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otra vida a cambio de una receta


[Ginia Bellafante] Algunos reclusos pueden aprender a cocinar para tener una segunda oportunidad en la sociedad.
En 1991 Corey Ford, ahora un alegre hombre de 34 de aspecto de enorme panda, llegó a la Penitenciaría de Downstate en Fishkill, Nueva York, para pasar ahí 14 meses por cargos de tráfico de drogas y posesión de armas de fuego. Doce años más tarde las circunstancias lo enviaron brevemente a la Isla de Ricker, dejando a su esposa, temía, con renovados motivos para re-evaluar su compromiso.
Para su sorpresa, la esposa de Ford siguió con él, y si no hubiera sido por su dedicación y toda la gratitud que engendró, el destino habría encontrado pocos motivos para ponerlo frente de los ingredientes para hacer una pasta de aglio e olio.
"Cada vez que tengo problemas, está ella ahí, y me emociona, me emociona todos los días", dijo Ford sobre la mujer con la que ha estado casado durante 15 años. "Es trabajadora, está casi siempre cansada", dijo, "y todo lo que hago yo es sacar la carne del congelador".
Su ambición de llevar más a su cocina que un asado derretido no le otorgará de inmediato la paridad marital, pero de momento lo ha llevado al Curso de Cocina Práctica y Nutrición de la Señorita Betty. El curso de ocho semanas para jóvenes padres que han estado en prisión es ofrecido por la Fortune Society, un grupo de derechos civiles de Chelsea que trata de rehabilitar a ex convictos y condenados a penas de prisión.
La Señorita Betty es Betty Wilson, una mujer de 62 años que no tiene antecedentes penales. Antigua operadora de cámaras de televisión y peluquera de moda, Wilson es una cocinera de casa que divide su tiempo entre el Upper West Side y Washington, donde trabaja su marido para la Rand Corporation.
Fundada hace 38 años, la Fortune Society ha durante largo tiempo ofrecido cursos en educación de párvulos, control de la agresividad y salud, entre otros. "Cuando me enteré de lo de las clases de cocina", dijo María Pérez, consultante de la organización, "pensé: ‘¿Así que ahora van a aprender a cocinar, eh? ¿Para qué sirve?'"
"Pero construye la estima propia. La mayoría de estos tíos viven en la ciudad, han crecido con Kool-Aid y una bolsa de chips. Esto les está dando estructura. Han llegado a un punto en qué realmente están logrando algo".
"Tú pensarías que una mujer blanca se integraría, pero la dinámica es pasmosa. "Señorita Betty", esto, "Señorita Betty", lo otro... Están aprendiendo maneras. Realmente son cosas que se pueden cambiar".
Wilson organiza el curso en torno a la preparación de un gran almuerzo. Sureña de nacimiento, favorece la enunciación formal, y da sus instrucciones -para rallar el queso o lavar la lechuga- como si estuviera supervisando una producción de escuela secundaria de ‘Our Town' [Nuestra Ciudad]. Antes de que se sirva la comida, exige que sus estudiantes se saquen los gorros, sacando algunos ella misma. "¿Te conté lo que era sentarse a la mesa de la abuela los domingos?"
El jueves pasado, el primer día de Ford en clases, le tocó picar el perejil para el aglio e olio, el primer plato de un menú que incluía un bisté de flanco asado a la plancha, alcachofas asadas y torta de vainilla. Ford, cuya voz retumba como si un juguete a motor estuviera zumbando en su garganta, movió el cuchillo de cocinero como un abanico -como se exige- sobre un montículo de hierbas, dejando ver que él no había cocinado nunca antes otra cosa que huevos y hamburguesas.
Ford, que tiene cuatro hijos entre las edades de 6 a 19, dijo que en 1998 él abrió una floristería en la Avenida de Utica en Brooklyn y tuvo problemas con los traficantes de drogas que se apostaban fuera. "Les mostré una pistola, les hice saber que no lo toleraría", dijo. "Ellos dijeron que ellos habían llegado primero, pero igual yo no los iba a tolerar. Mis hijos estaban ahí siempre y eso no lo iba a tolerar". Después de siete meses, Ford, derrotado, decidió cerrar la tienda y finalmente, dijo, volvió a vender drogas. "Estaba tratando de llegar a fin de mes, pagar algunas cuentas, hacer algo por mis hijos", dijo. Ford fue dejado en libertad bajo fianza más tarde el año pasado después de cumplir una sentencia de 32 días por otro cargo relacionado con las drogas.
De momento, Ford había picado una torre de perejil y Wilson le dijo que lo había hecho bien.
"Espera, no me salió bonito", dijo. "Gracias por pararme. Estaba perdiendo el control, piqué demasiado".
"No, no, el perejil no está nunca demás", le aseguró Wilson.
"Ya veremos, pero eso es algo que puedo contar en casa", respondió Ford, como si le hubieran entregado el secreto de Stonhenge. "El perejil no está nunca demás".
Las alcachofas provocaron menos entusiasmo. La alcachofa, se enteró rápidamente Wilson cuando contó las manos, era una verdura no conoció nadie en la clase. "Sea lo que sea, no la voy a comer; es una especie de piña que te pincha, y no la volveré a tocar", dijo un alumno de 20 años que dio su nombre sólo cuando lo anunció Wayne. La semana anterior, cuando Wilson pidió a sus alumnos que dibujaran una comida nutritiva balanceada, Wayne dibujó un pequeño muslo, unas seis arvejas, un vaso de leche y un montón de patatas machacadas que parecía el mapa de Rusia.
Ese mismo día, cuando ella preguntó si alguien podía decir cuál era el propósito del agua acidulada -había llevado alguna para impedir que se afeara la ensalada de frutas-, Wayne dijo que te podía ayudar a bajar de peso.
La mayoría de los estudiantes del curso de cocina vienen el programa Alternativas a la Cárcel, de la Fortune Society, que trabaja con los tribunales para reducir o eliminar la estadía en prisión de procesados que participan en los programas sociales y educacionales de la sociedad. De vez en vez Wilson, que ha enseñado a decenas de estos jóvenes a freír bagre, componer un almuerzo de picnic, identificar la albahaca y hacer la tarta de piña volteada, por un tiempo pierde de vista a su demografía, como la semana pasada, y envía a sus alumnos a buscar porcelana y vajillas de plata en las ventas de patio. La sugerencia impulsó a uno a preguntar a Wilson si ella había estado en Bushwick.
"Los tipos se resisten contra las verduras y contra cualquier cambio en su modo de comer", dijo Wilson sobre los desafíos a los que hace frente en su trabajo. "Hay un montó de resistencia contra el cerdo. Creo que un montón de los que han estado en prisión han oído a negros musulmanes a hablar sobre el asunto, y el cerdo es una de esas cosas que no puede solucionar".
Wilson lleva un diario, escribiendo apuntes sobre sus alumnos más entusiastas. Uno de ellos, Kalween Rodríguez, cuyo nombre fue inspirado por nacer en Halloween, se graduó de la Fortune Society hace unos meses después de recibir una sentencia de cinco meses por un cargo de robo con intimidación. A los 20, tiene un hijo de 3 y una hija de 1. Desde enero ha estado cocinando, basándose en una resma de notas que tomó en las clases de Wilson.
El plato que más le gusta preparar es el lomito saltado. "Lleva arroz blanco, cualquier tipo de arroz, patatas fritas, lonjas de bisté, todo combinado con tomates", explicó Rodríguez. "Las patatas fritas absorben el sabor del bisté. Hay que echar las patatas cuando el bisté esté cociéndose, y es delicioso, fabuloso. Lo comería incluso la gente poco imaginativa que nunca sale a comer".
Y sin embargo hay muchas cosas de la vida de cocina que encuentra pesadas. "Hay un montón de cosas que no me gustan, las partes difíciles, congelar, trocear un pollo", dijo Rodríguez. "Tengo estas tijeras especiales que pueden cortar incluso una moneda y todo, pero no las aguanto".
Para Rodríguez, que pasó sus años juveniles en Covenant House, cocinar le ha abierto el mundo de la vida de familia.
"He vivido en instituciones la mayor parte de mi vida", dijo. "Nunca tuve una cena de familia.
"Ahora saco a mis niños. Tenemos una mesa de pingpong, y le arrimamos sillas y comemos. Eso es lo que yo echaba de menos y nadie debería perdérselo, es precioso".

12 de marzo de 2005
©new york times
©traducción mQh
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