niña boxeadora 2
[Kurt Streeter] "Es buena, Dang. Es fuerte, Dang". Crece la reputación de Seniesa y tiene esperanzado a su padre. Pero problemas familiares y falta de rivales mordisquean su moral. Primera parte: Niña en el Cuadrilátero.
Se veía fantástica, incluso contra un niño llamado Frankie.
Seniesa tenía 10, las piernas largas y flexibles. Caminó a grandes zancadas por el ring, tentativamente primero, luego ganando confianza con cada paso, los hombros echados para atrás, la barbilla escondida, moviendo los puños enguantados.
Frankie Gómez era de su edad. Pero había estado boxeando durante 4 años, más de 30 peleas, casi todas victorias. Era más fuerte y con más experiencia, así que peleaba con ella para entrenarse. Él trabajaba en su defensa; ella, en la suya. Él sólo pegaba para mantenerla a distancia.
"Vamos, nena, vamos", gritó Joe Estrada, 44, su padre. "Pégale. Pégale".
A cada combinación, obligaba a Frankie a retroceder. Cada vez que él daba un paso atrás, ella daba un paso adelante, se enroscaba rápidamente y dejaba hablar a los guantes.
Guap-guap-guap: el sonido de un rifle de viento. Su cola de caballo giraba en torno a su cabeza. Guap-guap-guap. Ella se pegaba a él.
Él se defendió, lanzó una combinación derecha-izquierda, su puño aplastando su nariz, seguido de un golpe que rebotó contra su hombro y la lanzó hacia la izquierda. El sudor volaba de sus delgados brazos, y brillaba en la lona plateada.
Frankie zigzagueaba y se agachaba y giraba, creando pequeñas aperturas que ella trataba de aprovechar. Algunos de sus golpes tocaban los guantes de Gómez. Algunos, su barbilla.
Él sonreía, sintiendo el escozor.
"Vamos, Seniesa". Era Joe, de nuevo. "Pégale. Atácalo".
Guap-guap. Guap-guap. Paso a paso, lo correteó por el ring de 2.32 metros cuadrados.
Entonces su padre le dijo que acabara con él. "Los últimos, nena. Pega fuerte, nena".
Yo estaba junto a las cuerdas, a un metro y medio. La sudorosa camiseta de Joe olía como mantequilla agria. Vi un brillo en los ojos de Seniesa.
Dio un paso adelante, dirigiendo con el puño derecho.
Al otro lado de las cuerdas, una amplia muestra del vecindario -matones de pandillas, hombres musculosos, niños flacuchos, quinceañeras y madres de edad mediana- aplaudía ruidosamente, especialmente las mujeres. "¡Ataca, chica, ataca!", gritaban. "Es buena, Dang. Es fuerte, Dang".
"Vamos, mija", dijo Joe. "Vamos. Muévete. ¿Estás cansada?"
"No", resopló a través de su protector bucal de plástico. Acosó a Frankie, que se apoyó contra las cuerdas. Guap-guap-guap.
Y eso fue. Frankie se acercó a tocarle los guantes, demostrando aprecio por su trabajo.
Joe le dio un beso en la frente a Seniesa, donde su pelo en partía por el medio. "Bien, mija, bonito. Así se hace. Vas a ser una campeona".
Ser una campeona. Era lo que ella quería. Era lo que Joe quería para ella. Cuando los vi por primera vez, ella medía 1 metro 46 y pesaba justo menos de 32 kilos. Él era un ex-gángster, había estado en prisión y se había descolgado de la heroína. Ella tenía un sueño: ganar una medalla de Oro en las Olimpiadas, y luego convertirse en una campeona de boxeo, como su héroe, Muhammad Alí. Su sueño era el sueño de Joe.
Me di cuenta de que si lo hacía realidad, tendría que hacerlo contra enormes desventajas. Las Olimpiadas todavía no tenían torneos para boxeo femenino. No encontraba demasiadas peleas; pocas chicas querían boxear. Tendría que hacerlo a pesar de su madre; Maryann Chávez se preocupaba sobre posibles lesiones y quería que fuera animadora. Incluso tendría que hacerlo a pesar de su padre; Joe era su preparador, pero era un ex-jonqui temperamental y con el instinto callejero de la venganza. Un resbalón lo enviaría de nuevo a la cárcel.
Se había divorciado de Maryann en 1996, y Joe se estuvo peleando con el novio de ella hasta un año y medio después. Era uno de los trastornos en la familia de Seniesa que de algún modo la emboscaba. Todo lo que se necesitó fue que Seniesa se quejara de que el novio le había torcido el brazo.
Joe estalló de ira. Unas noches más tarde, estaba esperando frente al apartamento de Maryann. Cuando salía el novio, Joe se le puso al frente.
"¡No te metas con mis hijos!", le dijo, y le lanzó una feroz avalancha de puñetazos. Recordaba con orgullo que lo derrumbó ahí mismo.
Joe se paró sobre él. "Seniesa es mi hija", le dijo. "¡No la vuelvas a tocar en tu vida!"
Seniesa no vio la pelea. Pero vio al novio irrumpir de vuelta en el apartamento de su madre, con la cara chorreando de sangre. Tenía un ojo hinchado y un labio inflado. El abuelo de Seniesa estaba ahí. Conocía a Joe de hacía varios años. "No lo contraríes", le oyó decir al abuelo. "Ese idiota está loco. Te matará".
Maryann pensó que Joe estaba celoso de su novio. Pero para Seniesa y su padre, la pelea fue para defender a Seniesa. Estaba orgullosa, incluso agradecida, de que él hiciera todo eso por ella, pero sabía lo que pasaría si él mataba a alguien alguna vez. Ya había estado en la cárcel, por robo. Esto le podría significar cadena perpetua.
El boxeo seguía siendo nuevo para Seniesa: los torneos, celebrados en sudorosos y endebles en medio de peligrosos vecindarios; los espectadores, en torno al ring, esperando un knockout; el aire, cargado de humo de cigarrillos y el olor de cerveza añeja. El boxeo era duro, feo. Pero incluso cuando perdía, no quería perderse nada de ese mundo.
Había empezado a ganar hacia el otoño de 2002, y no solamente peleas de sparring con niños como Frankie. Su prestigio creció. Fue campeona de la Liga Atlética de la Policía. Guantes de Oro. La mejor niña boxeadora de Los Angeles Este. A veces eso ahuyentaba a los oponentes. Averiguaban dónde peleaba Seniesa Estrada, para no aparecerse por allá.
Podía contar con Joe. Siempre.
"La veo como ganando una medalla de oro en las Olimpiadas", dijo. "Y después de eso, será profesional, será la campeona del mundo". Estábamos parados junto al ring del Centro Juvenil Hollenbeck, un ruidoso gimnasio en la Calle 1, mirándola estrenar. Afilando la voz, imitó a Alí: "Cam-peoona del mundo. Aletea como mariposa, pica como abeja".
Me hizo recordar que varias mujeres han boxeado profesionalmente, y que el boxeo femenino estaba al menos siendo considerado para las Olimpiadas. "Supongo que estoy viviendo mi vida a través de ella", dijo. "Siempre quise tener la oportunidad de ser un campeón de oro en las Olimpiadas. Como Paul Gonzales. La veo transformarse en algo que pude haber sido yo... si no hubiese crecido en el ambiente en el que me crié yo".
Como su padre, Seniesa estaba enganchada a la violencia que podía liberar con sus puños. "Me gusta lo que sientes", me dijo. Vio que yo levantaba las cejas. Me miró a los ojos, algo que no hace a menudo. "Me gusta pegarle a alguien". En el ring, dijo, se olvidaba del tiempo y de su entorno. Todo lo que sentía era un estallido de energía, y todo lo que veía eran sus propios guantes de boxeo, fustigando, asestando un golpe a la nariz, a la mejilla, al estómago. Era algo similar a lo que sentía su padre en las peleas callejeras. Era lo que él llamaba "entrar en la zona".
Pero no quería que él volviera a la calle. Suspiraba y temblaba cuando pensaba sobre ello. Sabía que lo estaba haciendo tanto por él como por sí misma. "Lo ayuda", me dijo. "Le da algo que es bueno de hacer". Sabía que tenía que hacer lo que él dijera. "Mi papá me motiva para que siga boxeando. Me recuerda todo el tiempo que practique y entrene.
"Me dice: Tenemos que hacerlo'".
Sin Miedo
"¡Tres-tres-tres!", aulló Joe.
Un tres era un gancho izquierdo. Un dos un recto derecho.
Era el 2 de octubre de 2002, cuatro días antes del Desert Showdown, en Thermal, cerca de Palm Springs. La observé ejercitarse, entrenar con oponentes y correr kilómetros por un parque, luego trepar al ring y golpear sus puños contra los grandes guantes de su padre mientras él gritaba números que indicaban los tipos de golpes que quería que le lanzara.
Ella lanzó los puños, rápidos. Guop-guop-guop.
Con cada lanzamiento sonaba un "umf" -primero de sus labios apretados, cuando las iniciaba, y luego de Joe, cuando él los recibía. Mientras ella vadeaba hacia él, con los puños alzados, empezó a darle suavemente en la cabeza, para mantenerla alerta.
Cuando terminaron, él la envolvió en sus brazos por sus estrechos hombros. "Nadie te puede derrotar, nena. ¡Na-die!" Se apoyaron contra las cuerdas. "Es feroz, Kurt. No le tiene miedo a nada. ¡Na-da!"
Ese día en la escuela, una niña había abofeteado a Seniesa. "Estaban jugando", dijo Joe, "y la chiquilla empezó a ponerse cargante y le pegó a mi niña. Seniesa, ¿qué hiciste entonces?"
"Le pegue de vuelta. Le pegue en la mandíbula".
La tocó en el hombro.
"Eso fue todo", agregó ella.
Recordé que Joe hablaba frecuentemente de su cristianismo. En la escuela, ¿no aconsejaría Jesús que Seniesa pusiera la otra mejilla?
"Kurt, para eso hay un tiempo y lugar", dijo. "A veces tienes que pegar de vuelta. Eso también está en la Biblia".
Se volvió hacia Seniesa. "Cariño", dijo, "ya has terminado para este fin de semana".
Salieron esa tarde antes del torneo, todos en la furgoneta marrón castaño de Joe: Seniesa y niños boxeadores de su gimnasio, que entrenaban con ella todos los días y se estaban transformando en sus hermanos substitutos.
Eran bulliciosos y presumidos. Estaba al quite, tratando de determinar su lugar en el grupo, todavía insegura como para mirarlos a los ojos. Ellos eran robustos y fuertes, de manos carnosas, piel dura y sogas de músculos que serpenteaban por sus hombros. Ella era de piel suave y flaca. Los músculos que tenía, todavía no eran visibles.
Los chicos se veían rudos, rapados al cero. Ella se veía guapa, con el pelo en su característica cola de caballo, apretada y amarrada con una cinta de color. Ellos llevaban shorts negros arrugados, y camisas malolientes. Ella, shorts azules y camisetas planchadas, blancas y rosadas, con estampados de gatitos de dibujos animados, caras sonrientes y frases inocentes: FBI -Bella e Inocente para Siempre [Forever Beautiful and Innocent]. Ellos tenían apodos, como El Terror', bordados en sus shorts. Ella no tenía apodo de boxeo, sólo los que le había puesto la familia: Niní y Puqui. Junto al ring, los espectadores la llamaban a veces simplemente, la niña.
La furgoneta paró frente a la Escuela Secundaria La Familia. Dos cuadriláteros de lona han sido instalados en una cancha de béisbol. Joe y Seniesa se presentaron ante los oficiales del torneo. Docenas de boxeadores, sus familias y entrenadores se arremolinaban en torno a ellos. Venían de lugares tan remotos como Utah. La mayoría eran latinos, y había pocas mujeres.
Un oficial le dijo a Joe que su hija pelearía con alguien llamada Kelly, de Arizona. Mientras paseaba por el césped no muy lejos del ring, Seniesa vio a una chica de su estatura con shorts de boxeo. ¿Eres Kelly, de Arizona?, le preguntó.
La niña asintió.
Seniesa la midió.
Más tarde, en el hotel donde alojaban ella, su padre y los niños, me dijo: "Le voy a ganar a esa chica, Kelly de Arizona. Le voy a pegar".
Miró su bolsa. "Guantes, protector de cabeza y rellenos", dijo, tranquila. Se sentó. Luego se volvió a levantar y revisó su bolsa. "Guantes, protector de cabeza, rellenos. Tengo todo".
"¿Nerviosa?", pregunté.
"No", dijo. Alzó la voz. "Me he preparado mucho para esto". Juró que no estaba nerviosa, pero su cara la traicionaba. Estaba gris.
Llegó el mediodía, que subió la temperatura a 38 grados. En la escuela resonaba la música de mariachis, y el aire estaba lleno del olor a cerdo, ternera y maíz asados. Dos adolescentes estaban peleando. El público gemía con cada golpe duro, con cada gancho. Los hombres aullaban, brincaban y alzaban las manos. "¡Le ha dado una buena paliza!" "¡Ese chico tiene talento!" "¡Tiene los cojones duros!"
Cerca del ring, Seniesa estaba sentada en una silla mientras su preparador le envolvía las manos, apretadamente, con gaza y cinta blanca. Luego se levantó y caminó entre los boxeadores y oficiales.
"¿Has visto a Kelly, de Arizona?", preguntó.
A otro, le dijo: "Tengo que pelear con Kelly, de Arizona. ¿La has visto?"
Vio a Joe. "Papá, ¿la has visto? ¿Has visto a Kelly, de Arizona?"
Peleó con su sombra. Sus puños encintados golpearon el aire. "He estado esperando este match", dijo. Se volvió. La podía ver hablando consigo mismo, mientras pegaba. "No estoy nerviosa. No estoy nerviosa".Joe se acercó, con la cabeza agachada. "Malas noticias, nena".
Seniesa paró. Lo miró.
"No está aquí", dijo Joe. "Kelly de Arizona no está. No saben qué pasó. Se marchó".
"¿Qué quiere decir eso? ¿Kelly de Arizona no está aquí?"
"Bueno, parece que se marchó a casa. No tienes que pelear. No hay nadie a quien puedas pelear".
Silencio.
"Oh", masculló, la voz decaída. Miró a otro lado, hacia un denso palmar cercano, con la boca ligeramente abierta, como si quisiera decir algo. "Oh".
Poco a poco, cautelosamente, se sacó sus hinchados guantes de boxeo y los metió en su bolso.
Volvieron caminando hacia la furgoneta, él abrazándola, el único sonido era el crujido de sus zapatos en la gravilla del estacionamiento. Los dos miraban el suelo. Ella empezó a desenvolver la cinta de sus puños.
"No lo puedo creer", dijo Joe, enfadado. Se marchaban sin haber peleado. Él quería despotricar, pero trató de no hacerlo frente a su ángel. "No son más que basura", dijo. "Un montón de idiotas".
En la autopista de regreso a Los Angeles, le dijo que no se preocupara. Le conseguiría más peleas. Sólo tenían que aguantarse. Pero sus palabras no podían contra su decaimiento. La miró.
Ella estaba llorando, y usaba la cinta para sacarse las lágrimas.
Temores de una Madre
Si no era cuando un oponente escapaba, o las riñas de su padre, era su madre. Maryann podía amenazar los sueños de Seniesa como cualquier otro reto fuera del ring. La noche del torneo, Seniesa no volvió a casa casi a medianoche. Era la noche de la escuela vespertina. Ella estaba alterada.
A Maryann no le gusta el boxeo. Si Seniesa quería boxear, la dejaría, pero se preocupaba de que su niñita pudiera sufrir un coágulo en el cerebro, o que le rompieran la nariz y perdiera su atractivo. Quería que su hija fuera animadora, y esperaba que descubriera pronto a los chicos. Quizás entonces a ella no le interesara tanto el boxeo.
Apenas en la puerta, Seniesa miró en su bolso y se dio cuenta de que había dejado el libro de matemáticas en casa de su padre. El malestar de Maryann se duplicó. Quizás el libro olvidado era un signo, dijo: "No es bueno pasar tanto tiempo boxeando".
Con eso, Saniesa cogió el teléfono. Recordó que se había aguantado las lágrimas. "Papá", se le escapó. "Ayúdame".
Maryann le quitó el teléfono y le dijo a Joe que la recogiera en el centro, a medio camino entre El Sereno y donde vivía él. Que llevara el libro de matemáticas.
A Joe le importaba un pepino el libro de matemáticas. Tenía miedo de que Maryann tratara de impedir que Seniesa siguiera boxeando.
"Zorra", le gritó por teléfono desde la cabina. "No le digas que deje de boxear".
"¿Zorra? ¡A mí no me llamas zorra!"
Estaban furiosos. Maryann tenía un nuevo novio. Cogió el teléfono, pensando en hacer las paces.
Joe le dijo que no se entrometiera.
El novio dijo que él tenía derecho a entrometerse.
"¡Entonces pasaré a verte ahora mismo!", dijo Joe. "Tú espera".
Seniesa levantó la vista. El novio de su madre iba y venía cerca de la puerta. Seniesa estaba pasmada de lo rápido que un libro olvidado se había transformado en caos. Trató de cobrar ánimos. "Ah, man", pensó: "Seguro que van a terminar peleando. Apuesto".
Su padre estaba a punto a meterse a la cama, con sus shorts de boxeo blancos y sus calcetines blancos estirados hasta las rodillas. Empezó a meterse en los vaqueros, pero entonces lo atacaron las dudas: No se seas idiota. No tienes por qué ir allá. Apenas llegues, Maryann va a llamar a los polis, y de ahí no va a salir nada bueno. Y si peleas, ¿qué va a pensar tu hijita? Se asustará. No es bueno que vea esto.
Se quitó los vaqueros y los colocó nuevamente en la cómoda. Se había olvidado del libro de matemáticas.
Seniesa estaba feliz de que no hubiera pasado nada. Los polis podían significar cárcel, y la cárcel se lo podía quitar por un largo tiempo. Además, a ella le había tomado cariño al nuevo novio de su madre, que tenía un pasado similar al de su padre. No quería que pelearan.
Pero poco después una noche, cuando su padre la llevaba en coche a casa, su madre y su novio llegaron al mismo tiempo. Seniesa caminó hasta el porche y cuando se volvió vio a los dos hombres salir de sus coches y caminar para encontrarse."¿Qué pasa, perro?", dijo su padre. "Has estado hablando un montón de mierda. ¿Todavía quieres pelear, o qué?"
Seniesa vio al novio de su madre sacarse la camisa. Los dos hombres empezaron a lanzarse puñetazos. El novio de su madre atacó a su padre, curvándose, agarrándose, sin soltar. Su padre le pegó en la cabeza, le hizo una llave y lo empujó al suelo. Se insultaron, maldijeron, y se dieron puñetazos.
Finalmente, el novio soltó y se alejó, dando alaridos.
Seniesa dijo más tarde que no había sentido miedo. Había visto peleas antes, dijo, e incluso una vez se había caído al suelo al oír el sonido de balazos frente al apartamento de su madre. Esto no lo asustaba. "Mi papá lo tenía controlado", me dijo, describiendo su dominio en la pelea. Estábamos almorzando. Ella estaba sentada junto a su padre, y estaba mordisqueando una patata frita, despreocupada. "Ni siquiera parecía una pelea de verdad".
Para Joe y Maryann, la pelea había sido muy real. Maryann obtuvo una orden de alejamiento, sobre la base de que el padre de Seniesa era una amenaza.
Joe se sintió terrible. Ahí estaba, supuestamente enmendando su vida, supuestamente un hombre que temía a Dios, y sus instintos callejeros le estaban llevando la delantera. Todavía estaba peleando, todavía se dejaba llevar por la rabia, frente a los niños y a los vecinos y a Maryann.
"Ojalá, algún día", me dijo, "voy a aprender a no meterme en cosas como esta. Ojalá, algún día me daré cuenta que no vale la pena".
Pasaron varias semanas antes de que Maryann lo dejara recoger a Seniesa en su apartamento. Cuando lo hizo, estuvo obligado a quedarse a medio bloque de distancia. Aparcó su furgoneta más abajo en la calle y llamó desde su móvil para decir que ya podía salir.
En los meses siguientes, Seniesa entró en cuatro torneos. En ninguno de ellos pudo pelear. Ganó trofeos y cinturones por incomparecencia. No significaban nada. No los ganó pegándole a nadie.
Quizás tenía razón su madre. Quizás el boxeo no era gran cosa. Quizás el boxeo no era para ella. Quizás el boxeo no era para niñas.
Sabía que sus sueños eran los sueños de su padre, y sabía que si ella abandonaba, él se quedaría sin su ángel redentor.
Pero sus peleas y la orden de alejamiento los estaban separando.
Una tarde, estaban en la furgoneta de Joe, saliendo del gimnasio, cuando Seniesa le empezó a contar lo que estaba pensando. Estaba cansada de entrenarse tanto y no poder conseguir oponentes, cansada de ver cómo los niños boxeadores tenían montones de oponentes, y ella tan pocos.
"Papá", le dijo, "creo que lo voy a dejar".
13 de julio de 2005
11 de julio de 2005
©los angeles times
©traducción mQh
"
Seniesa tenía 10, las piernas largas y flexibles. Caminó a grandes zancadas por el ring, tentativamente primero, luego ganando confianza con cada paso, los hombros echados para atrás, la barbilla escondida, moviendo los puños enguantados.
Frankie Gómez era de su edad. Pero había estado boxeando durante 4 años, más de 30 peleas, casi todas victorias. Era más fuerte y con más experiencia, así que peleaba con ella para entrenarse. Él trabajaba en su defensa; ella, en la suya. Él sólo pegaba para mantenerla a distancia.
"Vamos, nena, vamos", gritó Joe Estrada, 44, su padre. "Pégale. Pégale".
A cada combinación, obligaba a Frankie a retroceder. Cada vez que él daba un paso atrás, ella daba un paso adelante, se enroscaba rápidamente y dejaba hablar a los guantes.
Guap-guap-guap: el sonido de un rifle de viento. Su cola de caballo giraba en torno a su cabeza. Guap-guap-guap. Ella se pegaba a él.
Él se defendió, lanzó una combinación derecha-izquierda, su puño aplastando su nariz, seguido de un golpe que rebotó contra su hombro y la lanzó hacia la izquierda. El sudor volaba de sus delgados brazos, y brillaba en la lona plateada.
Frankie zigzagueaba y se agachaba y giraba, creando pequeñas aperturas que ella trataba de aprovechar. Algunos de sus golpes tocaban los guantes de Gómez. Algunos, su barbilla.
Él sonreía, sintiendo el escozor.
"Vamos, Seniesa". Era Joe, de nuevo. "Pégale. Atácalo".
Guap-guap. Guap-guap. Paso a paso, lo correteó por el ring de 2.32 metros cuadrados.
Entonces su padre le dijo que acabara con él. "Los últimos, nena. Pega fuerte, nena".
Yo estaba junto a las cuerdas, a un metro y medio. La sudorosa camiseta de Joe olía como mantequilla agria. Vi un brillo en los ojos de Seniesa.
Dio un paso adelante, dirigiendo con el puño derecho.
Al otro lado de las cuerdas, una amplia muestra del vecindario -matones de pandillas, hombres musculosos, niños flacuchos, quinceañeras y madres de edad mediana- aplaudía ruidosamente, especialmente las mujeres. "¡Ataca, chica, ataca!", gritaban. "Es buena, Dang. Es fuerte, Dang".
"Vamos, mija", dijo Joe. "Vamos. Muévete. ¿Estás cansada?"
"No", resopló a través de su protector bucal de plástico. Acosó a Frankie, que se apoyó contra las cuerdas. Guap-guap-guap.
Y eso fue. Frankie se acercó a tocarle los guantes, demostrando aprecio por su trabajo.
Joe le dio un beso en la frente a Seniesa, donde su pelo en partía por el medio. "Bien, mija, bonito. Así se hace. Vas a ser una campeona".
Ser una campeona. Era lo que ella quería. Era lo que Joe quería para ella. Cuando los vi por primera vez, ella medía 1 metro 46 y pesaba justo menos de 32 kilos. Él era un ex-gángster, había estado en prisión y se había descolgado de la heroína. Ella tenía un sueño: ganar una medalla de Oro en las Olimpiadas, y luego convertirse en una campeona de boxeo, como su héroe, Muhammad Alí. Su sueño era el sueño de Joe.
Me di cuenta de que si lo hacía realidad, tendría que hacerlo contra enormes desventajas. Las Olimpiadas todavía no tenían torneos para boxeo femenino. No encontraba demasiadas peleas; pocas chicas querían boxear. Tendría que hacerlo a pesar de su madre; Maryann Chávez se preocupaba sobre posibles lesiones y quería que fuera animadora. Incluso tendría que hacerlo a pesar de su padre; Joe era su preparador, pero era un ex-jonqui temperamental y con el instinto callejero de la venganza. Un resbalón lo enviaría de nuevo a la cárcel.
Se había divorciado de Maryann en 1996, y Joe se estuvo peleando con el novio de ella hasta un año y medio después. Era uno de los trastornos en la familia de Seniesa que de algún modo la emboscaba. Todo lo que se necesitó fue que Seniesa se quejara de que el novio le había torcido el brazo.
Joe estalló de ira. Unas noches más tarde, estaba esperando frente al apartamento de Maryann. Cuando salía el novio, Joe se le puso al frente.
"¡No te metas con mis hijos!", le dijo, y le lanzó una feroz avalancha de puñetazos. Recordaba con orgullo que lo derrumbó ahí mismo.
Joe se paró sobre él. "Seniesa es mi hija", le dijo. "¡No la vuelvas a tocar en tu vida!"
Seniesa no vio la pelea. Pero vio al novio irrumpir de vuelta en el apartamento de su madre, con la cara chorreando de sangre. Tenía un ojo hinchado y un labio inflado. El abuelo de Seniesa estaba ahí. Conocía a Joe de hacía varios años. "No lo contraríes", le oyó decir al abuelo. "Ese idiota está loco. Te matará".
Maryann pensó que Joe estaba celoso de su novio. Pero para Seniesa y su padre, la pelea fue para defender a Seniesa. Estaba orgullosa, incluso agradecida, de que él hiciera todo eso por ella, pero sabía lo que pasaría si él mataba a alguien alguna vez. Ya había estado en la cárcel, por robo. Esto le podría significar cadena perpetua.
El boxeo seguía siendo nuevo para Seniesa: los torneos, celebrados en sudorosos y endebles en medio de peligrosos vecindarios; los espectadores, en torno al ring, esperando un knockout; el aire, cargado de humo de cigarrillos y el olor de cerveza añeja. El boxeo era duro, feo. Pero incluso cuando perdía, no quería perderse nada de ese mundo.
Había empezado a ganar hacia el otoño de 2002, y no solamente peleas de sparring con niños como Frankie. Su prestigio creció. Fue campeona de la Liga Atlética de la Policía. Guantes de Oro. La mejor niña boxeadora de Los Angeles Este. A veces eso ahuyentaba a los oponentes. Averiguaban dónde peleaba Seniesa Estrada, para no aparecerse por allá.
Podía contar con Joe. Siempre.
"La veo como ganando una medalla de oro en las Olimpiadas", dijo. "Y después de eso, será profesional, será la campeona del mundo". Estábamos parados junto al ring del Centro Juvenil Hollenbeck, un ruidoso gimnasio en la Calle 1, mirándola estrenar. Afilando la voz, imitó a Alí: "Cam-peoona del mundo. Aletea como mariposa, pica como abeja".
Me hizo recordar que varias mujeres han boxeado profesionalmente, y que el boxeo femenino estaba al menos siendo considerado para las Olimpiadas. "Supongo que estoy viviendo mi vida a través de ella", dijo. "Siempre quise tener la oportunidad de ser un campeón de oro en las Olimpiadas. Como Paul Gonzales. La veo transformarse en algo que pude haber sido yo... si no hubiese crecido en el ambiente en el que me crié yo".
Como su padre, Seniesa estaba enganchada a la violencia que podía liberar con sus puños. "Me gusta lo que sientes", me dijo. Vio que yo levantaba las cejas. Me miró a los ojos, algo que no hace a menudo. "Me gusta pegarle a alguien". En el ring, dijo, se olvidaba del tiempo y de su entorno. Todo lo que sentía era un estallido de energía, y todo lo que veía eran sus propios guantes de boxeo, fustigando, asestando un golpe a la nariz, a la mejilla, al estómago. Era algo similar a lo que sentía su padre en las peleas callejeras. Era lo que él llamaba "entrar en la zona".
Pero no quería que él volviera a la calle. Suspiraba y temblaba cuando pensaba sobre ello. Sabía que lo estaba haciendo tanto por él como por sí misma. "Lo ayuda", me dijo. "Le da algo que es bueno de hacer". Sabía que tenía que hacer lo que él dijera. "Mi papá me motiva para que siga boxeando. Me recuerda todo el tiempo que practique y entrene.
"Me dice: Tenemos que hacerlo'".
Sin Miedo
"¡Tres-tres-tres!", aulló Joe.
Un tres era un gancho izquierdo. Un dos un recto derecho.
Era el 2 de octubre de 2002, cuatro días antes del Desert Showdown, en Thermal, cerca de Palm Springs. La observé ejercitarse, entrenar con oponentes y correr kilómetros por un parque, luego trepar al ring y golpear sus puños contra los grandes guantes de su padre mientras él gritaba números que indicaban los tipos de golpes que quería que le lanzara.
Ella lanzó los puños, rápidos. Guop-guop-guop.
Con cada lanzamiento sonaba un "umf" -primero de sus labios apretados, cuando las iniciaba, y luego de Joe, cuando él los recibía. Mientras ella vadeaba hacia él, con los puños alzados, empezó a darle suavemente en la cabeza, para mantenerla alerta.
Cuando terminaron, él la envolvió en sus brazos por sus estrechos hombros. "Nadie te puede derrotar, nena. ¡Na-die!" Se apoyaron contra las cuerdas. "Es feroz, Kurt. No le tiene miedo a nada. ¡Na-da!"
Ese día en la escuela, una niña había abofeteado a Seniesa. "Estaban jugando", dijo Joe, "y la chiquilla empezó a ponerse cargante y le pegó a mi niña. Seniesa, ¿qué hiciste entonces?"
"Le pegue de vuelta. Le pegue en la mandíbula".
La tocó en el hombro.
"Eso fue todo", agregó ella.
Recordé que Joe hablaba frecuentemente de su cristianismo. En la escuela, ¿no aconsejaría Jesús que Seniesa pusiera la otra mejilla?
"Kurt, para eso hay un tiempo y lugar", dijo. "A veces tienes que pegar de vuelta. Eso también está en la Biblia".
Se volvió hacia Seniesa. "Cariño", dijo, "ya has terminado para este fin de semana".
Salieron esa tarde antes del torneo, todos en la furgoneta marrón castaño de Joe: Seniesa y niños boxeadores de su gimnasio, que entrenaban con ella todos los días y se estaban transformando en sus hermanos substitutos.
Eran bulliciosos y presumidos. Estaba al quite, tratando de determinar su lugar en el grupo, todavía insegura como para mirarlos a los ojos. Ellos eran robustos y fuertes, de manos carnosas, piel dura y sogas de músculos que serpenteaban por sus hombros. Ella era de piel suave y flaca. Los músculos que tenía, todavía no eran visibles.
Los chicos se veían rudos, rapados al cero. Ella se veía guapa, con el pelo en su característica cola de caballo, apretada y amarrada con una cinta de color. Ellos llevaban shorts negros arrugados, y camisas malolientes. Ella, shorts azules y camisetas planchadas, blancas y rosadas, con estampados de gatitos de dibujos animados, caras sonrientes y frases inocentes: FBI -Bella e Inocente para Siempre [Forever Beautiful and Innocent]. Ellos tenían apodos, como El Terror', bordados en sus shorts. Ella no tenía apodo de boxeo, sólo los que le había puesto la familia: Niní y Puqui. Junto al ring, los espectadores la llamaban a veces simplemente, la niña.
La furgoneta paró frente a la Escuela Secundaria La Familia. Dos cuadriláteros de lona han sido instalados en una cancha de béisbol. Joe y Seniesa se presentaron ante los oficiales del torneo. Docenas de boxeadores, sus familias y entrenadores se arremolinaban en torno a ellos. Venían de lugares tan remotos como Utah. La mayoría eran latinos, y había pocas mujeres.
Un oficial le dijo a Joe que su hija pelearía con alguien llamada Kelly, de Arizona. Mientras paseaba por el césped no muy lejos del ring, Seniesa vio a una chica de su estatura con shorts de boxeo. ¿Eres Kelly, de Arizona?, le preguntó.
La niña asintió.
Seniesa la midió.
Más tarde, en el hotel donde alojaban ella, su padre y los niños, me dijo: "Le voy a ganar a esa chica, Kelly de Arizona. Le voy a pegar".
Miró su bolsa. "Guantes, protector de cabeza y rellenos", dijo, tranquila. Se sentó. Luego se volvió a levantar y revisó su bolsa. "Guantes, protector de cabeza, rellenos. Tengo todo".
"¿Nerviosa?", pregunté.
"No", dijo. Alzó la voz. "Me he preparado mucho para esto". Juró que no estaba nerviosa, pero su cara la traicionaba. Estaba gris.
Llegó el mediodía, que subió la temperatura a 38 grados. En la escuela resonaba la música de mariachis, y el aire estaba lleno del olor a cerdo, ternera y maíz asados. Dos adolescentes estaban peleando. El público gemía con cada golpe duro, con cada gancho. Los hombres aullaban, brincaban y alzaban las manos. "¡Le ha dado una buena paliza!" "¡Ese chico tiene talento!" "¡Tiene los cojones duros!"
Cerca del ring, Seniesa estaba sentada en una silla mientras su preparador le envolvía las manos, apretadamente, con gaza y cinta blanca. Luego se levantó y caminó entre los boxeadores y oficiales.
"¿Has visto a Kelly, de Arizona?", preguntó.
A otro, le dijo: "Tengo que pelear con Kelly, de Arizona. ¿La has visto?"
Vio a Joe. "Papá, ¿la has visto? ¿Has visto a Kelly, de Arizona?"
Peleó con su sombra. Sus puños encintados golpearon el aire. "He estado esperando este match", dijo. Se volvió. La podía ver hablando consigo mismo, mientras pegaba. "No estoy nerviosa. No estoy nerviosa".Joe se acercó, con la cabeza agachada. "Malas noticias, nena".
Seniesa paró. Lo miró.
"No está aquí", dijo Joe. "Kelly de Arizona no está. No saben qué pasó. Se marchó".
"¿Qué quiere decir eso? ¿Kelly de Arizona no está aquí?"
"Bueno, parece que se marchó a casa. No tienes que pelear. No hay nadie a quien puedas pelear".
Silencio.
"Oh", masculló, la voz decaída. Miró a otro lado, hacia un denso palmar cercano, con la boca ligeramente abierta, como si quisiera decir algo. "Oh".
Poco a poco, cautelosamente, se sacó sus hinchados guantes de boxeo y los metió en su bolso.
Volvieron caminando hacia la furgoneta, él abrazándola, el único sonido era el crujido de sus zapatos en la gravilla del estacionamiento. Los dos miraban el suelo. Ella empezó a desenvolver la cinta de sus puños.
"No lo puedo creer", dijo Joe, enfadado. Se marchaban sin haber peleado. Él quería despotricar, pero trató de no hacerlo frente a su ángel. "No son más que basura", dijo. "Un montón de idiotas".
En la autopista de regreso a Los Angeles, le dijo que no se preocupara. Le conseguiría más peleas. Sólo tenían que aguantarse. Pero sus palabras no podían contra su decaimiento. La miró.
Ella estaba llorando, y usaba la cinta para sacarse las lágrimas.
Temores de una Madre
Si no era cuando un oponente escapaba, o las riñas de su padre, era su madre. Maryann podía amenazar los sueños de Seniesa como cualquier otro reto fuera del ring. La noche del torneo, Seniesa no volvió a casa casi a medianoche. Era la noche de la escuela vespertina. Ella estaba alterada.
A Maryann no le gusta el boxeo. Si Seniesa quería boxear, la dejaría, pero se preocupaba de que su niñita pudiera sufrir un coágulo en el cerebro, o que le rompieran la nariz y perdiera su atractivo. Quería que su hija fuera animadora, y esperaba que descubriera pronto a los chicos. Quizás entonces a ella no le interesara tanto el boxeo.
Apenas en la puerta, Seniesa miró en su bolso y se dio cuenta de que había dejado el libro de matemáticas en casa de su padre. El malestar de Maryann se duplicó. Quizás el libro olvidado era un signo, dijo: "No es bueno pasar tanto tiempo boxeando".
Con eso, Saniesa cogió el teléfono. Recordó que se había aguantado las lágrimas. "Papá", se le escapó. "Ayúdame".
Maryann le quitó el teléfono y le dijo a Joe que la recogiera en el centro, a medio camino entre El Sereno y donde vivía él. Que llevara el libro de matemáticas.
A Joe le importaba un pepino el libro de matemáticas. Tenía miedo de que Maryann tratara de impedir que Seniesa siguiera boxeando.
"Zorra", le gritó por teléfono desde la cabina. "No le digas que deje de boxear".
"¿Zorra? ¡A mí no me llamas zorra!"
Estaban furiosos. Maryann tenía un nuevo novio. Cogió el teléfono, pensando en hacer las paces.
Joe le dijo que no se entrometiera.
El novio dijo que él tenía derecho a entrometerse.
"¡Entonces pasaré a verte ahora mismo!", dijo Joe. "Tú espera".
Seniesa levantó la vista. El novio de su madre iba y venía cerca de la puerta. Seniesa estaba pasmada de lo rápido que un libro olvidado se había transformado en caos. Trató de cobrar ánimos. "Ah, man", pensó: "Seguro que van a terminar peleando. Apuesto".
Su padre estaba a punto a meterse a la cama, con sus shorts de boxeo blancos y sus calcetines blancos estirados hasta las rodillas. Empezó a meterse en los vaqueros, pero entonces lo atacaron las dudas: No se seas idiota. No tienes por qué ir allá. Apenas llegues, Maryann va a llamar a los polis, y de ahí no va a salir nada bueno. Y si peleas, ¿qué va a pensar tu hijita? Se asustará. No es bueno que vea esto.
Se quitó los vaqueros y los colocó nuevamente en la cómoda. Se había olvidado del libro de matemáticas.
Seniesa estaba feliz de que no hubiera pasado nada. Los polis podían significar cárcel, y la cárcel se lo podía quitar por un largo tiempo. Además, a ella le había tomado cariño al nuevo novio de su madre, que tenía un pasado similar al de su padre. No quería que pelearan.
Pero poco después una noche, cuando su padre la llevaba en coche a casa, su madre y su novio llegaron al mismo tiempo. Seniesa caminó hasta el porche y cuando se volvió vio a los dos hombres salir de sus coches y caminar para encontrarse."¿Qué pasa, perro?", dijo su padre. "Has estado hablando un montón de mierda. ¿Todavía quieres pelear, o qué?"
Seniesa vio al novio de su madre sacarse la camisa. Los dos hombres empezaron a lanzarse puñetazos. El novio de su madre atacó a su padre, curvándose, agarrándose, sin soltar. Su padre le pegó en la cabeza, le hizo una llave y lo empujó al suelo. Se insultaron, maldijeron, y se dieron puñetazos.
Finalmente, el novio soltó y se alejó, dando alaridos.
Seniesa dijo más tarde que no había sentido miedo. Había visto peleas antes, dijo, e incluso una vez se había caído al suelo al oír el sonido de balazos frente al apartamento de su madre. Esto no lo asustaba. "Mi papá lo tenía controlado", me dijo, describiendo su dominio en la pelea. Estábamos almorzando. Ella estaba sentada junto a su padre, y estaba mordisqueando una patata frita, despreocupada. "Ni siquiera parecía una pelea de verdad".
Para Joe y Maryann, la pelea había sido muy real. Maryann obtuvo una orden de alejamiento, sobre la base de que el padre de Seniesa era una amenaza.
Joe se sintió terrible. Ahí estaba, supuestamente enmendando su vida, supuestamente un hombre que temía a Dios, y sus instintos callejeros le estaban llevando la delantera. Todavía estaba peleando, todavía se dejaba llevar por la rabia, frente a los niños y a los vecinos y a Maryann.
"Ojalá, algún día", me dijo, "voy a aprender a no meterme en cosas como esta. Ojalá, algún día me daré cuenta que no vale la pena".
Pasaron varias semanas antes de que Maryann lo dejara recoger a Seniesa en su apartamento. Cuando lo hizo, estuvo obligado a quedarse a medio bloque de distancia. Aparcó su furgoneta más abajo en la calle y llamó desde su móvil para decir que ya podía salir.
En los meses siguientes, Seniesa entró en cuatro torneos. En ninguno de ellos pudo pelear. Ganó trofeos y cinturones por incomparecencia. No significaban nada. No los ganó pegándole a nadie.
Quizás tenía razón su madre. Quizás el boxeo no era gran cosa. Quizás el boxeo no era para ella. Quizás el boxeo no era para niñas.
Sabía que sus sueños eran los sueños de su padre, y sabía que si ella abandonaba, él se quedaría sin su ángel redentor.
Pero sus peleas y la orden de alejamiento los estaban separando.
Una tarde, estaban en la furgoneta de Joe, saliendo del gimnasio, cuando Seniesa le empezó a contar lo que estaba pensando. Estaba cansada de entrenarse tanto y no poder conseguir oponentes, cansada de ver cómo los niños boxeadores tenían montones de oponentes, y ella tan pocos.
"Papá", le dijo, "creo que lo voy a dejar".
13 de julio de 2005
11 de julio de 2005
©los angeles times
©traducción mQh
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