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chef llega a las estrellas


[R.W. Apple] Apoyándose en la tradición.
Washington, Estados Unidos. La vida es demasiado corta como para tomarla en serio", dice José Ramón Andrés, el niño maravilla del Washington gastronómico. "Hay que divertirse todos los días".
Comentarios como ese, a menudo acompañados de una risa pícara, te pueden hacer creer que a Andrés, 35, le importa un pepino su colección de siete restaurantes en y cerca de la capital de la nación. Pero no. Basta con mirarle revolver con una cuchara los pimientos piquillos asados en una cazuela en el restaurante Jaleo y con la elegancia de jefe de comedor de levita, o escucharle explicar los procesos químicos por los que en el Minibar el cloruro de calcio disuelto en agua se transforma mágicamente en un puré de melón en una pequeña y voluptuosa bolsita de cantalupo que estalla deliciosamente en tu boca, todo dulzura, y sal, y no lo olvidarás.
De hecho, su ambición no tiene límites. Un graduado estrella de la cocina de Ferran Adrià, el brillante jefe catalán cuyo restaurante en el puerto al nordeste de Barcelona, El Bulli, contribuyó a desatar la revolución gastronómica española, Andrés aspira a traer a América los frutos de esa revolución. Espera crear el primer restaurante español de primera clase del mundo aquí en Estados Unidos, en Washington o posiblemente en Manhattan.
Parecería un desarrollo apropiado en un momento en que las influencias hispanas se extienden rápidamente en la cultura americana, desde la cultura popular hasta las bellas artes.
"Hace tiempo me pregunté a mí mismo cómo conquistar América", dijo en Jaleo, Andrés, el pletórico chef y empresario, sorbiendo un vaso de meloso Belondrade y un verdejo Lurton de la región de Rueda -y devorando 16 aceitunas en cuatro minutos. "Para mí la respuesta está clara ahora: empezamos con la cocina tradicional española. De ahí progresamos a un nivel más moderno, más innovador. Tomará 20 años, pero la semilla está plantada. Minibar es mi laboratorio de ensayos".
El lenguaje técnico no es accidental. Como Adrià y como Heston Blumenthal de The Fat Duck, cerca de Londres, usa la extrusión y otras técnicas industriales. Trata ingredientes comunes de modos inusuales, envolviendo un cubito de foie gras en un palo de algodón y creando un pudding de semillas de calabacín. Él ‘deconstruye' la sopa de almejas, cociendo un huevo de codorniz a fuego lento durante 20 minutos exactamente a 147 grados Fahrenheit, y luego colocándolo encima de un montoncito de caviar osetra.
Sin embargo, la magia del Minibar, un sub-restaurante de seis sillas metido en una esquina en altos del Café Atlántico, descansa sobre platos de fundamentos más convencionales, aunque preparados con excepcional cuidado. La paella que prepara Andrés y sus cocineros en Jaleo, por ejemplo. En todos los restaurantes españoles del mundo, a menudo repelentemente pegajosa y recargada de azafrán, es "mal entendida en América y en gran parte de España", dijo Andrés cortando en la mesa cubierta de azulejos.
Su paella se cocina rápidamente en un horno muy caliente, el arroz extendido delgado en grandes sartenes circulares. El resultado es color tierra y sabor a nogal.
"No debería ser amarilla", insistió Andrés. "No es italiano. No es risotto alla milanesa. Lo hagamos con langosta u otro marisco, o con verduras, todo que lo que hacemos debe ayudar a que el arroz alcance toda su potencia;. El arroz es una gran molécula que los absorbe los sabores".
Nacido en la provincia de Asturias en el norte de España, criado en un pueblo agrícola cerca de Barcelona, Andrés abandonó pronto la escuela, impaciente por empezar su carrera gastronómica. Antes de unirse a Adrià, trabajó en dos de los restaurantes más elegantes e ilustres de Barcelona: Neichel, conocido por su creatividad e innovación, y Reno, un bastión de la tradición. Llegó a Washington hace 11 años como chef del Café Atlántico, después de trabajar en Puerto Rico y Nueva York, y luego continuó con sus socios Rob Wilder y Roberto Álvarez.
Es un descarado y declarado partidario de todo lo español: el ajo y las cebollas ("el rey y la reina de la cocina española"), anchoas, jibia, almendras, aceite de oliva, jamón, y especialmente el más famoso de su tierra natal, Cabrales, un potente queso azul, y las fabas, las grandes y aceitosas habas blancas que crecen aquí. Cuando vio que sus clientes ni siquiera estaban probando sus aperitivos de anchoas, agregó una frase al menú: "Esto cambiará su vida para siempre". Empezaron a venderse.
Es el colmo de orgulloso. Cuando le dije que su jibia con estofado de cebollas, de otro modo excelente, estaba un poco dura y que habría sido mejor cortarla en rodajas más delgadas, estuvo en desacuerdo. "Es fibrosa", dijo, "y en mi mundo eso no es malo". Cuando lo volví a ver cuatro días después, me dijo que yo tenía razón.
Aunque sueña con un restaurante nuevo, de nivel superior, y no hace esfuerzos por ocultarlo, Andrés ya es un fenomenal éxito. Ganó la medalla James Beard como mejor chef de la región de Mid-Atlantic. Empezó en España un popular programa de televisión quincenal este mes en TVE-1, y podrá eventualmente ser visto en este país. Su nuevo libro de cocina, ‘Tapas: Tapas: A Taste of Spain in America' será publicado en noviembre por Clarkson Potter.
Más al punto, los restaurantes de su grupo marchan bien. El Café Atlántico, con un menú nuevo latino, el Minibar y Jaleo, con sus tapas y otros clásicos españoles, están en el Penn Quarter, en el centro. Ese vecindario, cerca del Barrio Chino y que incluye a la Galería Nacional de Arte y el Teatro Shakespeare, ha sido revivido por el Centro MCI, la sede los Wizards de la Asociación Nacional de Básquetbol.
Su restaurante Zaytinya, que se especializa en meze del este del Mediterráneo, está en el mismo área. Un éxito desde el día que abrió en 2003, recibe a un bullicioso, noctámbulo grupo en la recargada atmósfera de una taberna griega. Sirve a 750 personas por noche los días de semana, 1.000 los fines de semana, y más en el patio cuando hay buen tiempo.
Un segundo Jaleo, en Arlington, Virginia, cerca del Aeropuerto Nacional Reagan, se codea con Oyamel, un luminoso nuevo restaurante mexicano. Un tercer Jaleo, en Bethesda, Maryland, completa la carpeta Andrés-Álvarez-Wilder.
Las habilidades de Andrés como líder le han ayudado tanto como su talento en la cocina. Ha formado un equipo que incluye a mexicanos, salvadoreños y "sangre nueva española", como Rubén García, 25, director de investigación y desarrollo, llegado recientemente de Barcelona. Katsuya Fukushima, un japonés-americano de Hawai, actúa como chef en el Café Atlántico y como ayuda de campo de Andrés en el Minibar.
Es un grupo muy joven, provenientes en muchos casos de lugares insospechados. El sous-chef del Minibar, para citar un ejemplo, es Edgar Steele, 24, de pelo puntiagudo, de Amherst, Ohio, al que Andrés conoció en un evento de caridad en Cleveland.
Andrés instruye estrictamente a sus cocineros y acosa a sus camareros despiadadamente, pero parecen trabajar con entusiasmo. A algunos de ellos claramente les encanta, y en su restaurante el cambio de personal es inusualmente pequeño.
Richard Wolffe, su colaborador de ‘Tapas', dijo: "Es un remolino -una criatura increíblemente talentosa, generosa, añorable". Un camarero de Zaytinya dijo más o menos lo mismo: "Es tan carismático, y tan loco, y tan lleno de energía, que no puedes hacer otra cosa que seguirlo".
Lo único que lamenta, dijo Andrés, es que "Stephen Hawking no me contó cómo meter 36 horas en un día".
Inevitablemente, las inconsistencias se introducen en la cocina de algunos de los restaurantes. En una visita reciente los tacos de rabo de buey en Oyamel estaban desabridos y la pasta en las tortas de chorizo, demasiado dura. Pero la larga sala, con sus móviles de pequeñas mariposas de metal flotando arriba era imponente, moderna y minimalista, y me impresionó con el cordero, estofado a fuego lento en hojas de maguey con hierbas y especias, de sabor humoso y tan blando que se podía cortar con una tarjeta de crédito.
Casi todos los platos vegetarianos se pavoneaban de sabor: bizcocho de patata con salsa de tomatillo; sabanitas de jicama y piña con amaranto y chiles serranos; y un tamal michoaqueño hecho con queso de Chihuahua y maíz tan fresco que parecía haber sido recién arrancado de la mazorca. Nada me detiene... frituras de plátano rellenas de frijoles y servidas con salsa de coco para untar; bolas de masa fritas sazonadas con hojas de aguacate y rellenas de guacamole; una bandera mexicana comestible, compuesta de un chile verde envuelto en una salsa blanca y espolvoreada de semillas de granada rojas.
El siempre lleno Zaytinya tiene una carta del tamaño de una sábana, pero incluso antes de que el hambriento comensal pueda examinarlo, un camarero sirve un caliente, gorddo e irresistiblemente ligero pan de pita, que se hace en el lugar en un horno eléctrico. Si se trata de cuatro o cinco, como éramos en nuestra mesa no hace mucho, se pide repetición de inmediato, y una botella de assyrtiko de la casa, un vino blanco pálido, de mesa, con un fuerte sabor mineral de la isla volcánica de Santorini.
Cinco o seis tipos de aceitunas, todas espectacularmente sabrosas, se acompañan con pan y vino, así como otros bocadillos, clichés agotados en lugares de Oriente Medio, que aquí cantan su frescura: hummus, tzatziki, baba ghanouj, y la mejor taramosalata que he comido nunca, en Grecia o en otra parte, con un toque del sucio sabor del aceite de bacalao que aterraba tantas infancias en los años treinta, incluyendo la mía.
Obviamente, el cordero juega un rol central en Zaytinya, en un kebab de cordero con aceite de menta, chuleta de cordero glasé con almíbar de romero y pide de cordero (una especie de pizza, con carne de cordero molida sobre una capa de crujiente pan), entre otros platos. Y se puede degustar platillos de queso feta con mermelada de tomate, sardinas frescas con gordas alcaparras, vieiras escaldadas con salsa de yogur y eneldo y pasturma, delgadas lonjas de solomillo curado al estilo turco, no muy diferente del pastrami.
Imam bayildi - una penetrante confitura otomana de berenjena, cebollas, tomates, comino, ajo y menta-, que era favorito de Elizabeth David, la gran escritora gastronómica británica, y sigue siendo un plato típico de Simon Hopkinson, uno de sus discípulos, que fue el chef fundador de Bibendum en Londres. Creo que les gustaría la robusta versión de Zaytinya.
Por supuesto, la mayor parte de la pasión de Andrés se prodiga en el Minibar, en donde se sirve cada noche a 12 comensales (en dos turnos de 6), 30 bocados preparados por cinco cocineros detrás de la barra, con una olla de vapor, un par de planchas, algunos afilados cuchillos, y poco más. (Ellos y los otros cocineros hacen en casa gran parte del trabajo preparatorio). Montan un deslumbrante espectáculo, empezando con los mojitos que uno se riega en la boca con un diminuto rociador plateado y whisky sour con fruta de la pasión. Con los frágiles chips de raíces de loto anisados se sirven las bebidas, todas presentadas en una caja blanca recubierta de algodón.
Betsey, mi esposa, se enamoró instantáneamente con los pequeños troncos de salmón envueltos en piña, terminado con una crujiente quinoa y servidos con puré de aguacate y pedazos de mandarina. Se advertía un toque de pimientos serranos en algún lugar, que daba contraste al plato.
Las deconstrucciones del Minibar han contribuido a construir su reputación. Para Robert M. Parker Jr., el crítico de vinos, Andrés esparció gelatina con sabor a uvas sobre una larga y delgada capa y la salpicó de puntitos de sabores a menudo reconocidos en el vino blanco, como vainilla, menta y almendras. Hizo una ensalada César de dos cilindros verticales de rodajas de jicama cubriendo lechuga romana y anchoas. Un huevo de codorniz corona un cilindro, un montoncito de queso parmesano cortado en tiras el otro. Su biftec de queso consiste de tiras de bistec wagyu, escaldado con un soplete y enrollado en barras de pan en miniatura y rellenas de queso cheddar gaseado.
Hay siempre una conjunción de lo intelectual y lo lúdico. Un pedazo de langosta deslumbrantemente tierno está empalado en una especie de jeringa de plástico; la idea es comer la langosta mientras se estrujan sus jugos fundidos con el aceite de oliva de la jeringa en la boca. Creedme, funciona.
Nuestro plato favorito fue una sopa de remolacha congelada dulce y terrosa con vieiras crudas y frambuesa, un concierto en rojo que merece un alto lugar en cualquier lista de clásicos modernos.
"Ponemos el corazón en hacerlo, y más que eso, nuestros cerebros y nuestras espaldas", dijo Andrés en un momento.
Cuando su restaurante ideal, dijo, será más grande, pero atenderá a sólo unos pocos clientes, quizás hasta 24 por noche, en dos turnos. El Bullo atiende a 48 personas por noche, y Arzak, el apreciado restaurante vasco cerca de San Sebastián, atiende a 60. Más clientes que estos, la cantidad eliminaría el tipo de intensidad -la atención por los detalles propia de relojeros- que Andrés considera necesaria.
Para cuando llegan los postres, que incluyen una piña colada hecha con gelatina de coco, el apetito de Betsey y el mío estaban disminuyendo, aunque no estábamos incómodamente llenos. Simplemente estábamos hartos de comer, a pesar de las pequeñas porciones, la variedad de texturas y sabores y el enérgico ritmo del servicio. Quizás 25 ñascos es nuestro límite.

14 de mayo de 2005
11 de mayo de 2005
©new york times
©traducción mQh
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1 comentario

david caballeros polo -

jose andres me parece un exelente cocinero, me gustaria y se los agradeceria mucho si me pudieran proporcionar el correo elctronico personal de jose andres... muchas gracias