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vida de un vendedor viajero


[Marjorie Miller] Recordando al otro Arthur Miller.
Mi padre era un vendedor llamado Arthur Miller, y la muerte del dramaturgo me hizo recordar esta ironía. Me incitó a pensar en qué es un nombre y qué una vida.
Después de asistir a la Universidad de Michigan (cuatro años después del otro Arthur Miller), mi padre vendió gasolina y llantas en su nativa Iowa, luego empaquetó a su esposa e hijos en una furgoneta de 1960 y, como otros muchos antes de él, se dirigió al Oeste en búsqueda de su sueño de una vida mejor. Tuvo un negocio de llantas y bicicletas en California del Norte antes de quebrar, y luego se trasladó al sur a vender herramientas a compañías de defensa y aeroespaciales.
Mis padres toparon con la mística de Arthur Miller durante su viaje de luna de miel hacia California. Esto fue en una época en que las mujeres todavía llevaban guantes blancos cuando salían a comprar al centro de la ciudad y usaban siempre el nombre del marido. Mi madre hizo una cita en la peluquería de Beverly Hills a nombre de la señora de Arthur Miller y cuando llegó el lugar estaba a punto de reventar. Cuando se presentó a sí misma, la gente en torno a ella pusieron cara larga y mi madre se dio cuenta de que ellos habían estado esperando a Marilyn Monroe. "Si queréis saber lo que es desilusión, imaginad como se siente mi marido", chasqueó.
Mi padre vivía feliz de poder sacar ventaja del nombre de Arthur Miller. Cuando llamaba para reservar una mesa en un restaurante y un aspirante a actor le preguntaba: "¿El escritor Arthur Miller?", no se compungía en decir que sí, si eso le reportaba una mesa. A menudo lo hacía y colgaba con la sonrisa de un gato que se acaba de comer un ratón: "Yo sé escribir".
Más a menudo, sin embargo, era el personaje Willy Loman, de ‘Muerte de un viajante', el que obsesionaba a mi papá. Y como para muchos hombres que se hicieron maduros durante la Segunda Guerra Mundial, los ingresos y la auto-estima iban tomados de la mano en este Arthur Miller. Trabajaba tenazmente para mantenerse a flote, y se decepcionaba de sí mismo por no ganar más.
Había un montón de diferencias entre Loman y mi papá. Entre ellas, Loman compró una casa en Nueva York, y era empleado en el negocio de otro, mientras que papá alquilaba un apartamento en Santa Mónica y era independiente. Pero compartían algunos de los mismos valores y sufrían humillaciones parecidas. Loman necesitaba no solamente ser aceptado, sino "bien acogido" y se sintió traicionado por una empresa que consumió la fresca pulpa de sus años productivos y luego se deshizo de él como si fuera la cáscara de una naranja. Papá quería ser conocido como un hombre honesto y, sin haberse nunca plenamente al turbulento mundo de los negocios de las grandes ciudades, se sentía traicionado cuando otros lo adelantaban, moviéndose más rápido y sin respetar las reglas.
Papá era amable y gracioso, pero eso significaba menos para él que su sueño de conducir un caro coche norteamericano y dar a mi mamá las baratijas que veía en las esposas de otros hombres. En lo fundamental, quería ganarse el respeto que él creía que tenía que ver con el dinero.
Amaba a su familia. Pero cuando discutíamos sobre política, él pensaba que no le respetábamos. Habiendo servido en el Ejército, se enfurecía con las amenazas de mi hermano de mudarse a Canadá si lo llamaban a hacer el servicio militar durante la Guerra de Vietnam. Dijo que me había enviado a la universidad para que encontrara marido y no podía entender por qué no quería comprar un seguro de vida a los 18 años para mis hijos futuros. "No tengo intenciones de tener marido o hijos", protestaba yo.
Mi rebeldía era un rechazo de su vida, y de una absoluta falta de respeto. Pero entonces me casé, tuve hijos, y compré un seguro.
Santa Mónica prosperó en una década, pero no mi padre. A medida que los contratistas aeroespaciales y de defensa cerraban sus puertas, Papá debía viajar cada vez más lejos para vender algo. Se ponía contento cuando tenía "un montón de carne en el asador", pero a medida que pasaba el tiempo más se frustraba y retraía. A menos que estuviese con otros vendedores.
A mi padre le gustaba hablar con tenderos y cajeros y vendedores de puerta–en-puerta. Terminamos con innumerables cosas que no necesitábamos. No podía decir no. Lo más cerca que estuvo de decir no fue una noche durante la cena en los años sesenta, cuando un vendedor llamó a la puerta para vendernos subscripciones a revistas, y oímos a Papá decir: "Lo lamento, pero esta es la casa de mi tío Harry Kavarne y él está en Guatemala". A partir de ese momento, el tío Harry fue el miembro ausente de nuestra familia.
Más normalmente, Papá compraba un espantoso burro de yeso a un pregonero en el cruce de fronteras en Tijuana-San Diego.
"Mira, eso es bonito", dijo, para sacarnos una sonrisa. "Voy a comprar uno.
"¿Cuánto cuesta?", gritó por la ventana y por encima de nuestras protestas. Negoció para subir el precio, tratando de hacernos reír todavía más, pero podías estar seguro de que lo hacía porque el pobre vendedor le había llegado al alma.
A diferencia de Willy Loman, mi papá murió de causas naturales. Pero mucho antes de eso, creo que él, como Willy, murieron mil muertes cuando las ventas les impidieron realizar el sueño americano.

20 de febrero de 2005
©los angeles times
©traducción mQh

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