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faluya en ruinas


[Jackie Spinner] En las escuelas las tropas iraquíes distribuyen alimentos y agua, y comidas para microondas, en una ciudad que todavía no tiene electricidad.
Faluya, Iraq. La noche en que llegaron los norteamericanos, Abu Saad se escondió en un pequeño cuarto en el fondo su casa en el centro de la ciudad y rogó que las bombas no lo encontraran. Él y su padre, hermano y sobrino intentaron acallar el ruido de la artillería con sus oraciones. Dios mío, cantaron una y otra vez, protégenos.
El miércoles, al describir esta dura prueba, Abu Saad, 31, recordó como la primera noche se transformó en día, y luego nuevamente en noche. Amaneció cuatro veces mientras ellos estaban en su escondite. Ayunaron durante el día, como ordena el mes sagrado de ramadán. Por la noche, Abu Saad corría a la cocina a cocinar un estofado de pollo y luego volvía a toda velocidad a su escondite, donde él y sus familiares desmenuzaban las presas con las manos y escuchaban el ruido de la ciudad que se derrumbaba a su alrededor.
A los cuatro días, Abu Saad oyó voces fuera, y luego el ruido de la puerta de calle que echaban abajo a patadas. En el cuatro de atrás, las fuerzas de seguridad encontraron a Abu Saad y sus parientes, vivos, pestañeando ante la luz, aliviados y alabando a Dios. Mientras los soldados iraquíes sacaban a Abu Saad de la casa , asegurándole que lo protegerían, vio por primera vez los escombros en que se había transformado lo que fue alguna vez su vecindario. Estupefacto por la vista del concreto desmoronado, las mezquitas destruidas y las tiendas agujereadas por las balas y proyectiles de artillería durante la lucha entre tropas norteamericanas e insurgentes, Abu Saad sintió que el corazón le explotaba.
"Esta es la ciudad de las mezquitas", dijo el miércoles, cuando estaba en la escuela de ladrillos amarillos cerca de su casa. "Me sentí triste al ver la ciudad, los edificios. Todavía me siento triste cuando hablo sobre esto".
Funcionarios norteamericanos e iraquíes declararon la semana pasada que la batalla por Faluya, que empezó la noche del viernes 8 de noviembre, había terminado y que la ciudad había sido liberada de los insurgentes que la controlaban desde abril. Sin embargo, el miércoles, la mayoría de las calles estaban desiertas. El único tráfico eran vehículos militares que pasaban a toda velocidad por la ciudad diciéndole a la gente dónde encontrar comida y agua, y muchos respondieron, apareciéndose en grupos con banderas blancas.
Durante los dos últimos días, más que 500 civiles que prefirieron esconderse antes que abandonar sus casas durante los ataques, se acercaron a la escuela y a una mezquita cercana, donde las tropas norteamericanas e iraquíes proporcionaban comida y agua.
"No hay una crisis humanitaria", dijo el mayor Jim Orbock, un soldado del Batallón de Asuntos Civiles Nº445. "Creo que controlamos bastante bien la situación. Los civiles están saliendo de sus casas y les estamos dando comida. Tenemos de todo -comida, agua".
La mayoría de los 250.000 habitantes de Faluya huyeron antes de que empezara la ofensiva, y Orbock dijo que era difícil calcular cuántos se habían quedado, probablemente menos de mil. "Sabemos que están ahí".
Abu Saad dijo que él envió a su madre y familia fuera de la ciudad antes de que empezara la batalla, pero su anciano padre se negó a marcharse. "No lo podía dejar atrás", dijo Abu Saad, un hombre flaco con un mostacho pulcramente recortado, vestido con una dishdasha de algodón gris oscuro, un atuendo tradicional. "Sabía que Dios me protegería".
El ejército iraquí es responsable de distribuir comida y agua en centros de distribución y el miércoles, un soldado que dijo que su nombre era sargento Habeed dijo que los civiles generalmente se ponían felices de ver a las tropas iraquíes. "Es muy, muy importante lo que estamos haciendo aquí", dijo Habeed. "Valía la pena".
Mientras Abu Saad esperaba por agua y comida en la escuela, llegó un niño de 12 años con los dientes picados y una sonrisa tímida y su puso su brazo en la cintura del hombre más viejo. Abu Saad se agachó y acarició al chico en la cabeza. El niño, Abdullah, era un vecino que también venía a recoger algo para comer.
Absullah dijo que su casa había sido dañada durante la batalla, pero que nunca tuvo miedo. "Dije: ‘Dios, tú eres el más grande', y me protegió", recordó Abdullah, que llevaba un polo de rayas azules metido en unos pantalones de chandal azules.
Cuando Ghamer, 36, y su tío Mohammad, 52, salieron a la calle para dirigirse a la escuela, Ghamer llevó un bastón con un andrajoso trozo de tela blanca atado a un extremo. Enrolló la tela blanca al entrar, y extendió su mano para que revisaran si había usado explosivos, lo que las fuerzas de seguridad habrían considerado un signo de que era un insurgente. Una vez controlado, le dieron un bolsa blanca rellena de caramelos y bocadillos y una comida para el microondas, aunque en la ciudad no había electricidad desde hacía una semana.
Ghamer, que se negó a dar su apellido, dijo que se había escondido en su casa hasta que fue destruida por proyectiles de artillería. Huyó a la casa de su tío y permaneció allí varios días hasta que se acabó el alimento y el agua. El lunes, fue a la escuela a por comida y ha estado viniendo todos los días, llevando su tela blanca en el bastón para que las tropas norteamericanas no lo confundan con un insurgente y lo maten.
El tío, Mohammad, que tampoco quiso mencionar su apellido, dijo que él culpaba a los combatientes extranjeros en la ciudad de provocar la batalla con las tropas norteamericanas. "Si los combatientes árabes dejaran la ciudad, no nos pasaría nada", dijo Mohammad. Sacudió la cabeza y estiró la mano para que lo revisaran.
Abu Saad recogió su bolsa y se marchó a casa, donde planeaba pasar el resto del día limpiando la casa y el jardín.
Lo hacía sentirse mejor, dijo, y su madre volvería pronto a casa. Quería tener la casa limpia para entonces.

18 de noviembre de 2004
19 de noviembre de 2004
©washington post
©traducción mQh

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