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lovecraft, horror empalagoso


[Daniel Handler] Horror empalagoso.
Es imposible leer la obra de H.P. Lovecraft (1890-1937) sin sentir una sensación familiar. La garganta se cierra. Los labios se fruncen. Un escalofrío recorre tu cuerpo, y te llevas involuntariamente las manos a la boca. Pero toda resistencia es vana, y sucumbes -a un profundo ataque de risa tonta.
Por supuesto, esto no es el efecto al que aspira Lovecraft. "La emoción más antigua y fuerte de la humanidad", dice su famoso lema, "es el temor", y el autor quiso desde el principio mismo -su primera historia, que escribió a los 14, fue ‘La bestia en la cueva'- continuar la grandiosa tradición literaria de hacer que los adultos se pregunten si ese leve sonido chirriante no sea la garra de alguna tenebrosa bestia que se ha instalado, de algún modo baboso, digamos en el armario walk-in de mi dormitorio.
Esta es una estupenda tradición, y la sombra de Lovecraft planea pesadamente sobre ella. Pero como otras muchas influencias seminales -los practicantes modernos, desde Stephen King a Joyce Carol Oates, lo saludan como una figura crucial-, no es tan leído como admirado, y francamente no es difícil ver por qué. Tal como observó Óscar Wilde de "que uno debe tener una corazón de piedra para leer sin reír la muerte de Little Nell", es difícil aventurarse en una historia de Lovecraft sin estalalr en carcajadas, para no mencionar el castañeo de dientes. Las historias de Lovecraft son tan recargadas que dejan a Jules Verne como provinciano y a Edgar Allan Poe como un realista bien adaptado; empuja los ya extremos límites del gótico, los géneros de horror y ciencia ficción -no tanto de la manera en que John Ashbery estiró los bordes de la forma poética, sino más como un Spinal Tap estira los límites del heavy metal: subiendo el volumen a 11.
Un científico en una historia de M.R. James puede tropezar con extrañas circunstancias que se hacen cada vez más siniestras; en ‘La declaración de Randolph Carter', de Lovecraft, desciende a una cripta prohibida en mitad de la noche para localizar el origen de un fantasmagórico sonido. Un personaje de Wilkie Collins puede descubrir un curioso documento en un cajón con llave; en ‘El horror de Dunwich', de Lovecraft, el documento ha pasado por las manos de varias figuras misteriosas, todas las cuales murieron por locura o, puede parecer a veces, al revés. En una película de John Carpenter le querrías preguntar a un personaje: "¿Por qué sales de la casa en su camisón cuando sabes que hay un asesino acechando en las cercanías?" En ‘La sombra fuera del tiempo', no sabes qué decirle a Nathaniel Wingate Peaslee, que sufre de cinco años de amnesia debido a que es poseído mentalmente por seres invisibles de una dimensión sobrenatural.
Esta dimensión preternatural, convenientemente, agrega una dimensión sobrenatural al mundo de Lovecraft. Dedica bastante espacio a inventar y explorar una mitología de su propia imaginación, si mitología es en realidad el término adecuado para algo tan absolutamente alejado de la razón cotidiana. Mientras Bram Stoker y Poppy Z. Brite sacaron tajada de leyendas de la Transilvania de antaño, Lovecraft creó un mito que es puro invento -o, más exactamente, puro moho. Mi-Go es una de las atracciones más viscosas del mito de Cthulhu de Lovecraft, llamado así por Cthulhu, una especie de compuesto de dragón-pulpo-humano que merodea volviendo locos a los hombres. Mi-Go es una de las criaturas menos locas en el mundo de Cthulhu, aunque la descripción de Lovecraft es difícilmente reconfortante:
"Eran cosas de un metro y medio de largo; sus cuerpos crustáceos tenían un par de aletas dorsales o alas membranosas y varios pares de miembros articulados, y una especie de elipsoide retorcido, cubierto de montones de cortísimas antenas donde debería estar la cabeza". Los transeúntes están "absolutamente seguros de que no eran humanos, a pesar de alguna semejanza superficial en tamaño y apariencia general. Y, dijeron los testigos, no podían ser animales de Vermont".
Yo diría que no. Mientras que la idea de un mundo invisible es difícilmente exclusiva de Lovecraft -creadores de fantasías desde Coleridge a Rowling, se han divertido espiando debajo de las piedras-, uno difícilmente puede imaginar un universo más alejado del nuestro que el de Cthuhu. Biológicamente imposible, logísticamente irrealizable y lingüísticamente impronunciable, es un mundo que te hace querer echar llave a todos los roperos antes que meterte en ellos. No sorprende que los chamuscados testigos de las excursiones cthuthanas nos hablen en un lenguaje tan impronunciablemente florido como el universo que intentan describir. Los narradores de Lovecraft están desesperados de miseria, y vale la pena citar a varios de estos histéricos cuando empiezan sus historias, para acercarse al acumulado tono de tanto retorcimiento de manos:
"Condenado es aquel que recuerda las largas horas de soledad en vastos y deprimentes aposentos con lienzos marrones y enloquecedoras hileras de libros antiguos, o en sobrecogidas esperas en arboledas penumbrosas de árboles grotescos, gigantescos y rodeados de lianas que estiran silenciosamente hacia arriba sus torcidas ramas. Ese es el destino que me dieron los dioses -a mí, el atontado, el desilusionado; el estéril, el quebrado".
"De Herbert West, que era mi amigo en la universidad y en el más allá sólo puedo hablar con el más extremo terror... Ahora que no está y se ha roto el hechizo, el temor es todavía más grande. Los recuerdos y posibilidades son todavía más espantosas que las realidades".
"Le vi una noche de insomnio cuando yo caminaba desesperadamente para salvar mi alma y mi visión. Mi llegada a Nueva York fue un error; pues mientras yo había buscado el conmovedor asombro e inspiración en los rebosantes laberintos de viejas calles que serpentean infinitamente entre olvidados patios y plazas y muelles y entre plazas y muelles igualmente olvidados, y en las ciclópeas y modernas torres y pináculos que se elevan sombríos debajo de las lunas menguantes de Babilonia, sólo encontré en lugar de eso una sensación de horror y opresión que amenazaba con dominarme, paralizarme y aniquilarme".
¿Por qué no trató de buscar en Brooklyn, señor? El nivel de angustia, justo en esas pocas frases, es tan exagerado -¿una sensación de horror y opresión que amenaza con dominarte, paralizarte y aniquilarte?- que cuando llega el momento del clímax de ese horror, el narrador parece estar protestando demasiado. "Hay horrores más allá del horror", dice uno de esos miedosos, justo cuando al final está llegando la bestia, "y este fue uno de esos núcleos de todos los horrores imaginables que el cosmos salva para hacer estallar a los condenados e infelices pocos". Vamos, no pudo dejar de decir este lector. Dime primero cómo se ve el monstruo. Metido en una antología entre los capas y espadas de Bram Stoker y los voraces monstruos de Dean Koontz, Lovecraft los supera a todos en capas, espadas y monstruos voraces, pero después de cuatro o cinco de estas historias, el efecto es demoledor. Lovecraft domina, paraliza y aniquila al lector, y ahora el lector quiere un poco de Wodehouse, gracias mil.
Sin embargo, es aquí -cincuenta páginas de esta antología de más de 800- donde algo comienza a cambiar, y lo que se suponía que era sublime (pero en realidad es ridículo) se transforma en algo que se suponía que tenía que ser ridículo, pero en realidad es sublime. Parte de esto es simplemente acostumbrarse a un estilo de prosa melodramática, pero también hay innegablemente un peso emocional acumulativo. Un narrador histérico es desalentador; cuatro es un chiste; pero 22 es algo completamente diferente y en el curso de esta compilación -bien escogida por Peter Straub- el credo de Lovecraft quedan bastante claro. Podría decirse que la emoción más antigua y fuerte de la humanidad no es el temor. El primer estado emocional, en la Biblia, es la soledad. Después de un día de estar dando nombre a los animales, Adán está dispuesto para entregar una de sus nuevas costillas por un poco de compañía, y los héroes de Lovecraft están igualmente privados.
En Poe hay usualmente una joven inocente que sirve tanto como salvadora como de víctima de los horrores sueltos, pero en Lovecraft los hombres son estudiantes aislados o científicos fanáticos cuyas familias y seres queridos se han alejado en la estela de las macabras obsesiones de estos hombres -y en la cronología de Lovecraft en la contraportada del libro nos entrega una imagen similar de su creador. "Sufre otro ‘cuasi crisis nerviosa'", se lee en otro principio, cuando el autor tiene apenas 10 años. "Cultiva un interés en la Antártica". Su mirada continúa fijándose en horizontes vacíos y fríos; su salud continúa empeorando; así también su breve matrimonio con una mujer cuyo rasgo distintivo parece ser la necesidad de seguir un ‘cura de reposo'. Sus especulaciones sobre la raza y la inmigración no muestran, para decirlo ligeramente, un gran aprecio de otras culturas. A pesar de su profesado interés en las ciencias, sus personajes tienen poca fe en que allane el camino de la razón: "Las ciencias", advierte un narrador, "no nos han causado demasiado daño; pero algún día la colección de conocimientos disociados entregarán unas vistas tan terroríficas de la realidad, y de nuestra espantosa posición en ella, que nos volveremos locos ante la revelación o huiremos de la mortífera luz hacia la paz y seguridad de una nueva tenebrosa era". En realidad, la gente parece estar huyendo en las historias de Lovecraft antes de que ocurra cualquier cosa antinatural. "Los viejos han desaparecido, y a los extranjeros no les gusta vivir aquí", escribe Lovecraft, definiendo la escena. "Lo han intentado los franceses canadienses, los italianos, y los polacos han venido y partido. No se debe a nada que pueda ser visto u oído o manejado, sino a algo imaginado".
Si uno gasta suficiente tiempo en los desolados paisajes de Lovecraft, uno empieza a tener miedo: no el miedo que uno tendría si se encontrara con criaturas sobrenaturales, sino el temor de no encontrar nada más. Y lo que al principio parece terriblemente exagerado, se acumula hasta transformarse en un espeluznante minimalismo. Tomado como un todo, la obra de Lovecraft exhibe un desesperado aislamiento no muy diferente al de Samuel Beckett: hombre solitarios tras hombre solitario, caminando sin objetivo a través de una ciudad de sombras o escondiéndose en el vacío rural, a la búsqueda de secretos informulables o siendo perseguido por secretos inconfesables, todo para nada y sin obtener consuelo. Hay algo divertido en todo esto -en pequeñas dosis. Pero al final de esta antología, uno no oye tantas risas tontas como los ecos de esas risas tontas a medida que se esfuman en el aire -solas, desesperadas y, sí, te ponen los pelos muy de punta.

Daniel Handler escribe novelas bajo su propio nombre y como Lemony Snicket.

19 de abril de 2005
©new york times
©traducción mQh

1 comentario

el_MYTHO -

bueno, habria que leer lo que escribe este, a ver si no da risa y su universo es logico biologicamente y todas esas tonterias que dice, ya el gustaria a el que su nombre fuera tan reocnocido como el de lovecraft