el síndrome saudí
Preocupa a la opinión liberal estadounidense el financiamiento saudí del wahhabismo, la versión más intolerante del islam.
La próxima vez que piense en comprar el coche familiar que ajuste satisfactoriamente el peso con un kilometraje infinitesimal por galón, quizás querrá saber dónde termina finalmente ese dinero de la gasolina. Parte del precio por cada galón ayuda, aunque indirectamente, a financiar las mezquitas y escuelas religiosas en todo el mundo que difunden una variante fanática del islam que legitima los atentados terroristas. Este financiamiento, que llega a billones de dólares al año, proviene del gobierno y de organizaciones benéficas privadas de Arabia Saudí, un país que recibe ahora gruesamente unos 80 billones de dólares al año por sus exportaciones de petróleo.
Arabia Saudí es la fuente de sólo un 15 por ciento del petróleo importado por Estados Unidos. Pero debido a que el petróleo es una mercadería intercambiable en los mercados mundiales, cada barril que importa Estados Unidos, provenga de Venezuela, Nigeria o México, contribuye a subir los precios que obtiene Arabia Saudí, el más grande exportador de petróleo del mundo. Estados Unidos importa ahora más de la mitad del petróleo que consume, y más de la mitad del consumo estadounidenses consiste en combustible de vehículos. Gracias a los consumidores estadounidenses de gasolina, a las bullentes fábricas chinas y a otros países sedientos de consumo, este año ha sido extremadamente beneficioso para los países exportadores de petróleo. La demanda global alcanzó niveles récords, y la producción de la OPEC llegó a su nivel más alto desde 1979. Incluso con el último bajón en los precios del petróleo, los bajos costes de producción de Arabia Saudí le permiten cosechar un alto margen por cada barril vendido.
El gobierno saudí, él mismo atacado por Al Qaeda, no participa directamente en el financiamiento del terrorismo, y desde el 11 de septiembre de 2001 ha respondido a la presión estadounidense para controlar el flujo de fondos benéficos hacia los grupos terroristas. Pero lo que todavía paga, y lo que las organizaciones benéficas obligan a sus ciudadanos a pagar, es una red mundial de mezquitas, escuelas y centros islámicos que difunden la beligerante e intolerante versión wahhabi del islam, que es dominada por Arabia Saudí. Como resultado de su generosidad financiada por el petróleo, las enseñanzas de líderes musulmanes más tolerantes y más humanos pierden terreno en países como Indonesia o Pakistán. Las mezquitas wahhabi que glorifican la guerra santa armada también hacen alarmantes avances entre las poblaciones musulmanas de Europa y Estados Unidos.
Durante años, el dinero del petróleo de Arabia Saudí financió al régimen talibán de Afganistán y proporcionó apoyo financiero al gobierno de Pakistán. Fue la ayuda saudí la que permitió a Pakistán desafiar las sanciones internacionales impuestas por sus pruebas con bombas atómicas. Sin el dinero saudí habría sido dudoso que el crónicamente pobre Pakistán hubiera sido incluso capaz de desarrollar armas nucleares y las tecnologías cruciales relacionadas con las armas nucleares que sus científicos pasaron a Irán, Libia, Corea del Norte y probablemente otros países.
No hay una siniestra conspiración saudí en esto. Es simplemente lo que cualquiera puede esperar que ocurra cuando las exorbitantes sumas del dinero del petróleo fluyen en una monarquía absoluta que basa su legitimidad en un islam militantemente puritano y no ofrece ninguna pretensión de responsabilidad política o contabilidad transparente. Mientras más copiosamente fluye el dinero del petróleo, menos presión siente una familia real saudí dividida para emprender el tipo de dificultades políticas y reformas económicas que podrían en teoría romper el vínculo entre el petróleo y el terror.
El síndrome saudí no es la única razón por la que los estadounidenses necesitarán ponerse mucho más serios en lo que se refiere a la conservación de la energía. Pero es una razón muy convincente.
1 de enero de 2005
3 de enero de 2005
©new york times
©traducción mQh
Arabia Saudí es la fuente de sólo un 15 por ciento del petróleo importado por Estados Unidos. Pero debido a que el petróleo es una mercadería intercambiable en los mercados mundiales, cada barril que importa Estados Unidos, provenga de Venezuela, Nigeria o México, contribuye a subir los precios que obtiene Arabia Saudí, el más grande exportador de petróleo del mundo. Estados Unidos importa ahora más de la mitad del petróleo que consume, y más de la mitad del consumo estadounidenses consiste en combustible de vehículos. Gracias a los consumidores estadounidenses de gasolina, a las bullentes fábricas chinas y a otros países sedientos de consumo, este año ha sido extremadamente beneficioso para los países exportadores de petróleo. La demanda global alcanzó niveles récords, y la producción de la OPEC llegó a su nivel más alto desde 1979. Incluso con el último bajón en los precios del petróleo, los bajos costes de producción de Arabia Saudí le permiten cosechar un alto margen por cada barril vendido.
El gobierno saudí, él mismo atacado por Al Qaeda, no participa directamente en el financiamiento del terrorismo, y desde el 11 de septiembre de 2001 ha respondido a la presión estadounidense para controlar el flujo de fondos benéficos hacia los grupos terroristas. Pero lo que todavía paga, y lo que las organizaciones benéficas obligan a sus ciudadanos a pagar, es una red mundial de mezquitas, escuelas y centros islámicos que difunden la beligerante e intolerante versión wahhabi del islam, que es dominada por Arabia Saudí. Como resultado de su generosidad financiada por el petróleo, las enseñanzas de líderes musulmanes más tolerantes y más humanos pierden terreno en países como Indonesia o Pakistán. Las mezquitas wahhabi que glorifican la guerra santa armada también hacen alarmantes avances entre las poblaciones musulmanas de Europa y Estados Unidos.
Durante años, el dinero del petróleo de Arabia Saudí financió al régimen talibán de Afganistán y proporcionó apoyo financiero al gobierno de Pakistán. Fue la ayuda saudí la que permitió a Pakistán desafiar las sanciones internacionales impuestas por sus pruebas con bombas atómicas. Sin el dinero saudí habría sido dudoso que el crónicamente pobre Pakistán hubiera sido incluso capaz de desarrollar armas nucleares y las tecnologías cruciales relacionadas con las armas nucleares que sus científicos pasaron a Irán, Libia, Corea del Norte y probablemente otros países.
No hay una siniestra conspiración saudí en esto. Es simplemente lo que cualquiera puede esperar que ocurra cuando las exorbitantes sumas del dinero del petróleo fluyen en una monarquía absoluta que basa su legitimidad en un islam militantemente puritano y no ofrece ninguna pretensión de responsabilidad política o contabilidad transparente. Mientras más copiosamente fluye el dinero del petróleo, menos presión siente una familia real saudí dividida para emprender el tipo de dificultades políticas y reformas económicas que podrían en teoría romper el vínculo entre el petróleo y el terror.
El síndrome saudí no es la única razón por la que los estadounidenses necesitarán ponerse mucho más serios en lo que se refiere a la conservación de la energía. Pero es una razón muy convincente.
1 de enero de 2005
3 de enero de 2005
©new york times
©traducción mQh
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