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llevando nazis al infierno


[Matthew Brzezinski] Cuando los decretos nazis destruyeron a su familia, dejándolo solo, habría sido difícil imaginar que este desamparado niño volvería un día a Alemania para aplicar una ruda justicia propia.
Esta es la historia de un hombre que ha mirado al demonio a los ojos y ha tenido en sus manos el destino de asesinos en masa. Empieza con el picnic de una compañía, donde los niños correteaban mientras sus padres cenaban sanas ensaladas y entradas pobres en carbohidratos. De un modo general, suena apropiado, porque junto al tema de violenta y dura justicia, esta historia también tiene que ver con el sueño americano.
El escenario son los Viñedos Tarara, justo en las afueras de Leesburg, y la fecha es el verano de 2002. La vinería suburbana se ha transformado en un mini-parque de diversiones para la ocasión. Zumban los generadores portátiles, dando poder a todo tipo de diversiones, toboganes y paseos. Arriba, un globo aerostático sube y baja de su correa como un yo-yo gigante. Los niños corren en todas direcciones, perseguidos por padres atormentados, una ocasional nana y un fotógrafo profesional contratado para inmortalizar esta excursión de la empresa. Un grupo de ejecutivos se apiña cerca del buffet al aire libre. Llevan gorras de béisbol con el logo bordado de su empleador, EMP, o Emerging Markets Partnerships, una de las firmas de inversiones internacionales para grandes de Washington. Algunos beben merlot, pero en presencia de sus patrones la mayoría de los académicos reunidos han optado por los refrescos más discretos.
Arnold H. Weiss está en el centro de esta agradable agitación. Es un hombre pequeño, atractivo, ligeramente inclinado de hombros, y habla tan suavemente que los que están atrás en el grupo deben estirar sus cuellos para verlo y oírlo. Pero todos escuchan atentamente, y no sólo porque es uno de los fundadores de la empresa y, a los 78, su estadista más viejo. El tono de Weiss es distante y mesurado, casi cínico, como si estuviera detallando las estrategias de salida de un trato con una compañía de telecomunicaciones de Indonesia o tramando la compra de una línea férrea brasileña. Pero no está vendiendo nada. Está hablando de sus experiencia en el Holocausto.
Varios de sus socios mayores han oído partes de la historia antes, y entran y salen del círculo a medida que Weiss vuelve a contar sus años en un orfelinato judío ortodoxo cerca de Nuremberg, donde los nazis escribieron sus mortíferas leyes raciales. Un murmullo de sorpresa de deja oír entre los empleados más jóvenes cuando descubren que uno de los miembros de la dirección era compañero de clase de Weiss en Alemania es Henry Kissinger. Pero el silencio vuelve a imponerse cuando Weiss relata que tenía que correr por entre las manoplas de las bandas de las Juventudes Hitlerianas todo los días en su camino a la escuela, y las persecuciones a pie, las golpizas en los callejones y las cicatrices que lleva hasta el día de hoy por haber sido colgado a un poste de farol por nazis adolescentes.
De vez en vez uno de los ejecutivos en la audiencia de Weiss es llamado para atender a un crío indócil o para aliviar a un pequeño, y cuando esa persona vuelve, el relato lo ha dejado atrás. Ha empezado la Segunda Guerra Mundial, y todos en el orfelinato de Weiss han sido enviados al campo de exterminio de Auschwitz. Sin embargo, el joven Arnie está viviendo en seguridad en Estados Unidos, después de haber salido de Alemania en 1938 en uno de los llamados transportes de niños que salvaron a miles de niños judíos de las cámaras de gas. Tiene 13 cuando llega a este país, con nada más que una maleta de cartón y 5 dólares. No habla una palabra de inglés y no conoce absolutamente a nadie.
Ahora es 1945 y Weiss, 21, está de vuelta en Alemania como agente de inteligencia de las fuerzas armadas norteamericanas, adiestrado por la Oficina de Servicios Estratégicos OSS, precursora de la CIA. Los ejércitos de Hitler se baten en retirada y Weiss, recién naturalizado estadounidense, es enviado detrás de las líneas enemigas en Dachau, el campo de concentración alemán, en una intrépida misión. Al llegar a este punto de la historia, los ejecutivos apiñados en torno a Weiss vuelven a entusiasmarse.
Pero Weiss parece ansioso de apurar sus recuerdos justo hasta el momento en que termina la guerra y empieza el verdadero trabajo de su unidad de inteligencia: cazar a nazis fugitivos. Está visiblemente cansado de recontar la historia, como si se viera repentinamente abrumado por un gran peso.
Sus empleados no pueden ocultar su desilusión. Claman por más detalles. Weiss desvía las preguntas, haciendo uso de su experiencia de medio siglo, como lo haría un abogado de Washington, para construir cuidadosamente cada respuesta. Las preguntas, sin embargo, no cesan.
"Tenéis que entender", reconoce después de un tiempo, que "no estoy listo para hablar sobre lo que ocurrió".
¿Por qué?, pregunta alguien.
Durante un momento, Weiss mira silenciosamente a través de sus grandes gafas de marcos dorados. Dice finalmente: "Porque los asesinatos no prescriben".
Como la firma de Weiss adorna el cheque de pago de mi esposa, pensé que no era prudente pedir más durante ese picnic de 2002. Sin embargo, había despertado mi curiosidad y dejé claro que si alguna vez quería contar toda la historia de lo que ocurrió en las semanas y meses después de la capitulación de la Alemania nazi, yo estaría encantado de oírla.

Pasaron tres años y no volví a oír de Weiss. Lo encontraba ocasionalmente en fiestas de Navidad o en recepciones de la EMP que exigían corbata negra y la asistencia de las esposas, pero nunca tocó el tema. Entonces, hace unos meses, Weiss me dejó un recado: Si todavía estaba interesado en oír su historia, estaba preparado para contarla.
Weiss, que tiene casi 81 años ahora, jubilado oficialmente -y a regañadientes-, aunque es imposible saberlo, ya que todavía se levanta todas las mañanas, lleva un traje hecho a la medida y conduce su enorme Mercedes a las oficinas de EMP en la Avenida de Pensilvania. Es casado y tiene dos hijos adultos. El año pasado se ausentó durante tres meses de su trabajo tras recuperarse de un cuentapasos triple y una operación cardiovascular, y aunque se ve bien y sano, el sentimiento de su inevitable mortalidad le ha hecho creer que es tiempo.
El rumor en la oficina es que Weiss sobrevivirá a los internos. Sin embargo, el hecho de que haya sobrevivido a la mayoría de sus compinches de la Segunda Guerra Mundial no es para él una fuente de consuelo. Prácticamente toda vez que entra al local de la asociación de veteranos del Cuerpo de Contraespionaje del Ejército -Weiss es el miembro número 3326- en internet, se entera de la muerte de otro colega. Pronto, se preocupa Weiss, todos los testigos habrán muerto, y sólo quedarán los archivos escritos. Y esos archivos están incompletos. "Se llevaron sus secretos a la tumba", dice Weiss de sus colegas agentes decesos.
Irónicamente una consideración casi idéntica llevó hace poco a la dedicada enfermera de Adolfo Hitler, Erna Flegel, 93, a romper su silencio de 60 años sobre el deterioro mental y físico de Hitler en los días finales de la guerra. "No quiero llevar mi secreto a la muerte", dijo Flegel en mayo a un diario alemán. Todavía hay muchas piezas del puzzle de la Segunda Guerra Mundial, y cada vez que se reencuentra uno, la historia se rescribe un poco. A veces, como en el caso de la impenitente Flegel, cuya existencia se dio a conocer sólo hace algunos años cuando la CIA liberó las transcripciones de antiguos interrogatorios de los OSS, los nuevos testimonios sólo requieren escribir una nota al pie de página. Pero en otras ocasiones emergen a la superficie materiales que exigen borrar capítulos enteros de la historia oficial. Fue sólo tras el derrumbe del comunismo, por ejemplo, que el Kremlin admitió a regañadientes que fue la policía secreta soviética, no las SS alemanas, las que asesinaron a miles de prisioneros de guerra polacos durante la Segunda Guerra Mundial. En 2000, fue el turno de Polonia de reexaminar sus archivos de la guerra, y del tema más grande del anti-semitismo, cuando un investigador estadounidense descubrió evidencias de que toda la población judía de una aldea llamada Jedwabne fue el trabajo de compatriotas polacos y no de los nazis, como sostenía en la versión oficial.
La historia tiene el hábito de barrer los episodios inconvenientes debajo de la alfombra. A pesar de haber pasado más de medio siglo (para no mencionar la aprobación de leyes norteamericanas a fines de los años noventa, ordenando romper el sello de innumerables documentos de la era que la CIA había considerado sea demasiado delicados o embarazosos como para desclasificar. Como esos documentos parcialmente accesibles, partes de la historia de Weiss han también emergido lentamente en el curso de los años, y esos fragmentos del pasado a menudo contienen espeluznantes paralelos con algunas de las cosas que están pasando hoy. Pero también él ha mantenido ocultas porciones cruciales de la historia. Ahora, por primera vez, está dispuesto a contar toda la historia, desde su improbable inicio hasta la extraña y nueva relevancia de su final largo tiempo sepultado.

En el otoño de 1945 Munich era una ciudad devastada y desmoralizada. Cada semana las listas de detención emitidas desde el cuartel general del contraespionaje estadounidense en Frankfurt se hacían más largas. La máquina de teletipos junto al escritorio de Weiss escupía nombres casi las 24 horas del día: científicos balísticos, ingenieros nucleares, químicos y físicos; oficinistas del partido, contables y financistas; ayudas de cámara, choferes y cocineros. Casi todos los que estuvieron estrechamente asociados al régimen derrocado tenían que ser atrapados y detenidos. Y en una ciudad como Munich, donde las cervecerías llenas de humo habían servido para albergar las primeras reuniones de los nazis, eso significaba un montón de gente.
Weiss y dos docenas de agentes del Cuerpo de Contraespionaje del Ejército CIC trabajaban en la casa requisada del gauleiter de Munich, el jefe local del partido, que se había apropiado de la mansión de un rico industrial judío. La mansión había de algún modo sobrevivido los bombardeos aéreos aliados y estaba en un vecindario tranquilo de clase alta que sufrió, relativamente, pocos daños. Pero quizás su principal recomendación era un profundo y seco sótano que había sido convertido en celdas de detención.
Desde la Gauleiter Haus, el territorio de Weiss -IV Región de la Zona Ocupada Americana- se estiraba por el sur hacia los lagos y bosques desde Baviera hasta los pasos y reductos montañosos a lo largo de la frontera austriaca. Baviera fue la cuna del movimiento nazi, el lugar de nacimiento y hogar de muchas de sus figuras dirigentes. Y debido al terreno montañoso y al fanatismo de algunos de sus habitantes, fue el área en el Sector Americano que representaba el mayor riesgo de resistencia, el equivalente alemán del Triángulo Sunní.
En toda Alemania los aliados estaban ansiosos de restablecer los servicios básicos e instalar gobiernos locales y seguir adelante, y una de las responsabilidades de Weiss era investigar a potenciales funcionarios sobre su pasado en el Partido Nazi. Era una tarea importante y agotadora, pero se mantenía especialmente alerta para los casos de fugitivos de alto valor que habían evitado la captura. Muchos de los matones de Hitler, especialmente de las temidas SS, todavía estaban libres, junto con montañas de lingotes de oro, y si montaban una revuelta, podrían dirigirla y financiarla. Un grupo de nazis conocidos ominosamente como los Licántropos ya había realizado ataques esporádicos y habían provocado órdenes para los marines de fusilar a los insurgentes. Esto provocó un caos en la moral de los militares norteamericanos, especialmente porque muchos de los alborotadores eran chicos de 16 y 17 que habían pertenecido a las Juventudes Hitlerianas.
Más inquietante, sin embargo, eran los persistentes rumores de que Hitler todavía vivía. "Nosotros estábamos seguros de que se suicidó en el búnker", recuerda Weiss. "Pero dado que Berlín formaba parte de la zona rusa, y los soviéticos no habían entregado ni testigos ni cuerpo, muchos alemanes se negaban a creer que Hitler hubiese muerto".
Los rumores de que Hitler había sobrevivido se estaban transformando en un problema serio, para no mencionar su potencial como punto de reunión de los alemanes que se negaban a aceptar la derrota. Se hablaba de que Hitler estaba escondido en una cueva en el norte de Italia, que vivía disfrazado de pastor en los Alpes suizos, que trabajaba como croupier en Evian, Francia. Un informe de agosto de 1945 lo tenía viviendo en Innsbruck bajo el alias de Gerhardt Weithaupt. (De acuerdo al libro de 1996, ‘The Death of Hitler', de Ada Petrova y Peter Watson, 30 agentes del CIC siguieron esa pista hasta Innsbruck. Según otro informe, Hitler se encontraba con una flota de submarinos frente a las costas españolas.
Los rusos, que sabían muy bien dónde estaba el difunto führer ya que tenían sus restos calcinados en un laboratorio secreto en Moscú, enturbiaron más el asunto. Izvestia, el diario comunista oficial, sacó una historia en primera plana afirmando que él y Eva Braun se habían instalado con burgués esplendor en un castillo (con foso y todo) en Westphalia, en la Zona Británica.
Pronto los avistamientos de Hitler cubrían todo el planeta, desde Suecia hasta Irlanda y Argentina, donde se decía que Hitler, tras sufrir una operación de cirugía plástica, se dedicaba en un escondite subterráneo al desarrollo de autómatas-bomba de largo alcance. Incluso Washington se infectó con la fiebre paranoica, y envió un cable urgente a su embajada en Buenos Aires para que siguiera la pista: "Algunas fuentes indican que hay una entrada occidental al escondite subterráneo, que consiste de una muralla de piedra operada con células fotoeléctricas activadas por señales en código con linternas corrientes". Aparentemente, el asunto fue tomado con tal seriedad, de acuerdo a un libro de 1989 sobre la CIC, ‘America's Secret Army', de Ian Sayer y Douglas Botting, que el propio director del FBI, J. Edgar Hoover, se involucró en él. Para octubre de 1945, las especulaciones sobre el paradero de Hitler habían alcanzado tal febrilidad que, dice Weiss, se tomó una decisión "al más alto nivel" para terminar de una vez para siempre con el misterio. Los británicos -que estaban especialmente enfurecidos por la sugerencia soviética de que Hitler estaba viviendo debajo de sus narices- fueron encargados de demostrar definitivamente que Hitler estaba muerto. Los mensajes empezaron a traquetear de las máquinas de teletipo del CIC para dar la máxima prioridad a la búsqueda de testigos que pudieran haber estado en el búnker con Hitler durante sus últimos días.
"El nazi de más alta jerarquía que todavía estaba libre era Bormann", dice Weiss. Martin Bormann, la Eminencia Gris, había sido secretario del Partido Nazi y guardián de Hitler. Controlaba el acceso a Hitler. Si alguien sabía lo que había pasado con Hitler, ese era Bormann. "Yo recordaba vagamente que su ayudante era de Munich".
Weiss rastreó los archivos y descubrió que la mano derecha de Bormann, el Standartenführer, Wilhelm Zander, en realidad era de Munich y todavía andaba suelto. Zander no sólo podía saber dónde se encontraba su jefe; había una buena posibilidad de que hubiera estado en el búnker justo antes de que fuera tomado por asalto por el Ejército Rojo. Weiss cogió la guía telefónica de Munich. Obviamente, había varios Zander.

"Detuve a su madre y hermana", recuerda Weiss. Se sorprendió de lo corriente que parecían. Eso era algo a lo que Weiss terminaría acostumbrándose: cómo los monstruos provenían de familias aparentemente tan normales.
Aunque su madre y hermana se pusieron a la defensiva e insistieron en que Zander no había hecho nada malo, finalmente a una de ellas se le escapó que tenía una novia mucho más joven en Munich. Era una llamativa mujer de pelo castaño, 21, que todavía vivía con sus padres. Weiss la hizo detener. Aunque él mismo apenas tenía edad suficiente como para comprar cerveza según las normas de hoy, Weiss podía entonces acordonar manzanas enteras de la ciudad y encarcelar a cualquiera por cualquier período de tiempo. No se necesitaba una orden de detención, y no había supervisión judicial. "Teníamos el poder absoluto", dice, con una sonrisa. "Los alemanes no estaban llamando la Gestapo americana".
Weiss envió a la novia no al cuartel del CIC en la elegante Gauleiter Haus, sino a una cárcel más grande llena de delincuentes comunes en las afueras de Munich. Allá, la dejó sola en una celda durante dos días para que considerara su destino. "Quería asustarla, darle tiempo de pensar" en todas las cosas terribles que le podían ocurrir. Era un método normal de interrogatorio con personas consideradas débiles. Resolver casos difíciles exigía un enfoque completamente diferente, y Weiss, que era uno de los pocos oficiales estadounidenses que hablaba alemán, estaba adquiriendo experiencia rápidamente como un avezado interrogador.
Cuando pensó que la tenía suficientemente guisada, Weiss la hizo llevar a un cuarto de interrogatorio vacío. La hizo quedar de pie, otra pequeña táctica psicológica aparentemente efectiva. "Estaba preparada para hablar", recuerda. "Admitió inmediatamente que era la amante de Zander". Weiss le preguntó cuando lo había visto por última vez. Esperaba que dijera que habían sido años, pero la mujer dijo que seis semanas antes. "Casi se me cayeron los dientes", dice Weiss. Eso significaba que la pista todavía podía estar caliente. La mujer tenía otra sorpresa para Weiss. Zander le había revelado, imprudentemente, el alias que usaba y dónde se estaba escondiendo. Weiss envió de inmediato un comunicado en código al cuartel del CIC en Frankfurt. El servicio secreto estadounidense notificó a la inteligencia británica, que envió a su principal detective a unirse a Weiss en la cacería.

El mayor Hugh Trevor-Roper no parecía para nada un agente secreto. Alto, demacrado y miope, daba la impresión de ser un profesor universitario distraído, que de hecho lo era en su vida civil -era profesor de historia en Oxford. Weiss informó a Trevor-Roper. Zander estaba usando el nombre Paustin y se hacía pasar por peón de alguien llamado Irmgard Unterholzener en un pueblo no muy retirado de Munich, llamado Tegernsee. El par tomó apresuradas medidas para allanar el lugar, pero cuando llegaron, Zander había desaparecido. Durante las siguientes tres semanas Weiss se dedicó a seguir pistas que resultaron ser falsas. Entonces, justo antes de Navidad, Weiss recibió una llamada de la oficina de enlace del CIC en Munsingen, Alemania. Alguien llamado Paustin había pedido un permiso de residencia -los alemanes, aparentemente aun cuando están de fuga, eran muy puntillosos- en la comisaría de policía de un pequeño pueblo alemán llamado Vilshofen, cerca de la frontera checa. Weiss llamó a Trevor-Roper. "Lo encontramos", dijo Weiss, excitado. A Trevor-Roper le tomó 24 largas horas llegar a Munich, mientras Weiss se daba vueltas, impaciente.
Cuando finalmente llegó, el par cargó sus armas -Weiss tenía una 38 en su pistolera; Trevor-Roper optó por una Colt 45, más grande- y se subieron a un todoterrenos abierto para hacer el frío trayecto de 90 minutos hacia Vilshofen.
Hollywood, en palabras de Weiss, no habría imaginado nunca un par tan improbable de cazadores de nazis. En fotos, Trevor-Roper, en un uniforme demasiado grande y gafas de culo de botella de Coca-Cola, se elevaba como una delgada torre sobre Weiss, que, aunque pesaba apenas 54 kilos cuando se había alistado, había redondeado su figura gracias a la bien provista mesa del comedor de la Gauleiter Haus. Pero las apariencias pueden engañar. El aristocrático catedrático de Oxford (Trevor-Roper, que se convirtió en uno de los más importantes historiadores de la Segunda Guerra Mundial, murió como Lord Dacre) y el impetuoso refugiado judío-americano formaban un equipo formidable.
En la oficina de enlace de Munsingen, pidieron refuerzos -varios policías militares y un joven agente del CIC. Weiss no recuerda bien el nombre completo de este último; un documento del servicio secreto de las fuerzas armadas de ese período lo menciona solamente como Agente Especial Rosener.
Weiss, Rosener y Trevor-Roper encontraron la granja poco antes de las 4 de la mañana. Era una vivienda de piedra, próspera y bien mantenida, y tranquila a pesar de las inminentes festividades. (A esta altura, parece haber algunas discrepancias en cuanto a la cronología de los acontecimientos. Petrova y Watson dicen que el allanamiento ocurrió el Día de los Regalos, el 26 de diciembre. Sayer y Botting los fechan el 28 de diciembre. Pero Weiss, cuyo clave papel está apuntado en ambos libros, todavía tiene un memorándum que escribió en la época en papel del CIC que data el allanamiento para Nochebuena). Cuando los policías militares echaron abajo la puerta, se escuchó un disparo desde la casa. El primer impulso de Weiss después de buscar cobertura fue desarmar a Trevor-Roper. "Era prácticamente ciego y yo tenía miedo de ser disparado por él, más que por Zander", recuerda Weiss. Los policías militares encontraron a un asombrado Zander desnudo en la cama con una mujer (no su novia) y lo dominaron rápidamente. Weiss cogió la Beretta italiana de Zander -un recuerdo que guarda hasta el día de hoy.
Los dueños de casa bajaron corriendo, consternados ante el alboroto. Se armó un buen griterío, no poco de Zander, que exigía saber quiénes eran sus perseguidores y qué querían.
"Somos estadounidenses y hemos venido a arrestarle", dijo Weiss.
"¿Por qué?", preguntó Zander.
"¿Cómo se llama?"
"Paustin".
"¿Tiene su carné de identidad?"
Zander mostró un carné de identidad: Decía que tenía bien entrados los treinta, de casi 1 metro 83 y de complexión mediana, que era todo correcto. La foto mostraba también un buen parecido; pelo negro y fresco, los ojos claros con una arrogante mirada que aparentemente había convertido a Zander/Paustin en un galán.
"Es falso", dijo Weiss. "Usted se viene con nosotros".
Durante todo el trayecto a Munich, mientras Weiss conducía y Rosener custodiaba al prisionero esposado, Zander mantenía su inocencia. "No dejaba de gritar: ‘¿Para qué me quieren?'", recuerda Weiss. "Le decíamos: ‘Te lo diremos cuando lleguemos'".
Cuando llegaron a la Gauleiter Haus, comenzaron a interrogarlo de inmediato. "Queríamos interrogarlo con el shock de la detención todavía fresco. Trevor-Roper, como el oficial superior, dirigió el interrogatorio, y Weiss hizo de intérprete la mayor parte de las veces. Lo interrogaron durante 10 horas, y Zander continuó insistiendo en que era un caso de confusión de identidades.
"Lo confrontamos con todos los hechos de su vida", recuerda Weiss. El objetivo era mostrar a Zander que el servicio secreto aliado ya sabía todo sobre él, que no tenía sentido continuar con la farsa. Las respuestas de Zander empezaron a contradecirse y Zander subió la presión.
"Tenemos a su madre y hermana", le dijo. Esto no era verdad. Weiss sólo había detenido a su novia. Pero Zander no lo sabía.
Finalmente, con gran solemnidad, dijo: "Tenéis razón. Soy el Standartenführer de las SS, Wilhelm Zander".
Lo fue particularmente dramático, pero lo habían quebrado. Ahora podía empezar el verdadero interrogatorio. ¿Cuándo vio por última vez a los jefes nazis Goebbels, Goering, Himmler? ¿Quién estaba en el búnker con el führer en sus últimas horas? ¿En qué circunstancias se vio Zander con Bormann? ¿Cómo salió del búnker del führer? ¿Qué ruta tomó? Trevor-Roper estaba especialmente interesado en los nombres de los funcionarios subalternos que pasaron con Hitler sus últimas 48 horas, personal de servicios, como Erna Flegel, cocineros, choferes, guardias, etcétera.
Una vez que Zander abandonó su identidad como Paustin, habló sin parar durante seis horas. Como si fuera una ocurrencia tardía, Weiss le preguntó por qué había salido del búnker.
"Me enviaron en una importante misión como correo", dijo Zander, flemático. "Supongo que queréis los documentos".
Absolutamente, dijo Weiss, aunque no tenía ni idea de qué le hablaba Zander. "¿Dónde están?"
Ese mismo día Zander condujo a Weiss y Trevor-Roper de vuelta a Tegernsee, donde se había escondido originalmente. Había un pozo seco en la parte de atrás de la propiedad de los Unterholzer, y apuntó hacia el fondo. Weiss sacó del fondo una maleta de vinilo. A primera vista, contenía solamente el uniforme de las SS desechado de Zander. Pero tras un examen detenido encontraron un compartimiento secreto. En él había un sobre de color crema.
Weiss lo rompió. "Oh, Dios mío", gritó, cambiando involuntariamente a su lengua materna. Tenía en sus manos el ‘Testamento Político y Última Voluntad' de Hitler.

"Dejádme mostraros algo", dijo Weiss, interrumpiendo su relato. Me toma un segundo dar el salto desde 1945 al presente, para acostumbrarme al ambiente de la oficina. Miro el felpudo decorado de ejecutivos, esas lápidas de cristal que usan los banqueros de inversiones para conmemorar los grandes contratos, la nota enmarcada de la edición del 6 de junio de 1994 del Wall Street Journal: 1.086.460.000, se lee en grandes letras de titular, la cantidad de dinero que hicieron los seis fondos que gestionan los EMP. Hay un modelo a escala de un Boeing 757 con los colores de la compañía de una línea aérea asiáticas (una de las inversiones de la empresa) en el alféizar de la ventana, compitiendo por espacio aéreo con los aviones de verdad que cruzan sobre el Potomac en su giro final hacia el Aeropuerto Nacional Reagan.
"Aquí, lo tengo conmigo". Weiss escarba en su maleta, que definitivamente no es vinilo. Todos se visten bien en el elegante cuartel de los EMP en la Avenida de Pensilvania, pero sólo el presidente -un ex primer ministro de Pakistán y vice-presidente del Banco Mundial- es más elegante que Weiss.
"Ahí", dice Weiss, entregándome un fajo de papeles viejos.
Hay fotostatos de 1946. Sorprende la simplicidad de los documentos. Con toda la pompa que rodeaba al Tercer Reich, esas humildes hojas ni siquiera llevaban un sello oficial. Impresas en papel de escribir blanco corriente, del tipo de que se encuentra en cualquier oficina, tienen un sospechoso aspecto de humedad. Pero son reales, autentificados por el FBI en 1946, de acuerdo a ‘America's Secret Army'
‘Mein privates Testament', se lee en el titular subrayado de la primera página. Está fechado el 29 de abril de 1945, a las cuatro de la mañana, y en el dorso hay cinco firmas. La primera es pequeña y apretada, como un rayo comprimido: Adolf Hitler. Las otras son más expansivas y descaradamente ambiciosas, como las de Martin Bormann y Joseph Goebbels, el ministro de propaganda que se mató a sí mismo y a su familia en el cuarto junto al de Hitler en el búnker.
Las mismas firmas agracian un segundo documento, considerablemente más largo, titulado ‘Mein politisches Testament', en el que Hitler despotrica contra sus generales, expulsa del Partido Nazi a Himmler y Goering y nombra al gran almirante Karl Doenitz como su sucesor y nombra a todo el gabinete de 17 miembros. En el paquete que Zander tenía que entregar a Doenitz había un tercer documento -el certificado del matrimonio in extremis de Hitler con su amante de toda la vida, Eva Braun. Pero Weiss no hizo una copia de él. (Weiss recibió un fotostato de los testamentos junto con un memorándum de felicitaciones datado el 7 de enero de 1946, de un general de brigada cuya firma es ilegible. Los originales se encuentran en los Archivos Nacionales. "Los testamentos debían ser usados para rehabilitar a Hitler, cuando en el futuro los alemanes se levantaran de nuevo", escribió con su propia y firme letra manuscrita en un memorándum de 1946 que termina triunfante: "Caso cerrado". (Weiss tenía motivos para sonar exultante: Por encontrar la prueba definitiva de que Hitler estaba muerto -en su testamento, Hitler dice que prefiere terminar con su propia vida antes que se exhibido por un animal de zoológico-, Weiss recibió la Medalla de Encomio del Ejército y una recomendación para una Estrella de Bronce).
En cuanto a por qué Zander no había entregado los documentos a Doenitz, el memorándum de Weiss, ahora amarillo por el tiempo, sugiere que esa información estaba por encima de su grado. Sin embargo, Trevor-Roper tuvo acceso a otros interrogatorios con el correo caprichoso de las SS. "Un hombre educado a medias, estúpido, pero honesto", escribió en su informe final, publicado en 1947, "Zander sólo quería una muerte silenciosa para poner fin a una vida desperdiciada y expiar las ilusiones que era demasiado tarde para abandonar". Aparentemente, el leal hombre de las SS había suplicado no realizar su última misión. Como idealista, quería morir junto a su führer. Pero, de acuerdo a Trevor-Roper, Hitler rechazó su petición y le ordenó entregar los documentos de su sucesión. Cuando pensó que Hitler había muerto, Zander dejó de creer que la Alemania nazi tuviera algún futuro y simplemente arrojó los documentos a un pozo. Weiss no encontró nunca a Bormann, cuyo esqueleto fue descubierto en Berlín en 1972, provocando especulaciones de que se había suicidado poco después de salir del búnker de Hitler.
Weiss todavía se sorprende de la mezcla de ingenuidad y arrogancia de Hitler de creer que el Tercer Reich sobreviviría la derrota o de que sus órdenes pudieran ser cumplidas después de su muerte. "¿Se imagina?", dice. "Hitler estaba todavía tratando de gobernar Alemania desde la tumba". Pero asuntos más mundanos también ocuparon los últimos pensamientos de Hitler: Quería que sus pinturas fueran donadas a una galería de arte en su ciudad natal de Linz y que algunos recuerdos personales se repartiesen entre sus secretarias, especialmente Frau Winter. "Como ejecutor testamentario nombro a mi fiel compañero del Partido, Martin Bormann", escribió Hitler. "Tiene toda la autoridad legal para entregar a mis familiares... especialmente a la madre de mi esposa... todo lo necesario... para llevar el estilo de vida de la pequeña burguesía".
Sin embargo, las últimas palabras escritas por Hitler, ordenaban a los futuros líderes de Alemania a "resistir implacablemente al envenenador universal de todos los pueblos, a la judería internacional". Así, es una de esas ironías de la historia que la primera persona en leer esas palabras fuera un joven judío-alemán americano y que actuaba ahora como instrumento de la justicia.
Weiss nació como Hans Arnold Wangersheim en una familia de judíos asimilados de clase media que habían vivido pacíficamente en la Franconia alemana durante casi cuatro siglos. El padre de Weiss, Stefan, cubría las noticias deportivas para el diario Nuremburg Acht-Uhr Abenblatt, y sus columnas horteras y obstinadas sobre las victorias y fracasos de los clubes de fútbol locales le dieron un aura de celebridad menor también disfrutada por contemporáneos como Tony Kornheiser. En esos días los periodistas deportivos no tenían los contratos de producción del ESPN [Entertainment and Sports Programming Network], y los Wangersheim vivían modestamente en un barrio de clase obrera donde las nacientes fuerzas del fascismo y el comunismo competían rabiosamente, y a menudo violentamente, por el apoyo de los residentes.

Los más tempranos recuerdos de Weiss de su padre son de un hombre musculoso con un planchado uniforme de gimnasia blanco, balanceándose graciosamente en las barras paralelas. "Se veía elegante, o así lo parecía para alguien que era muy joven".
Weiss tenía 6 cuando se divorciaron sus padres en 1930.
Aparentemente, su padre prefería la sudorosa compañía de sus colegas deportistas, y las largas, lánguidas noches en las cervecerías, a cuidar de sus tres hijos. Es posible que haya una mujer en la historia, pero el tema era demasiado doloroso, y Weiss nunca lo mencionó frente a su madre. De todo punto de vista, los trámites del divorcio fueron turbios y rencorosos. La madre de Weiss, Thekla Rosenberg, un ávida atleta y jugadora de tenis, recibió la tutoría del joven Arnie y sus dos hermanas, Beate y Evelyn, pero no alimentación para Stefan, que quedó fuera de toda responsabilidad parental.
En la época, la Gran Depresión hacía estragos a ambos lados del Atlántico. En la Alemania de Weimar, el agregado peso de las reparaciones de guerra exigidas por el Tratado de Versalles a final de la Primera Guerra Mundial hacían su situación desesperada. La madre de Weiss tenía que tomar una decisión difícil. Con su salario de contable no podía criar a los tres niños. "No había suficiente dinero para que comiéramos todos", recuerda Weiss. "Las niñas necesitaban más protección, así que yo era el candidato a ser colocado en un orfelinato".
El orfelinato judío ortodoxo al que fue enviado Weiss en 1930 (o 1931 -no recuerda bien) estaba en un suburbio de Nuremberg conocido como Furth. La rutina era severa: se levantaban antes del alba para las oraciones matutinas en la sinagoga de al lado, luego se marchaban a la escuela y tres horas de clases de hebreo, seguidas de dos horas más de estudios talmúdicos antes de las oraciones de la noche. La comida era pésima; la privacidad, inexistente; y entre el acoso de los niños más grandes y la estricta disciplina de los administradores del orfelinato, las golpizas eran un rasgo corriente de su vida.
Weiss describió los detalles en un testimonio oral que dio en 1996 para el Holocaust Memorial Museum en Estados Unidos. "Era muy lúgubre", dijo en su testimonio grabado, "incluso antes de que llegaran los nazis al poder".
Interrogado por el curador si se sentía abandonado, Weiss respondió "Sí" después de una larga pausa. "Yo diría que es un comentario adecuado".
La separación de su hermana de dos años, Evelyn, fue lo más duro. "Simplemente la adoraba. Era como un juguete". Weiss todavía veía a su madre y hermanas durante unas horas cada tantos meses, pero no era lo mismo. Inevitablemente empezaron a apartarse. Pero el orfelinato estaba a corta distancia del apartamento de su abuela materna, que le daba al menos una comida decente a la semana y generosas muestras de afecto.
Sin embargo, dice, la vida en el orfelinato no era tan mala. Siempre había alguien con quien jugar, así que nunca te sentías solo. Esos escondites endurecieron la piel, y aprendías rápidamente a cuidar por ti mismo". "Vivir en comunidad, una vez te acostumbrabas, tenía todo tipo de cosas positivas, que más tarde en la vida fueron muy convenientes". Weiss atribuye su educación en el orfelinato a su comodidad en las instituciones oficiales, sean las fuerzas armadas, en las que se alistó en 1942 como artillero de bombarderos B-17 antes de ser reclutado por el servicio de inteligencia, o el ministerio de Hacienda, al que se incorporó en 1952 después de obtener su diploma en leyes, o al timón de los grandes bancos de desarrollo internacionales y bufetes de abogados donde pasó la mayor parte de su carrera en Washington.
"Una de las cosas que te enseña", dice sobre vida en el orfelinato, "es a guardarte tus sentimientos, a rodearte de murallas y, sobre todo, no mostrar nunca ni emociones ni debilidad".
Esa dureza mental era una herramienta crítica para sobrevivir en Furth, ya que Weiss tenía la desventaja adicional de ser demasiado chico para su edad. "Yo era un renacuajo", explica en las cintas del Museo del Holocausto. "No creo que llegara a más de 1 metro 65 o 1 metro 67. La raza aria se veía un poquito mejor en nuestro vecindario".
Con su kipa y rizos característicos a los lados, Weiss era un blanco natural de los matones locales, especialmente los agresivos jóvenes de las Juventudes Hitlerianas, que estaban más que contentos de practicar con los huérfanos judíos lo que predicaban los líderes adultos. "¿Trataste de defenderte?", pregunta el entrevistador del Museo del Holocausto. "Yo corrí la mayoría de las veces", replica Weiss. "Pero a veces me alcanzaban y me molían a golpes".
Fue desde ese desgraciado punto de vista que Weiss observó el crecimiento de los nazis. Hacia mediados de los años treinta, las filas del orfelinato se habían duplicado, a medida que los padres judíos empezaron a desaparecer en la creciente red de los campos de prisioneros de los nazis. Weiss recuerda vívidamente la última vez que vio a su propio padre en 1935. "Vino al orfelinato, que era raro porque yo no había oído nada de él durante más de dos años. Dimos un largo paseo junto al canal y recuerdo que hizo algo muy extraño. Puso sus manos en mi cabeza y rezó. Eso era muy inusual porque mi padre no era religioso. ‘Es probable que no nos veamos nunca más', dijo. ‘Voy a tratar de salir de Alemania'. Esa fue la última vez que lo vi". Stefan Wangersheim fue detenido poco después de visitar a su hijo.
Había otros malos presagios que ni siquiera un niño de 11 podía ignorar. En 1937 la comida en el orfelinato se había hecho escasa, y mientras más y más judíos escapaban, eran arrestados o les confiscaban sus negocios menos dinero había disponible para los huérfanos. "Para ganar unos marcos extras, nos alquilaban para rezar en funerales", recuerda Weiss. "A ninguno de nosotros nos gustaba hacer eso".
Al mismo tiempo, había una masiva entrada de nuevos estudiantes en la única escuela judía de Furth, a medida que los judíos eran expulsados de otras instituciones académicas. Los traslados incluyeron a Henry Kissinger y su hermano menor, que estaba en el curso de Weiss. (Muchos años más tarde, Kissinger le contó a Weiss en un banquete, que, desgraciadamente, él no se acordaba de él). En 1938, las filas del orfelinato se habían casi triplicado y la dieta de los niños se redujo principalmente a patatas. A algunos niños empezaron a perder sus dientes por malnutrición, y las encías y molares de Weiss estaban seriamente debilitadas por la deficiencia en vitaminas.

Entonces, un día de febrero de 1938, llegó la salvación. A Weiss le dieron una maleta de cartón y le dijeron que empacara. "Te vas a América", le dijeron. No sabe cómo y por qué fue escogido para ser evacuado, de entre todos los niños del orfelinato. Quizás un golpe de suerte y la buena voluntad de algún familiar distante. ¿Cómo fue que Weiss fue elegido para el pequeño lote americano incluso un mayor misterio, ya que en comparación con Gran Bretaña, Rusia y otros refugios, Estados Unidos imponía severas restricciones a los refugiados judíos.
A Weiss no le importaba el por qué ni el cómo de su rescate. Simplemente quería salirse. "Como no tenía una relación fuerte con mi madre y hermanas debido a que habíamos estado separados durante ocho años, lo vi como una gran aventura y estaba encantado de poder ir".
La sabiduría callejera que había adquirido en Furth le sirvieron mucho en Estados Unidos, donde tuvo una recepción decididamente glacial. Cuando desembarcó en Nueva York, no pudo encontrar un lugar donde vivir y lo pusieron en un tren hacia Chicago, donde había menos refugiados compitiendo por casas. "Llegamos a Chicago a las 3 de la mañana, y vi un tren saliendo hacia Milwaukee", recuerda. "Había oído decir que allí hablaban alemán, así que me subí y me encerré en los servicios". En Milwaukee vivió con los sin techo en la estación de trenes y comió en las comedores populares hasta que lo detuvo la policía. Fue enviado a un orfelinato, pero seguía escapándose. "Lustraba zapatos y recogía diarios". Finalmente una familia de tenderos lo recogió en el pequeño pueblo de Janesville, Wisconsin. Hizo la secundaria y luego a la academia de relojeros porque su padre adoptivo pensaba que todo el mundo debía tener un diploma. "Ese período fue el más feliz de mi vida", recuerda Weiss. "Tenía padres cariñosos y una vida como adolescente completamente normal, que nunca di por sentado".

El soldado que volvió a Nuremberg en 1945 con la división 45, era una persona diferente al refugiado que había salido siete años antes. Tenía un nuevo nombre, sacado en préstamo de la espalda de un jersey de una veloz estrella del fútbol de la Universidad de Wisonsin; una nueva familia, en Janesville; y una nueva nacionalidad y lengua materna, que hablaba con el monótono acento del Midwestern. Tampoco era un niño, obligado a huir de los matones nazis. Era un hombre, miembro del ejército más poderoso que había visto el mundo, y era su turno de perseguir.
Avanzando a través de una Nuremberg llena de francotiradores, Weiss apenas reconoció la ciudad en la que había crecido. Ahora sus angostas calles estaban demasiado llenas de escombros como para que pasaran los tanques estadounidenses. La manzana donde habían vivido sus padres era un casco ardiendo; su antiguo orfelinato estaba silencioso y vacío. Casi toda la gente que había conocido, había muerto: el estricto, pero bondadoso director del orfelinato, los niños con los que había compartido las literas, los amigos con los que había ido a la escuela. Sus tíos se habían matado antes que se deportados a un campo de exterminio. Y su abuela, la persona que más cerca estaba de él en el mundo, la cálida, cariñosa mujer a la que visitaba escapándose del orfelinato, había sido enviada al gueto de Theresienstadt en la República Checa, y luego a Auschwitz en Polonia para transformarse en una de los 6 millones de judíos asesinados en la guerra.
Su madre y hermanas, felizmente, habían logrado, mediante sobordos, salir de Alemania, luego a Inglaterra y Portugal y finalmente, con la ayuda de Weiss, a Estados Unidos. Pero Weiss tenía poco tiempo para la reflexión o la pena. Las unidades de avanzada del 45 habían recibido órdenes de los cuarteles del Séptimo del Ejército de avanzar hacia Dachau para liberar el campo antes de que un grupo de prisioneros altamente valiosos políticamente fueran retirados o matados. (Según recuerda Weiss, entre los VIPs se encontraban Leon Blum, el primer ministro francés; el antiguo canciller de Austria; el depuesto jefe de estado de Hungría; algunos obispos y cardenales; y un pariente alemán de la familia real británica). Lo que más recuerda de Dachau, sin embargo, era el olor. "Todavía tengo sueños sobre eso", dice. En el campo había estallado una revuelta antes de la llegada del 45 y mientras las SS controlaban partes del perímetro, los crematorios no habían funcionado durante varios días. Los cuerpos estaba apilados, o yacían descomponiéndose entre las largas hileras de barracas de madera. Donde los guardias SS todavía vigilaban desde las torres, cerca del principal terraplén de rieels, se pudría todo un tren de carga con cadáveres. "Las SS no dejaban que nadie se acercara a descargarlo. La gente encerrada en los vagones de ganado habían muerto por sofocación o de sed", dice Weiss.
Aunque el campo había sido técnicamente liberado, los prisioneros estaban tan débiles y esqueléticos que siguieron muriendo a razón de varios cientos al día. Algunos se arrastrarían con manos y pies para salir por los hoyos cortados en el alambre de púa, para morir fuera, libres. Otros estaban empecinados buscando y matando a los capos, los prisioneros carceleros con porras que, a cambio de raciones extra, eran tan brutales como los guardias SS para los que trabajaban. "Grupos de gente caían sobre ellos y los descuartizaban parte por parte".
Weiss no encontró a los prisioneros a los que debía salvar su unidad. Habían sido retirados por el ejército regular alemán en su retirada, de modo que las SS no mataran elementos potencialmente valiosos para negociar. Pero escarbando en los archivos no oficiales de las víctimas de Dachau que habían sido compilados secretamente por los prisioneros desde mediados de los años 30 y escondidos en vigas ahuecadas, Weiss encontró un nombre que reconoció de inmediato: Stefan Wangershei, su padre. (Muchos años más tarde, Weiss se enteraría de que su padre había sobrevivido y emigrado a Brasil con una nueva esposa. Murió antes de que Weiss tuviera la oportunidad de volver a verlo).
El verdadero trabajo de Weiss empezó cuando terminó la guerra. La vasta máquina de muerte que había formado Hitler tenía incalculables partes y una miríada de cómplices, y la mayoría de ellos no desaparecieron con el suicidio de Hitler. El trabajo de identificar y hacer pagar a los que tenían las manos llenas de sangre de millones de víctimas no sería ni fácil ni rápido. Weiss tenía una desalentadora lista de miles de nazis buscados. Recuerda uno en particular, un hombre que ni siquiera se había tomado la molestia de mudarse de su domicilio de preguerra o asumido otra identidad. Weiss simplemente lo miró en la guía telefónica de Munich y llamó a su puerta una mañana temprano en 1946.
Por qué no había tratado el hombre de cubrir sus huellas era un enigma. Quizás pensaba que después de tantos meses nadie lo buscaría. O quizás que se podía esconder detrás de su bajo rango. Era un soldado enlistado; había muchos más peces gordos a los que los americanos querían prender. Pero había pertenecido a las Calaveras de las SS, el infame batallón con la tarea de liquidar a los judíos de Europa, y Weiss, si estaba en sus manos, no permitiría que escapara ni el soldado de más bajo rango de esos escuadrones de asesinos.
"Ese tipo estaba libre en Munich sin ninguna preocupación mientras la mayoría de la gente a la que yo conocía había muerto", dice. "Y en esa época no podíamos todavía comprender la enormidad de lo que habían hecho".
De todas las ramas de las SS, fueron las Calaveras, y en especialmente su Einsatzgruppen y unidades de sondercomandos, que administraban los campos de exterminio y encerraban a aldeas enteras en sinagogas para quemarlos vivos. Había los que cavaban fosas comunes en las afueras de la ciudad y echaban camionadas de tierra sobre mujeres y niños que jadeaban por aire. Fueron los Calaveras las responsables de idear métodos más eficientes de asesinato. En Auschwitz, el pináculo de su dedicación, "tramitaron" a 60.000 personas al día.
El hombre había sido guardia en Auschwitz y Theresienstadt. Estaba apuntado en su ficha militar de identidad que, sorprendentemente, todavía llevaba cuando Weiss lo capturó, como si esos documentos fueran de algún modo marcas de distinción. Tampoco intentó negar quién era o dónde había trabajado, una vez que Weiss lo puso en una celda de concreto vigilado por dos policías militares.
"He interrogado a gente muy mala", recuerda Weiss, "pero había algo en este tipo, una absoluta ausencia de remordimiento. Era indiferente, como si no hubiera hecho nada".
Estaba en sus treinta, sin afeitar y pálido. Estaba borracho cuando Weiss lo capturó, pero dos días en la celda le había hecho recuperar la sobriedad lo suficiente como para empezar a darse cuenta que estaba en problemas. Estaba claro para Weiss que el hombre probablemente no había terminado la escuela primaria, y su alemán era el gutural dialecto bávaro que se habla en los rangos más bajos de la clase obrera.
Weiss dice que estuvo menos de una hora en la celda, obteniendo la información que necesitaba: nombres de los superiores, otros guardias, etcétera. "Sólo quería salir de ahí y ducharme".
"Supongo que me impresionaba su absoluta ausencia de humanidad. Para él, Auschwitz había sido simplemente un trabajo. El hecho de que se matara a más de un millón de personas no le preocupaba en absoluto. No veía como gente a los judíos".
Weiss pensó en su padre, en sus amigos en el orfelinato, en su abuela. El hombre de las SS había trabajado en los mismos dos campos donde había sido enviada. Era sólo un diente pequeño de la máquina homicida y eso significaba que tenía poco valor para los cuarteles en Frankfurt. A diferencia de Zander, nadie tenía que empujarlo en la cadena alimenticia de la inteligencia. En ese sentido, el hombre había tenido razón en no ocultarse. Nadie en el Comando Aliado estaba especialmente interesado en alguien de su jerarquía. pero si quería que su bajo rango de algún modo lo salvaría de la justicia, estaba decididamente equivocado.
"¿Cómo lo hizo?", pregunté a Weiss. "Los capos", explica, "de ellos sacamos la idea. Habíamos visto lo que los DPs hicieron a los capos, y nos dimos cuenta de que nos podían hacer un favor".
Las DP, o personas desplazadas, eran supervivientes de campos de exterminio y de prisioneros de guerra -judíos, polacos, rusos, húngaros, refugiados de prácticamente todas las nacionalidades que o no podían volver a casa o no tenía casa donde volver. En Europa eran cientos de miles y albergaban en enormes campos temporales de DPs. Varios de esos campos de refugiados, antiguas barracas del ejército alemán, estaban cerca de Munich,
"Estudiamos un poco de historia militar y no había nada en los libros que impidiera que entregáramos a los sospechosos para otros interrogatorios de los DPs", recuerda Weiss. No sabe con certeza dónde se originó la idea, o quién la puso primero en circulación, o lo extendida que estuvo. "Sinceramente no sé quién lo inventó. Tampoco creo que lo reconocieran".
Aunque era perfectamente legal bajo la ley militar entregar a los sospechosos para posteriores interrogatorios de los DPs, dice Benjamin Ferencz, que fue el fiscal jefe estadounidense en los Tribunales de Crímenes de Guerra de Nuremberg en 1945 y 1947, entregar a prisioneros a sabiendas que serían ejecutados no lo era. Y, por supuesto, los DPs no estaban interesados en extraer información.
Ferencz, que tiene 85 y vive en Nueva York, advierte contra emitir juicios morales de silla mecedora. "Alguien que no estuvo allá no entendería nunca lo irreal que era la situación", dice. "Una vez vi a un DP golpear a un hombre de las SS y luego amarrarlo a una camilla de acero de un crematorio. Lo empujaron hacia el horno, subieron la temperatura y lo sacaron. Lo volvieron a golpear y lo metieron al horno, hasta que lo quemaron vivo. Yo no hice nada para impedirlo. Supongo que pude haber mostrado mi arma o disparado en el aire, pero no tuve ganas de hacerlo. ¿Me transforma eso en cómplice de un asesinato?"
Ferencz -que hizo una distinguida carrera legal, se transformó en uno de los fundadores del Tribunal Penal Internacional y es probablemente la principal autoridad en jurisprudencia militar de la época- no puede tratar específicamente las acciones de Weiss. Pero dice que es importante recordar que las normas militares legales de la época permitían un montón de flexibilidades que hoy no serían aprobadas. "¿Sabes cómo obtuve esas declaraciones de testigos?", dice. "Iría a un pueblo donde, digamos, había caído un soldado en paracaídas y lo habían golpeado hasta matarlo, y pondría a todo el mundo contra la pared. Entonces les diría: ‘Al primero que mienta lo voy a matar aquí mismo'. Nunca se me ocurrió que declaraciones obtenidas mediante presión pudieran ser inválidas".
Weiss dice que su unidad tenía su propia ética cuando se trataba de entregar antiguos guardias de los campos de exterminio a los DPs. "Eso no lo podía decidir tu solo", dice. "Tenías que consultar con otros agentes del CIC, y normalmente había un oficial de servicio. Nosotros no lo habríamos hecho nunca", agrega, "sin tener al menos una inclinación de cabeza de un superior".
La clave era cerciorarse de que no se trataba de casos de confusión de identidades. Los hombres de las SS tenían que reconocer su participación en los crímenes de masa de su propia voluntad, nunca como resultado de la tortura, ya que la gente tiende a confesar cualquier cosa en esas circunstancias, dice Weiss. Como respaldo, "yo escribía un relato detallado de sus antecedentes en la guerra, incluyendo bajo con quién habían servido, cuándo y bajo quién". Eso era verificado a su vez con los archivos nazis para cerciorarse de que la persona era en realidad la que ellos decían. Sólo entonces se tomaba una decisión, dice Weiss.
Weiss recuerda el pánico en los ojos de los hombres de la SS cuando finalmente se daban cuenta de dónde estaban siendo llevados. "Nunca les dijimos hacia dónde iban", dice. A la vista de las viejas barracas del ejército alemán, se daban cuenta de su destino. Algunos trataban de agarrarse al campero, pero el comité de recepción los sacaban a la fuerza. Weiss dice que nunca miró por el espejo retrovisor para ver qué ocurría después. No necesitaba hacerlo.
En total, Weiss recuerda haber participado en una docena de casos. Hubo casos similares en otras unidades del CIC, dice Weiss, pero no conoce las circunstancias de esos casos ni cuántos fueron. Weiss dice que ya no recuerda la mayoría de los nombres de los que fueron entregados a los DPs y que incluso si lo recordara no lo divulgaría porque sus descendientes podrían buscar reparación.
Sin embargo, dice que nunca tuvo reparos morales sobre sus acciones. "Nunca lo pensé después de la guerra", dice. "El punto es: ¿Qué haces con estos tipos? Los tribunales de guerra ya estaban embotellados con nazis más importantes. Las cárceles estaban llenas. Se iban a escurrir por entre las grietas".
La abrumadora mayoría de los guardias de bajo nivel de las SS escaparon efectivamente a la justicia.
Ferencz procesó a miembros de los Einsatzgruppen. "En estos escuadrones de la muerte había 3.000 miembros que no hicieron otra cosa que matar mujeres y niños durante tres años seguidos", dice. "Esos 3.000 hombres fueron responsables de casi un millón de asesinatos. ¿Sabes a cuántos logré llevar a tribunales? Veintidós. El resto no fue juzgado nunca.
"Recuerdo haber hablado con oficiales soviéticos", agrega. "Y estaban desconcertados. ‘Sabéis que son culpables', decían. ‘¿Por qué no les matáis?' Después de la guerra habían muchos que pensaban así en Alemania".
Weiss, por su parte, dice que nunca fue a Alemania con la intención de vengarse. "La rabia que sentía se disipó cuando vi la devastación y destrucción de la sociedad alemana. El pueblo alemán pagó duramente por su infatuación con Hitler. Pero eran tiempos en que simplemente había que hacer justicia".

25 de julio de 2005
©washington post
©traducción mQh


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