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cocina de ciencia ficción


[Frank Bruni] Trata de vérselas con la realidad.
Chicago, Estados Unidos. De las muchas maneras en que los restaurantes han expresado su aprecio por el bisonte, ninguna es igual a la de Alinea.
El plato podría llamarse Porrete de Mamífero. O Colocado en la Cocina. Jirones de carne de bisonte rellenaban huecos del tamaño de un huevo en la superficie de un tubo de cristal horizontal, cuyo interior cóncavo contenía palitos de canela ardiendo. El humo se filtraba por los extremos abiertos del tubo, llenando el aire y provocando asociaciones que van más allá de lo gustativo.

"Todo esto es como un eco", dijo un camarero.
El plato número 25, una tira de bacon parcialmente deshidratado, con una capa de sirope de caramelo, llegó balanceándose como un Wallenda [famoso equilibrista] en un pequeño trapecio. Mi amiga y yo habíamos sido instruidos de sacarlo de un tirón, con los dedos. Ella estaba segura de que había perdido un pedazo del suyo. Lo encontró más tarde -en una de sus zapatillas.
Alinea suena como restaurante chalado, como una gastronomía fuera de sus cabales. Pero es mucho más que eso: es una apuesta de varios millones de dólares -el más ambicioso hasta el momento- que los sofisticados comensales americanos están dispuestos a dar la bienvenida a la novedosa cocina contra la que resistieron durante tanto tiempo. La hace subir audazmente.
Su inauguración la semana pasada marca un hito y llama a examinar cómo este tipo de cocina, nacida en Europa e introducida en gran parte por el chef Ferran Adrià, ha echado raíces en Estados Unidos. A este lado del Atlántico, su avance ha sido irregular. Su aplicación a menudo ha sido dramática, pero superficial, y su éxito reservado, hechos que quedaron claros durante excursiones que hice hace poco a algunas de las solitarias avanzadas de este innovador estilo.
Fui a los restaurantes Alinea y Moto, en Chicago, que ha emergido como el centro estadounidense de esta cocina. Cené en el Minibar del Café Atlántico, en Washington, un experimento de José Andrés, que está más cerca de Adrià que cualquier otro chef americano.
Los intentos de estos restaurantes son pálidos reflejos de El Bulli, de Adrià, donde florece el carnaval más a menudo que como resultado del puro placer. Sus discípulos americanos todavía están tratando de integrar espectáculo y sentido artístico, un evanescente sorpresa y un guau perdurable.
Pero también proporcionan momentos memorables, hechos posibles por su disposición a jugar con texturas inusuales, con combinaciones de sabor terriblemente improbables y generalmente se aventuran en direcciones que pueden resultar siendo idiotas, o no.
El movimiento o marco mental al que pertenecen ha sido llamado vanguardista. Ha sido etiquetado como gastronomía molecular, porque algunos de sus practicantes deconstruyen y reconstruyen los alimentos con herramientas y temperamento de bioquímicos. Ha sido apodada cocina de shock, pero también podría llamarse cocina de parodia, porque mucho de su intento se basa en el desprecio de valores establecidos.
En este reino, las centrífugas, deshidratadores y las transmogrificación de los alimentos no son métodos despreciados en las cocinas profesionales, sino rutas de descubrimiento.

Mientras muchos chefs elogian la inmaculada pureza de sus ingredientes, Homaro Cantu empieza un menú de 18 platos en Moto con un bollo de maki artificial que usa papel comestible con sabor a algas nori en lugar de las algas verdadero. Este papel está impreso con figuras de maki parecidas a las caricaturas, un motivo decorativo que anuncia la artificialidad del plato.
Chicago es el hogar del restaurante Avenues en el Hotel Península, donde el chef, Graham Elliot Bowles, rocía un menú en gran parte convencional con selecciones poco convencionales.
Bowles es conocido por servir pastillas de menta Altoids molidas en lugar de jalea de menta, para el cordero, y presentar a los comensales pirulíes de paté incrustados de Pop Rocks. Su cocina tipifica otro aspecto de su cocina: el modo en que integra la comida basura al servicio de platos más elegantes o crea versiones cultas de clásicos de ignorantes.
"¿Por qué no ir a la tienda y comprar esa menta tan fuerte?", dijo Bowles en una entrevista telefónica, para rechazar "esa cita terriblemente aburrida de ‘Me gusta usar elementos de granja frescos y locales y técnicas europeas'".
La noche de inauguración de Alinea, cuyo nombre se refiere a un símbolo de un fresco hilo de pensamiento, el primer plato era un visualmente formidable acantilado sobre mantequilla de cacahuetes y bocadillo de jalea: uvas peladas, calentadas, todavía en el gajo, que han sido untadas en un puré de cacahuetes y metidas en un delgada capa de brioche.
Otro plato apareaba dos tajadas de bistec poco hecho con una ondulante capa de patatas, que se transformó en un escarpado paisaje de discretos cañones y morros de melaza, puré de pasas, ajo seco, tomate seco y más: los sabores de una salsa de bistec A.1., ingenuamente reconocida en el menú.
En una conversación telefónica poco después, el chef de Alinea, Grant Achatz, articuló parte de su filosofía. Dijo que el alimento no sólo debe ser delicioso, sino también "excitante y dramático y misterioso"; que debería aprovechar al máximo los sentidos del tacto, vista y olfato, así como del gusto.
"Podríamos tomar esa tira de bacon y colocarla en un plato, pero se vería sin vida", dijo Achatz. "Estaría muerta. Pero si lo cuelgas a algo que se mece, adquiere vida. Se hace interactivo, se transforma en una escultura".

Los neoyorquinos no han ofrecido una audiencia especialmente receptiva a este tipo de intrepidez culinario. De 2000 a 2003, el chef Paul Liebrandt lo intentó en el Atlas, y luego en el Papillon. Ninguno tuvo éxito.
El único aparador actual en Manhattan para una cocina consistentemente osada, es el WD-50 en el Lower East Side, donde el chef Wylie Dufresne usa enzimas y emulsionantes para crear rarezas como tallarines de gambas sin huevo o harina y cubos de mayonesa que pueden ser fritos sin que derritan. La mayonesa congelada se sirve junto a lengua de vaca en vinagre en una deconstrucción de un bocadillo de tienda de delicadezas.
Dufresne conoce el reproche de que mucho de esto es truco, pero observó que desarrollos potencialmente significativos empiezan como novedades potencialmente perecederas.
"La primera persona que puso un bistec al fuego -eso era novedoso, ¿sí?", dijo Dufresne en una conversación telefónica. "¿Era un truco porque antes de eso simplemente arrojaban sus lanzas y comían tal cual?"
Sus comentarios reflejan su conciencia del titánico escepticismo de la industria culinaria sobre lo que él y sus amigos están haciendo. Cuando llamé al chef Charlie Trotter para preguntarle sobre la importancia de su trabajo, dijo: "Si es realmente válido, me encantaría tener esta conversación con usted de aquí a dos años".
Cantu, 28; Achatz, 31; y Bowles, 28, han trabajado todos para Trotter en Chicago y se conocen todos mutuamente, que es la principal razón de la emergencia en la ciudad de un vivero de la nueva cocina.
Trotter dijo que aplaudía la ambición de sus estudiantes, pero dijo que las creaciones para choquear eran "juegos infantiles".
Invocó una frase derogatoria usada una vez por el filósofo Jeremy Bentham. "Quiero asegurarme de que nuestros jóvenes colegas no estén produciendo literalmente algo que no sea más que un sin sentido en zancos".
Lo están tanto haciendo como no haciendo. De cualquier modo, Trotter no es su musa. Para inspirarse miran hacia afuera, hacia Heston Blumenthal en Inglaterra y sobre todo a Adrià. Adrià es el científico loco de la cocina que disfruta con las mejores técnicas para pulverizar, hacer puré u oxigenar los alimentos. Más o menos inventó la espuma, cuya predominio subraya las contribuciones que hace esta cocina marginal a la cocina establecida. Dedica seis meses todos los años para dedicarse a investigaciones de laboratorio en Barcelona, con lo quiere decir que su restaurante El Bulli, en la Costa Brava, está abierto desde mediados de la primavera a mediados de otoño solamente.
Comí ahí a fines de abril. Al comienzo de la cena, cuando los camareros trajeron un baño de nitrógeno líquido con todo el humo de una caldera de bruja, se me pusieron los ojos como plato. Pero ese nitrógeno líquido permitió la congelación del alcohol y la fusión de la caipiriña en la que el jugo de limón y la cachaza estaban verdadera y completamente integrados -una nieve sin vetas e imposiblemente cremosa.
Pero más a menudo que no, las estrafalarias formas, texturas y temperaturas de la cocina de Adrià representan métodos de presentar sabores más consistentes o concentrados. Ha ideado modos para envolver purés, aceites y otros líquidos en membranas translúcidas, que no compiten con el gusto de lo que está dentro, pero lo dejan explotar en un embriagador torrente en la lengua del comensal.
Probé esta epifanía de sabor con una bola de aceite de semilla de calabaza, una aceituna licuada y bolitas de mantequilla ablandada que flotaban en un consomé de cáscaras de patatas. Al permanecer intactas e independientes, estas bolitas proporcionaban unos puntazos de riqueza que no habrían sido posibles si la mantequilla simplemente se hubiera fundido en la sopa.
Adrià me había dicho antes que lo que él buscaba siempre era "el sabor puro de las cosas" y que sus manipulaciones estaban paradójicamente al servicio de eso. La mayoría de los platos están a la altura de su lema.
Sus acólitos americanos frecuentemente pierden de vista la línea que separa las improvisaciones útiles de la extravagancia sin sentido.
En Moto hubo diversiones inofensivas cuando un plato llamado McMollejas presentó tres trozos de mollejas empaladas en pipetas de plástico que vertían versiones de salsas de untar de Chicken McNuggets.
Pero ¿por qué se ocupaba con el papel digerible, no sólo en el maki falso sino también en un deprimente plato de queso con un aviso impreso, que se podía comer, sobre un pedazo de cenizas ardiendo, que no se podía? En ambos casos, el papel se me quedó desagradablemente pegado en el paladar.
Yo estaba dispuesto a cooperar con los duros y fríos perdigones de lo que en Moto se llama helado frito de Kentucky, que sabía asombrosamente como la piel del Pollo Frito de Kentucky. Pero mi buena voluntad había desaparecido cuando me sirvieron perdigones duros y fríos de lo que en Moto se llama helado verde de curry, una explosión de calor frígido sin ninguna virtud excepto su efecto oximorónico. Esto es a la comida lo que la utilería en un teatro del absurdo.
El Minibar del Café Atlántico tiene toques surrealistas pero fue más divertido por muchas razones. Andrés evitó los retos repugnantes al paladar. El minibar mismo, un mostrador con seis taburetes con vistas a un equipo de cocineros, tenía un aire informal y un aspecto dramático que hacían juego con la idea de la cocina como arte. Y la cena se limitaba a dos horas y media, más allá de lo cual el espectáculo se habría transformado en cansador.
Había un ensalada César deconstruida, un guacamole deconstruido y un "vaso de vino blanco deconstruido", que era un rectángulo translúcido de jalea de uvas con alfileres de hierbas, nueces y frutas a menudos evocados en el vino. Me dijeron que debería probarlos e identificarlos.
Más tarde, los camareros repartieron hojas que decían: "¿Puede comer luz?" Entonces el mostrador se hundió en la oscuridad y en frente de mí apareció un globo transparente de caramelo hilado con un parpadeante filamento dentro: un tubo de luz comestible, más o menos.
Alinea mantiene esos juegos bajo control. Su deseo de ser tomado en serio es evidente en la amortiguada paleta de sus elegantes comedores, el suave ritmo de sus camareros y las palabras de Achatz.
"No somos vanguardistas", dijo.
Pero no están muy lejos de serlo. Un filete de rodaballo fue servido con castañas de agua, natilla sin huevo, puré de alcachofas de Jerusalén y almejas panopeas y navajas -un plato que sería suficientemente elaborado si se quedara ahí.
Pero no se queda ahí. El pequeño cuenco estaba incrustado en otro cuenco más grande de jacintos púrpuras y rosados, cuyo fragancia se liberó cuando un camarero vertió agua caliente sobre ellos. My acompañante dijo que la hacía sentirse como si estuviera "en un jardín de flores en el fondo del mar".
Algunos platos eran dioramas dalínescas. Una espiral de jamón deshidratado parecía una rueda roja en una verde calle de verduras puntiagudas. Los muslos de ranas salteados llegaron en un pantano en miniatura de lechuga, hojas y champiñones; un pantano epicúreo. Una ensalada de corazones de palmitos llegó como cinco cilindros huecos en cinco pedestales blancos ordenados como las vértebras de un esqueleto, dando una nueva definición al concepto de porcelana. Cada cilindro venía relleno con un puré diferente y cubierto con un acento diferente. Las llamativas combinaciones incluían ciruelas pasas con vinagreta de café y pan integral de centeno con trufas negras.
Cuatro horas y media de esto -una versión truncada del menú de degustación de 28 platos más largo de Achatz- me agotaron. Este cocina, que descansa en la sorpresa y en el rápido cambio de sensaciones, puede causar ese efecto.
Puede ser inútilmente raro, como el humo de canela y el jamón deshidratado. Puede estar tan preocupada de excitar el cerebro, que olvida el paladar. El alimento debe ser artístico, pero tiene responsabilidades que el arte no tiene. A diferencia de una pintura de Pollock, o de una escultura de Bolero, se mete en la boca. Su valor depende de lo confortable que se sienta dentro.
Pero en el mejor de los casos, Alinea fue espectacular, a veces de modo completamente tradicional. Lo que hace de esos muslos de ranas algo memorable no es su caprichoso habitat, sino su suculencia.
Y a veces Alinea fue espectacular precisamente porque se atreve a ser tan diferente. Achatz muele en puré el paté y lo moldea en un estrecho y hueco cilindro, que entonces rellena con una espuma de ruibarbo endulzado y servido frío. La temperatura, la textura y la arquitectura del plato convirtió la enfática fuerza del hígado en un etéreo susurro.
Aprovechando las oportunidades y rompiendo las reglas, los chefs sacaron del cascarón extraordinarias creaciones e ideas locamente buenas.
Veo una inminente remontada del maíz tostado. Apareció en platos del Minibar y en Avenues, donde mucho de lo que preparó Bowles -sopa de guisantes envolviendo un bombón de merengue impregnado de lavanda, paté en un Rice Krispies Treat-, me alborozaron.
Bowles usó maíz tostado como un penacho para el asado de bisonte en una camita de maíz a medio moler. Colocar el bisonte entre el maíz fue como una astuta oda culinaria a las Grandes Planicies.
La idea que tengo es que todo es un campo de juego abierto", dijo Bowles. ¿Por qué no alentarlo, a él y sus compatriotas, a cocinar en él?

9 de junio de 2005
11 de mayo de 2005
©new york times
©traducción mQh
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1 comentario

sergio vilche -

me gustaria tener alguna receta sobre panopeas
desde ya muchas gracias