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masacre en uzbekistán


El mundo exterior debe todavía saber mucho más sobre los sangrientos sucesos que, desde el viernes, toman lugar en la ciudad de Andijon, Uzbekistán, y alrededores.
Pero lo que se sabe sugiere que el presidente Islam Karimov respondió a la importante rebelión en la que participaron tanto militantes armados como miles de ciudadanos de a pie, con un asalto militar en que las tropas dispararon indiscriminadamente contra cientos de personas. Si es así, el asalto se corresponde con la antigua práctica de Karimov de responder a la amenaza islámica extremista, aunque limitada, reprimiendo brutalmente toda oposición y negándose a tomar medidas hacia la liberalización económica o política. Debería plantear la pregunta de por qué Estados Unidos continúa apoyando políticas criminales y contraproducentes asociándose con los militares que llevaron a cabo el ataque.
El primer paso del gobierno y otros gobiernos occidentales debe ser exigir, como lo hizo el gobierno de Bush y el británico ayer, que Karimov no solamente permita el acceso a la sitiada ciudad sino también que acepte una investigación internacional para determinar qué pasó. Lo que se sabe hasta el momento es que la violencia fue precedida, y probablemente provocada por el procesamiento por el gobierno de 23 hombres de Andijon, muchos de ellos prósperos hombres de negocios, por acusaciones de que apoyaban a un oscuro grupo islámico extremista. Durante semanas se organizaron manifestaciones pacíficas frente al tribunal; cuando el juicio se acercaba a su fin la semana pasada, se reunieron miles de personas. El jueves por la noche, militantes armados irrumpieron en las cárceles donde están retenidos los acusados y los liberaron, junto a otros 2.000 reclusos, incluyendo a algunos extremistas. También ocuparon el edificio de gobierno y al día siguiente una multitud de varios miles de personas se reunieron frente a él. De acuerdo a periodistas de Uzbek en el lugar, la mayoría de ellos protestaban por las condiciones políticas y económicas.
Según sus propias palabras, Karimov viajó el viernes a la ciudad y supervisó las improvisadas negociaciones con los militantes en el edificio de gobierno. Cuando fracasaron esas conversaciones, envió unidades militares a la plaza, donde -según informes de testigos presenciales- abrieron fuego contra la multitud desde carros blindados. En una escuela cercana, donde se habían refugiado algunos militantes, las tropas abrieron fuego contra otra multitud. La Associated Press mencionó a un "respetado médico de la localidad" diciendo que en la escuela se habían dejado 500 cadáveres el domingo. Según se sabe otros civiles fueron matados a balazos cuando trataban de cruzar la frontera con Kirguistán.
En una rueda de prensa el fin de semana, Karimov previsiblemente dijo que todos los manifestantes eran militantes islámicos, agregando que "los intentos de desarrollar una democracia" sólo favorecían a los extremistas. Ayer la ministro de Relaciones Exteriores, Condoleezza Ricve señaló correctamente que el problema de Uzbekistán es justo lo contrario: Es la falta de "válvulas de presión que acompañan a los sistemas políticos más abiertos". Normalmente Karimov ignora esas sugerencias del ministerio de Relaciones Exteriores, y comprensiblemente, ya que cuenta con el apoyo incondicional del Pentágono de una "asociación estratégica" que permite a Estados Unidos operar una base área en las afueras de Tashkent. El verano pasado el presidente del Mando Conjunto del Estado Mayor, el general Richard B. Myers, criticó públicamente recortes en la ayuda norteamericana a Uzbekistán. Si el presidente Bush quiere realmente influir en Karimov, deberá forjar una política exterior que vincule las relaciones militares con las políticas internas del dictador -y ordene a los oficiales norteamericanos uniformados que la acaten.

17 de mayo de 2005
©washington post
©traducción mQh

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