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condenado por hablar


Incitó a la guerra santa, pero nunca cometió actos de violencia, ni él ni sus seguidores. Editorial de Washington Post.
La semana pasada Ali al-Timimi fue condenado por un tribunal federal de Alexandria a pasar el resto de su vida en prisión. Timimi era el líder espiritual de un grupo de candidatos a yihadistas de Virginia, que quería, después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, levantarse en armas a nombre de los talibanes. Su delito no fue ningún acto de terrorismo o violencia, sino haber leído una serie de discursos que los fiscales dijeron -y un jurado les encontró razón- habían incitado a sus seguidores a adiestrarse para la guerra contra Estados Unidos. Algunos empezaron a jugar paintball. Otros asistieron a campos de adiestramiento terroristas. Pero ninguno en realidad atacó a tropas americanas ni a sus aliados. En otras palabras, Timimi ha sido sentenciado a cadena perpetua por decir cosas que nunca fueron puestas en práctica.
No queremos decir que esta condena sea necesariamente impropia. Incitar a un delito, incluso si es oralmente, no es algo que proteja la Primera Enmienda, y Timimi claramente instruyó a sus seguidores, inmediatamente tras el 11 de Septiembre, a unirse a la guerra en Afganistán. El jurado evidentemente concluyó que las palabras de Timimi no eran solamente una expresión de sus creencias políticas o religiosas sino que fueron una solicitación activa de una conducta delictiva por alguien que era admirado por un grupo de gente que intentó llevar a cabo sus deseos.
Sin embargo, la sentencia -obligada por las leyes federales de sentencias mínimas obligatorias- es demasiado severa. Las palabras de Timimi fueron aberrantes, y sus intenciones pueden haber sido malas. Pero ser condenado a prisión perpetua por llamar a una guerra santa que no se llevó a cabo es excesivo. La juez de distrito Leonie M. Brinkema, al leer la sentencia, la calificó de "muy draconiana". Es verdad que otros miembros del grupo yihadista que jugaba paintball también han recibido sentencias dramáticamente largas, pero eso es difícilmente una excusa. Las leyes de sentencias mínimas obligatorias no proporciona a los jueces discreción para distinguir entre delitos graves e intentos que, cualquiera sea su motivación, no produjeron ningún resultado. Incluso en casos de seguridad nacional, las sentencias federales deben buscar un mejor equilibrio.

17 de julio de 2005
©washington post
©traducción mQh

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