clan asolado por la muerte
[Jeffrey Fleishman y Raheem Salman] La brutal historia de un jeque tribal: En menos de una semana, dos actos de violencia en Iraq se cobraron la vida de su hijo y seis otros familiares.
Bagdad, Iraq. Parece que en estos días violentos se necesitan más oraciones que las que es posible recitar, pero el anciano reza de todos modos, elevando sus manos al cielo y cerrando sus ojos, susurrando los versos mientras niños de la tribu miran desde el polvoriento patio.
Saben por qué está rezando Mohammed Mousa Tahir. Han oído el lento gemido de su voz, como el viento en un huerto. Tahir dice que tropas norteamericanas mataron a su hijo en un coche en un paso superior. Enterró a su hijo y entonces, unos días después, otra noticia se esparció por las sucias calles de su vecindario: Seis sobrinos y primos fueron asesinados y mutilados por agresores desconocidos, y sus cuerpos abandonados junto a una calle.
"Los americanos mataron a mi hijo, pero si vienen a mi casa, les diré: Que la paz sea con vosotros', dijo Tahir, un anciano tribal chií, basando su relato en informes no confirmados. "Sólo quiero que los americanos ayuden a mi sociedad a parar esta guerra. Debo tener paciencia. No sé qué hicieron exactamente a mi hijo. Sólo sé que lo esperé en casa y que nunca volvió".
El derramamiento de sangre en Iraq ha sido calculado e indiscriminado. Los más desafortunados mueren en explosiones y emboscadas insurgentes. Otros, como los sobrinos y primos de Tahir, mueren por rivalidades religiosas y tribales. Y luego están los que, como su hijo Haithem, un estudiante universitario bagdadí que se dirigía hacia el este por una carretera hacia un convoy militar en una nerviosa ciudad, el tipo de lugar donde las manos de los terroristas suicidas son amarradas al volante con cinta de pegar.
En el lapso de seis días en mayo, la familia Tahir se convirtió en otra víctima de la violencia que ha matado a más de 1.000 iraquíes en las últimas semanas. El país ha caído en un espeluznante ritmo donde un viaje al mercado o a la mezquita puede terminar en un estallido de fuego.
Los Tahir pertenecen a la tribu Bu Mohammed y viven en la barriada de Ciudad Sáder al nordeste de Bagdad. El hermano de Tahir, el jeque Faisel Khareem, es el jefe tribal del vecindario. Un hombre de edad mediana con una barba negra cana y gafas de marcos plateados, hace de intermediario entre las familias y ha sido llamado más de una vez a negociaciones con las fuerzas americanas.
Las tropas norteamericanas no les gusta estar en este lugar; Ciudad Sáder puede ser un laberinto de oraciones en voz baja, y crueldad. El 3 de mayo era como la mayoría de los otros días: carros tirados por caballos pasaban traqueteando, la basura se arrojaba a la calle, las ovejas se defendían del cuchillo de los carniceros y niños con sierras torcidas y los pies mojados vendían bloques de hielo en las esquinas. Haithem Tahir, un licenciado en lengua árabe, iba en el Mercedes de un amigo hacia un paso superior en la carretera de Mohammed al Qasim, una sucia cinta que cruza Bagdad.
Haithem y el chofer, Wisam Abdul-Jalil Sadoon, 27, padres de cuatro hijos, se dirigían en el mediodía a comprar la ropa que necesitaba Haithem para su inminente boda, dijeron familiares. Poco antes de las tres de la tarde, el coche pasó frente a la comisaría de policía a unos 3 kilómetros del vecindario de los jóvenes. Tahir, informado por transeúntes que estaban en la escena, dijo a la policía que el coche había aminorado la marcha o parado cerca de una rampa cuando un convoy americano abrió el fuego.
La Tercera División de Infantería del Ejército, que patrulla Bagdad, dijo que no tenía informaciones sobre el tiroteo. La carretera es también usada frecuentemente por SUV bien armados que son conducidos por guardias de seguridad privados pobremente regulados.
Dos hombres que dijeron haber presenciado el incidente dijeron que una patrulla americana que adelantó al coche de Haithem había disparado contra ellos. El Mercedes perdió su dirección, chocó contra una barandilla de seguridad, cayó a plomo unos 30 metros y aterrizó boca arriba abajo en una calle de vendedores de chatarra y talleres mecánicos. Un testigo fue Abdul Amir, un soldador.
"Estaba parado a unos 60 metros del lugar donde impactó el coche", dijo Amir. "Oí dos balazos y por el sonido reconocí que venían de una ametralladora norteamericana. Miré hacia la carretera y vi a un GMC Suburban blanco con las ventanas empañadas y tres Humvees. El soldado detrás de la ametralladora disparó dos balas y luego una ráfaga de cinco o seis balas... Los americanos no pararon".
Haithem no volvió a casa y la familia se preocupó. El segundo hijo de Tahir llamó a Haitehm a su móvil. Respondió un doctor. Le dijo a la familia que se apresuraran. Para cuando llegaron, Haithem estaba muerto. A Tahir le entregaron un certificado de defunción y un examen de inglés que habían encontrado en el coche. Sadoon sobrevivió, pero todavía pierde la conciencia.
El doctor Qussai Hussein realizó la autopsia de Haithem.
"Había tres heridas de bala, dos en la cabeza y una herida con entrada y salida de protectil. Tenía otra herida en el tobillo izquierdo, con entrada y salida de proyectil", dijo. "Desafortunadamente no encontramos las balas y no podemos determinar su origen".
Días después de que el cuerpo de Haithem fuera lavado y envuelto en una tela, la muerte volvería a atacar a la familia de Tahir. Un miembro de la tribu, Jabber Tahir, murió de causas naturales hacia las 3 de la mañana del 9 de mayo. Khareem, el líder del clan, pidió un ataúd a la mezquita local y llamó a seis de sus jóvenes primos y sobrinos y a cuatro ancianos de la familia. Los hombres levantaron a Jabber y amarraron el ataúd al capó de un microbús en dirección a Nayaf, la ciudad santa donde los chiíes prefieren enterrar a sus muertos.
El bus no llegó demasiado lejos. Fue parado en un puesto de control en Latifiya, en el borde sur de Bagdad.
"Hombres armados desaliñados los rodearon", dijo Khareem, basándose en informes de la policía, fotografías y los viejos que sobrevivieron el ataque. "Abrieron la puerta y levantaron sus armas como para disparar. Uno de los ellos cogió el carné de identidad del chofer y se lo metió al bolsillo. Los otros estaban cerca del bus y dos más esperaban a la distancia con lanzagranadas".
Ordenaron a los cuatro viejos que descendieran del bus. Cuando estaban en el asfalto, uno de los agresores saltó al asiento del conductor y se alejó con los seis hombres, siendo seguidos por los otros atacantes. Los viejos se apresuraron hacia el puesto de la policía. Dieron la alarma por radio y empezó la búsqueda. Tres horas más tarde, el cuerpo de Jabber y su estropeado ataúd fue encontrado flotando en un arroyo. La policía entregó los restos mortales a los viejos, pero dijeron que los jóvenes estaban desaparecidos.
A la mañana siguiente, dijo Khareem, los viejos, la mayoría de ellos padres de los hombres desaparecidos, volvieron a la comisaría. Les dijeron que fueran a un hospital cercano, donde en la noche seis cadáveres había sido dejados en la morgue. Los viejos vieron los cuerpos, estudiaron sus caras heridas y magulladas, pero no estaban seguros de si eran sus hijos y parientes.
"Las caras parecían familiares, pero los cuerpos estaban vestidos con los uniformes de faena que usan los guardias nacionales iraquíes", dijo Khareem. "Así que los viejos dijeron: No pueden ser nuestros hijos'. Volvieron a la comisaría, pero les dijeron que volvieran al hospital y confirmaran otra vez. Entenderá que no querían volver. No querían saber nada. Pero volvieron y estudiaron nuevamente las caras y chequearon signos en los cuerpos, incluyendo el tatuaje de una espada del Imán Alí, el primo del profeta Mahoma.
Khareem hizo una pausa. Niños y jóvenes de la tribu se habían reunido en un patio. Se apoyaban y cubrían unos a otros; se sentaron con las piernas cruzadas bajo el sol. Esta será una historia que será contada durante generaciones, el tipo de historia que oyen los niños y que formarán su personalidad, del modo en que se dobla el cobre cuando se lo machaca. El jeque asintió con su cabeza. En sus largas manos tenía unas fotografías tomadas en la morgue, con los muertos en una camilla metálica.
El primero era Saad Jabber, 31, recién casado, con una bala en la cabeza. El siguiente era Adnan Jlood, 34, vendedor de cigarrillos con ocho hijos y un tórax tajeado, como si hubiera sido torturado. Estaba Walid Khaioon, 31, obrero de una telefónica, con cuatro hijas, un bebé recién nacido y el cráneo roto. Adel Jabber, 32, era el siguiente, carpintero del clan, sordomudo, cuyos ojos habían sido sacados de sus cuencos. También le habían sacado la boca. No había fotos de Mohammed Chwiser, 30, fotógrafo, asesinado con los otros.
Ninguno de los hombres era de la guardia nacional, pero sus cuerpos estaban vestidos con uniformes de faena. El jeque sospecha que los asesinos trataron de hacer creer a sus jefes que habían emboscado a una unidad militar para impresionar a sus jefes. O quizás eran mercenarios pagados por matar soldados, o quizás había alguna otra razón.
Iraq es un país de razones insondables y quizás peligrosos, pero el jeque dijo que creía que los asesinos eran musulmanes sunníes porque habían raspado parcialmente el tatuaje de la espada del Imán Alí del brazo de una de las víctimas. La espada de Alí es un respetado símbolo de los chiíes.
En las últimas semanas la violencia sectaria se ha intensificado a medida que la minoría sunní, los beneficiarios del régimen de Saddam Hussein, son obligados a aceptar al nuevo gobierno controlado por los chiíes. El jeque dijo que las calles hervían de "odio y rencor". Ha tratado de calmar a su tribu. Es mejor se metódico que precipitado. Hay dos leyes en Iraq: la civil y la tribal. Si falla una, se busca justicia con la otra.
"No nos vengaremos sólo porque somos chiíes y ellos sunníes", dijo. "Pero actuaremos de acuerdo a la tradición tribal. Si descubrimos qué tribu hizo esto, tendrán que acercarse a nosotros a decirnos quiénes son los asesinos. Su tribu debe pagarnos compensación. Los asesinos deben ser detenidos. Si eso no ocurre, nos vengaremos y les mataremos a cuatro de ellos por cada uno de los nuestros. Ese es nuestro código".
Khareem deja que la imagen se decante, la deja penetrar en la mente de los niños que están sentados junto a él en la alfombra. El llamado a la oración resonó a través del patio. Tahir, con el certificado de muerte de su hijo en el bolsillo, se sacó el turbante y levantó los brazos. Al recitar los versos parecía concentrar la luz en sus manos. Entonces se arrodilló, cerró los ojos y apartó al mundo. Minutos más tarde, el jeque asintió. Algunos de los niños se marcharon a toda prisa. Colocaron una manta de plástico en el suelo. Aparecieron bandejas. Luego arroz y pollo. El jeque, Tahir y los otros hombres, empezaron a comer. Los niños esperaron, y las fotos de los muertos fueron dobladas y guardadas.
El jeque tenía otra historia que contar, una historia que capta el lirismo y la brutalidad de este país. Bu Mohammed, un sunní que vivía en Bacuba, fundó la tribu del jeque hace más de 600 años. Había matado a su hermano y huido hacia el sur, a Amarah, donde se convirtió a una secta chií. Sin embargo, los chiíes lo engañaron, prometiéndole una bella esposa pero dándole a una fea el día de su boda. Indignado, juró que se vengaría.
Pero su hermano le convenció de aceptar su destino, que había más espadas contra él que a su lado.
Una noche, la nueva esposa soñó que de su viente salían volando siete abejas. Al hermano de Bu Mohammed, un místico, le agradó el sueño y dijo que las abejas representaban a los jefes de los clanes que algún día conformarían la tribu.
Al jeque le gusta esta historia; su voz resuena sobre las sílabas, que deja que se expandan o contraigan. Los niños sonríen ante la magia de esos orígenes.
Caesar Ahmed contribuyó a este reportaje.
27 de junio de 2005
20 de junio de 2005
©los angeles times
©traducción mQh
Saben por qué está rezando Mohammed Mousa Tahir. Han oído el lento gemido de su voz, como el viento en un huerto. Tahir dice que tropas norteamericanas mataron a su hijo en un coche en un paso superior. Enterró a su hijo y entonces, unos días después, otra noticia se esparció por las sucias calles de su vecindario: Seis sobrinos y primos fueron asesinados y mutilados por agresores desconocidos, y sus cuerpos abandonados junto a una calle.
"Los americanos mataron a mi hijo, pero si vienen a mi casa, les diré: Que la paz sea con vosotros', dijo Tahir, un anciano tribal chií, basando su relato en informes no confirmados. "Sólo quiero que los americanos ayuden a mi sociedad a parar esta guerra. Debo tener paciencia. No sé qué hicieron exactamente a mi hijo. Sólo sé que lo esperé en casa y que nunca volvió".
El derramamiento de sangre en Iraq ha sido calculado e indiscriminado. Los más desafortunados mueren en explosiones y emboscadas insurgentes. Otros, como los sobrinos y primos de Tahir, mueren por rivalidades religiosas y tribales. Y luego están los que, como su hijo Haithem, un estudiante universitario bagdadí que se dirigía hacia el este por una carretera hacia un convoy militar en una nerviosa ciudad, el tipo de lugar donde las manos de los terroristas suicidas son amarradas al volante con cinta de pegar.
En el lapso de seis días en mayo, la familia Tahir se convirtió en otra víctima de la violencia que ha matado a más de 1.000 iraquíes en las últimas semanas. El país ha caído en un espeluznante ritmo donde un viaje al mercado o a la mezquita puede terminar en un estallido de fuego.
Los Tahir pertenecen a la tribu Bu Mohammed y viven en la barriada de Ciudad Sáder al nordeste de Bagdad. El hermano de Tahir, el jeque Faisel Khareem, es el jefe tribal del vecindario. Un hombre de edad mediana con una barba negra cana y gafas de marcos plateados, hace de intermediario entre las familias y ha sido llamado más de una vez a negociaciones con las fuerzas americanas.
Las tropas norteamericanas no les gusta estar en este lugar; Ciudad Sáder puede ser un laberinto de oraciones en voz baja, y crueldad. El 3 de mayo era como la mayoría de los otros días: carros tirados por caballos pasaban traqueteando, la basura se arrojaba a la calle, las ovejas se defendían del cuchillo de los carniceros y niños con sierras torcidas y los pies mojados vendían bloques de hielo en las esquinas. Haithem Tahir, un licenciado en lengua árabe, iba en el Mercedes de un amigo hacia un paso superior en la carretera de Mohammed al Qasim, una sucia cinta que cruza Bagdad.
Haithem y el chofer, Wisam Abdul-Jalil Sadoon, 27, padres de cuatro hijos, se dirigían en el mediodía a comprar la ropa que necesitaba Haithem para su inminente boda, dijeron familiares. Poco antes de las tres de la tarde, el coche pasó frente a la comisaría de policía a unos 3 kilómetros del vecindario de los jóvenes. Tahir, informado por transeúntes que estaban en la escena, dijo a la policía que el coche había aminorado la marcha o parado cerca de una rampa cuando un convoy americano abrió el fuego.
La Tercera División de Infantería del Ejército, que patrulla Bagdad, dijo que no tenía informaciones sobre el tiroteo. La carretera es también usada frecuentemente por SUV bien armados que son conducidos por guardias de seguridad privados pobremente regulados.
Dos hombres que dijeron haber presenciado el incidente dijeron que una patrulla americana que adelantó al coche de Haithem había disparado contra ellos. El Mercedes perdió su dirección, chocó contra una barandilla de seguridad, cayó a plomo unos 30 metros y aterrizó boca arriba abajo en una calle de vendedores de chatarra y talleres mecánicos. Un testigo fue Abdul Amir, un soldador.
"Estaba parado a unos 60 metros del lugar donde impactó el coche", dijo Amir. "Oí dos balazos y por el sonido reconocí que venían de una ametralladora norteamericana. Miré hacia la carretera y vi a un GMC Suburban blanco con las ventanas empañadas y tres Humvees. El soldado detrás de la ametralladora disparó dos balas y luego una ráfaga de cinco o seis balas... Los americanos no pararon".
Haithem no volvió a casa y la familia se preocupó. El segundo hijo de Tahir llamó a Haitehm a su móvil. Respondió un doctor. Le dijo a la familia que se apresuraran. Para cuando llegaron, Haithem estaba muerto. A Tahir le entregaron un certificado de defunción y un examen de inglés que habían encontrado en el coche. Sadoon sobrevivió, pero todavía pierde la conciencia.
El doctor Qussai Hussein realizó la autopsia de Haithem.
"Había tres heridas de bala, dos en la cabeza y una herida con entrada y salida de protectil. Tenía otra herida en el tobillo izquierdo, con entrada y salida de proyectil", dijo. "Desafortunadamente no encontramos las balas y no podemos determinar su origen".
Días después de que el cuerpo de Haithem fuera lavado y envuelto en una tela, la muerte volvería a atacar a la familia de Tahir. Un miembro de la tribu, Jabber Tahir, murió de causas naturales hacia las 3 de la mañana del 9 de mayo. Khareem, el líder del clan, pidió un ataúd a la mezquita local y llamó a seis de sus jóvenes primos y sobrinos y a cuatro ancianos de la familia. Los hombres levantaron a Jabber y amarraron el ataúd al capó de un microbús en dirección a Nayaf, la ciudad santa donde los chiíes prefieren enterrar a sus muertos.
El bus no llegó demasiado lejos. Fue parado en un puesto de control en Latifiya, en el borde sur de Bagdad.
"Hombres armados desaliñados los rodearon", dijo Khareem, basándose en informes de la policía, fotografías y los viejos que sobrevivieron el ataque. "Abrieron la puerta y levantaron sus armas como para disparar. Uno de los ellos cogió el carné de identidad del chofer y se lo metió al bolsillo. Los otros estaban cerca del bus y dos más esperaban a la distancia con lanzagranadas".
Ordenaron a los cuatro viejos que descendieran del bus. Cuando estaban en el asfalto, uno de los agresores saltó al asiento del conductor y se alejó con los seis hombres, siendo seguidos por los otros atacantes. Los viejos se apresuraron hacia el puesto de la policía. Dieron la alarma por radio y empezó la búsqueda. Tres horas más tarde, el cuerpo de Jabber y su estropeado ataúd fue encontrado flotando en un arroyo. La policía entregó los restos mortales a los viejos, pero dijeron que los jóvenes estaban desaparecidos.
A la mañana siguiente, dijo Khareem, los viejos, la mayoría de ellos padres de los hombres desaparecidos, volvieron a la comisaría. Les dijeron que fueran a un hospital cercano, donde en la noche seis cadáveres había sido dejados en la morgue. Los viejos vieron los cuerpos, estudiaron sus caras heridas y magulladas, pero no estaban seguros de si eran sus hijos y parientes.
"Las caras parecían familiares, pero los cuerpos estaban vestidos con los uniformes de faena que usan los guardias nacionales iraquíes", dijo Khareem. "Así que los viejos dijeron: No pueden ser nuestros hijos'. Volvieron a la comisaría, pero les dijeron que volvieran al hospital y confirmaran otra vez. Entenderá que no querían volver. No querían saber nada. Pero volvieron y estudiaron nuevamente las caras y chequearon signos en los cuerpos, incluyendo el tatuaje de una espada del Imán Alí, el primo del profeta Mahoma.
Khareem hizo una pausa. Niños y jóvenes de la tribu se habían reunido en un patio. Se apoyaban y cubrían unos a otros; se sentaron con las piernas cruzadas bajo el sol. Esta será una historia que será contada durante generaciones, el tipo de historia que oyen los niños y que formarán su personalidad, del modo en que se dobla el cobre cuando se lo machaca. El jeque asintió con su cabeza. En sus largas manos tenía unas fotografías tomadas en la morgue, con los muertos en una camilla metálica.
El primero era Saad Jabber, 31, recién casado, con una bala en la cabeza. El siguiente era Adnan Jlood, 34, vendedor de cigarrillos con ocho hijos y un tórax tajeado, como si hubiera sido torturado. Estaba Walid Khaioon, 31, obrero de una telefónica, con cuatro hijas, un bebé recién nacido y el cráneo roto. Adel Jabber, 32, era el siguiente, carpintero del clan, sordomudo, cuyos ojos habían sido sacados de sus cuencos. También le habían sacado la boca. No había fotos de Mohammed Chwiser, 30, fotógrafo, asesinado con los otros.
Ninguno de los hombres era de la guardia nacional, pero sus cuerpos estaban vestidos con uniformes de faena. El jeque sospecha que los asesinos trataron de hacer creer a sus jefes que habían emboscado a una unidad militar para impresionar a sus jefes. O quizás eran mercenarios pagados por matar soldados, o quizás había alguna otra razón.
Iraq es un país de razones insondables y quizás peligrosos, pero el jeque dijo que creía que los asesinos eran musulmanes sunníes porque habían raspado parcialmente el tatuaje de la espada del Imán Alí del brazo de una de las víctimas. La espada de Alí es un respetado símbolo de los chiíes.
En las últimas semanas la violencia sectaria se ha intensificado a medida que la minoría sunní, los beneficiarios del régimen de Saddam Hussein, son obligados a aceptar al nuevo gobierno controlado por los chiíes. El jeque dijo que las calles hervían de "odio y rencor". Ha tratado de calmar a su tribu. Es mejor se metódico que precipitado. Hay dos leyes en Iraq: la civil y la tribal. Si falla una, se busca justicia con la otra.
"No nos vengaremos sólo porque somos chiíes y ellos sunníes", dijo. "Pero actuaremos de acuerdo a la tradición tribal. Si descubrimos qué tribu hizo esto, tendrán que acercarse a nosotros a decirnos quiénes son los asesinos. Su tribu debe pagarnos compensación. Los asesinos deben ser detenidos. Si eso no ocurre, nos vengaremos y les mataremos a cuatro de ellos por cada uno de los nuestros. Ese es nuestro código".
Khareem deja que la imagen se decante, la deja penetrar en la mente de los niños que están sentados junto a él en la alfombra. El llamado a la oración resonó a través del patio. Tahir, con el certificado de muerte de su hijo en el bolsillo, se sacó el turbante y levantó los brazos. Al recitar los versos parecía concentrar la luz en sus manos. Entonces se arrodilló, cerró los ojos y apartó al mundo. Minutos más tarde, el jeque asintió. Algunos de los niños se marcharon a toda prisa. Colocaron una manta de plástico en el suelo. Aparecieron bandejas. Luego arroz y pollo. El jeque, Tahir y los otros hombres, empezaron a comer. Los niños esperaron, y las fotos de los muertos fueron dobladas y guardadas.
El jeque tenía otra historia que contar, una historia que capta el lirismo y la brutalidad de este país. Bu Mohammed, un sunní que vivía en Bacuba, fundó la tribu del jeque hace más de 600 años. Había matado a su hermano y huido hacia el sur, a Amarah, donde se convirtió a una secta chií. Sin embargo, los chiíes lo engañaron, prometiéndole una bella esposa pero dándole a una fea el día de su boda. Indignado, juró que se vengaría.
Pero su hermano le convenció de aceptar su destino, que había más espadas contra él que a su lado.
Una noche, la nueva esposa soñó que de su viente salían volando siete abejas. Al hermano de Bu Mohammed, un místico, le agradó el sueño y dijo que las abejas representaban a los jefes de los clanes que algún día conformarían la tribu.
Al jeque le gusta esta historia; su voz resuena sobre las sílabas, que deja que se expandan o contraigan. Los niños sonríen ante la magia de esos orígenes.
Caesar Ahmed contribuyó a este reportaje.
27 de junio de 2005
20 de junio de 2005
©los angeles times
©traducción mQh
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