especiales, o cuando él y su familia asistían a los servicios dominicales de la iglesia evangélica. No recuerda cuándo compró por última vez una de esos atuendos tradicionales. Ahora con sus veinte dólares compraría sólo una yarda o dos de artículos locales.
"Deberíamos obtener mejores tratos porque todo el mundo está tratando de hacer negocios", dice Muriamo sobre el mercado.
Una razón es la política de comercio exterior. Mientras que los textiles nigerianos se han hecho escasos y más caros, las reformas exigidas por los financistas internacionales han eliminado los enorme aranceles africanos sobre la importación de ropa, bajando así los precios.
Después de una década de usar ropa usada de Occidente, muchos africanos piensan que la necesidad se ha transformado en virtud. Sus niños ya no quieren usar otra cosa.
"Se quieran ver como estrellas del rap o del deporte, no podemos competir", dice J.P. Olarewaju, que encabeza una asociación de fabricantes de textiles de Lagos. "Los niños quieren llevar pantalones anchos y verse como héroes".
"El día que se prohíba la venta de ropa de segunda mano en este país será el más feliz de mi vida", dice Olarewuja, que lleva un traje floral africano, verde. Reconoce que no ha sido capaz de evitar que sus propios hijos hagan compras en las "boutiques agachadas".
Los comerciantes al por mayor eluden la prohibición embarcando las mercaderías hacia el vecino Benin, donde una mordida a los aduaneros garantiza su pasaje a Nigeria -y estimula la economía local. Quince por ciento de los ingresos de Benin proviene de las llamadas re-exportaciones.
Antes en Nigeria la ropa pasaba por una cadena de intermediarios antes de llegar a los ajetreados mercados con millones de clientes ansiosos. Incluso cuando el feroz sol de mediodía de África cae en picada sobre ellos, los vendedores y compradores sólo toman pausa.
En el mercado de Yaba, los compradores buscan los lugares más frescos; los comerciantes hacen pausa. La vendedoras corren con cacerolas sobre sus cabezas, ofreciendo avena, verduras y carne.
En frente de un tenderete engalanado con un cartel hecho en casa que dice: "Mano de Dios: Vendedores de Toda Clase de Pantalones, tales como Chinos, tejanos y Electrónica", unos jóvenes tocan tambores y calabazas de percusión. La música atrae a vendedores y clientes. Algunos bailan hasta que entran en trance con el frenético ritmo. Sus cuerpos sudorosos se contraen como los de los fieles en una reunión evangélica.
"Dios mío", cantan los jóvenes vendedores, con sus caras torcidas en lo que no se sabe si es dolor o éxtasis. "Deja que nos pasen cosas buenas".
La vida depende -para todos los vendedores- de una bala de ropa.
Hoy, Anorue, que comercia exclusivamente faldas y trajes para mujeres profesionales, está sonriendo. Su bala incluía tres trajes DKNY, dos trajes de Ann Taylor y algunas marcas italianas que él no conocía.
"Mis clientes son muy exigentes", dice. "Se van a poner contentos".
La próxima bala puede ser diferente. Pero la ropa no será desechada.
"Es como nuestro negocio de aceite de palma", dice Anorue, refiriéndose al lucrativo comercio del aceite de cocina de las palmas. "No se desaprovecha nada, ni las cascarillas".
22 de julio de 2004
©losangelestimes ©traducción mQh
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