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torturas engendran violencia


Creciente oposición a las torturas de prisioneros, que redunda en que soldados y personal norteamericanos sean pagados con la misma moneda en países hostiles.
Nuevas pruebas sobre la tortura de prisioneros a manos de soldados y agentes secretos estadounidenses -y de gobierno extranjeros que colaboran secretamente con Estados Unidos- son asombrosas por varias razones obvias. Este tipo de brutalidades violan tanto leyes norteamericanas como tratados internacionales. Pone en peligro a soldados estadounidenses que en el futuro pueden ser capturados en países hostiles. Y degrada al país, en casa y en el extranjero.
Ahora queda cada vez más claro que este extendido y arbitrario maltrato de los prisioneros es un miserable fracaso que no ayuda en nada a la guerra contra el terrorismo.
Informe tras informe muestra que la inmensa mayoría de los capturados en las campañas anti-terroristas norteamericanas eran inocentes. Los que pueden haber sido culpables han entregado pocas informaciones útiles, y que ahora no pueden ser juzgados ni castigados porque fueron detenidos ilegalmente y torturados. Otros simplemente mintieron bajo coerción, proporcionando un amplio arsenal de desinformación a expensas de la auto-estima estadounidense. La doctrina militar dice que los interrogatorios son inútiles después de algunos días, al mismo tiempo que la tortura produce confesiones falsas.
Jane Mayer escribió recientemente en el New Yorker sobre Maher Arar, un ciudadano canadiense nacido en Siria y detenido por agentes norteamericanos sobre la base de vagas sospechas de tener vínculos con terroristas. Dice que fue embarcado a Siria, un país frecuentemente denunciado por Washington por su brutalidad, y torturado durante un año. Mayer escribió que Arar "eventualmente confesó a todo lo que exigieron sus torturadores", pero los sirios dijeron que no habían encontrado lazos con el terrorismo.
En el Times del domingo, Raymond Bonner escribió sobre Mandouh Habib, acusado de ayudar en el adiestramiento de algunos de los secuestradores del 11 de septiembre de 2001. Incluso si es culpable, no podrá ser acusado nunca. Habib dice que fue golpeado por carceleros norteamericanos en Bahía Guantánamo, donde una interrogadora le arrojó lo que parecía ser sangre menstrual. Fue luego embarcado a Egipto, donde, dijo, fue golpeado y quemado.
Esos informes no pueden ser desechados como fábulas inventadas por los enemigos del país; se ajustan a métodos documentados por testigos, la Cruz Roja Internacional y las propias investigaciones del gobierno norteamericano. El gobierno de Bush todavía se aferra a su medida de "entrega extraordinaria", un eufemismo burocrático para enviar a prisioneros a países donde la opinión pública y la prensa no protestan contra las torturas. El nuevo fiscal general, Alberto Gonzales, defendió la medida en sus recientes comparecencias de confirmación en el Senado.
Lo que ha estado ocurriendo aquí no es lo que los partidarios de las políticas del gobierno describen: una terrible, pero necesaria y experta investigación reservada para los peores terroristas, que guardan secretos que pueden costar vidas inocentes. Esas son historias de ciencia ficción del siglo 21, donde Kiefer Sutherland salva a la humanidad con un bien colocado golpe de pistola. Ahora lo que hay es un sistema concebido apresuradamente, formulado ineptamente e incompetentemente aplicado, y ahora fuera de control. Rebaja la humanidad de la gente que lo practica, y la de los ciudadanos que lo aprueban.
Un juez israelí, Aharon Barak, lo resumió hace seis años cuando resolvió que las torturas de los prisioneros palestinos eran ilegales. "Este es el destino de la democracia", dijo, "cuando se cree que todos los medios son aceptables y que se pueden emplear todos los métodos que emplea el enemigo".

15 de febrero de 2005
©new york times
©traducción mQh

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