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el despegue de whitiker


[Isabel Wilkerson] De una infancia en un proyecto de viviendas sociales y una vida en la calle, al hospital que la introdujo a la clase media.
Chicago, Estados Unidos. Angela Whitiker llegó temprano y empapada por la lluvia al edificio de la escuela suburbana con una caja de cartón de bebida energética en su cartera y un berreo en el estómago. Era todavía de madrugada, el estacionamiento estaba vacío y el alumbrado público seguía encendido. Estaba sola en la oscuridad para la prueba más importante de su vida.
Si la aprobaba, podía despojarse de la última capa de su antiguo yo -la adolescente que creció demasiado rápido, que abandonó la escuela en el décimo, y terminó a la deriva y dependiendo de la asistencia pública, con cinco hijos de casi cinco hombres diferentes.
Finalmente se convertiría en la enfermera diplomada por lo que había estado luchando durante años. Podría comprar un coche que no quedara en pana en la mitad de la Autopista Dan Ryan. Podría sacar una tarjeta de crédito y poner en orden su cuenta y empezar a pagar las cuentas y ahorrar para esa casa colonial de dos pisos en Greenwood, con la que había empezado a soñar.
Nunca más tendría que volver a vivir en esa pesadilla de lugar controlado por las bandas, los proyectos de viviendas subsidiadas Robert Taylor -donde usaba una pistola calibre 38 para defenderse- o en el proyecto Sección 8 o en cualquier cosa subsidiada por el gobierno. Sus hijos estarían orgullosos de ella y también llegarían a ser algo, como ella había probado que era posible.
Pero si no aprobaba...
No quería pensar en ello. Así que, como volvería a menudo a contar la historia más tarde, se levantó antes del amanecer y se preparó cereales y un huevo duro y una tostada y se dirigió al sitio de la prueba para presentarse ante la comisión de permisos del estado para enfermeras diplomadas dos horas antes de que empezara la prueba.
No tenía nervios para pruebas. Durante sus estudios en la escuela de enfermería, agonizaba las noches antes de un examen, estudiando y volviendo a estudiar las tablas y gráficos, mientras las termitas caían desde el techo sobre sus libros de fisiología, los ratones se arrastraban entre sus pies, y sus hijos la jalaban de sus piernas para saber qué había de cena.
Sólo recientemente se había convertido en la primera mujer de su familia con un diploma universitario y si hoy salía todo bien, sería la primera enfermera que alguien de su familia conociera personalmente.
Así, se marchó mucho antes de lo necesario esa mañana para evitar el tráfico, una doblada equivocada o insuficiente gasolina. Una vez allá, aparcó en la lluvia tratando de recomponerse. Sacó su biblia para leer el salmo 91, ese sobre que el Señor es tu refugio. Rompió la caja de bebida energética para que la glucosa le llegara al cerebro.
En el pasillo, evitó mirar a la gente en los ojos. No habló con nadie. No quería recoger las ansiedades de otros. Tenía suficiente con las suyas. Tomó un último sorbo de Newport.

La sala de examinación empezó a llenarse. El examinador verificó su identidad y la asignó al ordenador número 12. Inhaló profundamente mientras caminaba hacia su silla. Estaba a punto de sentarse para aprobar o fracasar en su examen de ingreso en la clase media, por 256 dólares.
Durante la mayor parte de sus 38 años, Angela Whitiker estuvo mirando desde fuera la aparente perfección de las clases profesionales, de la gente que hacía la rutina universidad-carrera-matrimonio-casa-en-los-suburbios-2 hijos y medio. Su vida había sido muy diferente. Era una niña de la clase trabajadora que, debido a elecciones mal pensadas y circunstancias, se deslizó en la clase del bienestar social y tuvo que pelear para salirse de él.
Mientras el resto del país ha cortado espasmódicamente el bienestar y continúa debatiendo sobre las desigualdades de clase y los obstáculos a la movilidad, Whitiker ha cruzado por varias clases durante su vida. Ha pasado de estadística del bienestar a principios de los años noventa a miembro con tarjeta de crédito de la clase media, una mujer sobre la que ahora hay pocas estadísticas, tan rara ha sido su experiencia. Esta es la historia de sus 12 años de duro esfuerzo para llegar a la clase media y lo difícil que es seguir en ella.
El tercero de sus cinco hijos nació cuando su madre era cocinera y el padre un jornalero al que, aunque sus padres se habían casado, no vio sino cuando tenía 10 años. Dijo que fue una visita desalentadora en la que, oliendo a whisky, prometió comprarle una bicicleta, lo que no hizo. No le ha visto desde entonces.
Pocos años después estaba usando a los hombres como substitutos de su padre y su añoranza adolescente de él. A los 15 quedó embarazada de su primer hijo. A los 23, era madre de cinco hijos, se había casado y separado, y era una de las bajas de la epidemia de crack de los años ochenta. Había perdido, aunque más tarde la volvió a recuperar, la tutoría de sus hijos, y había trabajado en una diversidad de trabajos, desde vendedora callejera de salchichas hasta empaquetadora de judías blancas.
A los 26 gozó de un breve período de fama cuando ella y su hijo mayor, Nicholas, entonces de 10 y en cuarto con las obligaciones de un hombre, fueron el tema de un retrato hecho por este periodista en el New York Times, como parte de una serie de 1993 sobre gente joven urbana de riesgo llamado Children of the Shadows [Hijos de las Sombras].
Ella, Nicholas y sus otros cuatro hijos estaban viviendo en el segundo piso de un edificio sin ascensor en Englewood, un vecindario azotado por la delincuencia y abandonado, primero por la clase media blanca y luego por la clase media negra que la sucedió.
Para ella, cada día significaba tratar de armarse de suficiente valor como para cuidar de sí misma y sus niños -un día pidiendo a los padres algo para su manutención, el siguiente contando lo que quedaba de sus cupones de alimento; un minuto corriendo hacia la oficina del administrador para recoger los billetes para el autobús de la escuela, el siguiente negociando con la compañía eléctrica para que le volvieran a conectar al servicio.
Para mantener a su familia fuera de los proyectos de vivienda y en lo que se puede describir como el escalón más alto de la pobreza, se fue a vivir con un hombre que acarreaba equipajes en el Aeropuerto Internacional O'Hare. Él pagaba el alquiler y era el padre de su quinto hijo, Jonathan. Su cheque de pago le dio espacio para matricularse en el programa de pre-enfermería del Kennedy-King Community College en el Lado Sur.
Pero los hombres no se quedaban demasiado tiempo, y fue Nicholas quien tuvo que ser el padre de sus hermanos menores que los hombres en la vida de su madre parecían incapaces de aceptar.
Él era quien lavaba, de noche en la bañera, los uniformes escolares suyos y de sus hermanos -porque tenía cada uno un solo uniforme. Él era quien sacaba a su hermano Willie de la línea de fuego tirándole de la capucha cuando sonaban balazos en el patio de la escuela. Y él era quien se llevaba la culpa y las palizas si algo no salía como querían los novios de su madre.
Los lectores respondieron con fabulosas demostraciones de generosidad después de que se publicara el artículo, pero estaba claro, por los contínuos contactos del periodista con la familia a lo largo de los años que no era suficiente cambiar materialmente los hechos básicos de sus vidas. Era todavía la familia de una madre soltera con sólo un diploma de equivalencia de la secundaria, sin profesión, sin recursos y sin perspectivas inmediatas de independencia.
Además, la crispada relación entre Whitiker y su novio se rompió tras la publicación del artículo y, sin él para pagar el alquiler, se quedó todavía más atrás. Apareció en el único lugar que podía conseguir una madre con cinco hijos, sin trabajo y sin dinero en Chicago en 1994: un apartamento diminuto como celda en el proyecto Robert Taylor Homes, una tierra de nadie urbana adonde te podías mudar sólo cuando las bandas que dominaban el lugar te dejaban. Los ascensores, pegajosos de orina, no funcionaban, y los balazos eran música de fondo.
Desde el principio, Whithiker pensó que estaba por debajo de ella. Despreciaba a las mujeres que se habían acostumbrado a los agujeros de balas en sus mesas de comedor, que miraban ‘All My Children' y comían Doritos y no parecían querer nada mejor. Llevaba un arma para protegerse y la tuvo que usar una vez cuando, después de subir nueve pisos de escaleras, encontró a unos desconocidos jugando a las cartas en la mesa de su cocina. Disparó en el techo para sacarlos.
Era el escalón más bajo de la clase pobre en Estados Unidos, más bajo en cierto modo que las peores noches en una casa de crack cuando tenía 20, porque ahora estaba completamente consciente de dónde estaba exactamente. Esa primera noche juró que se marcharía. Pero sabía que no podría hacerlo sin la asistencia pública. Así que pensó que tomaría el primer trabajo que encontrara. Tendría que postergar sus estudios de enfermería.
Trabajó en un restaurante de comida rápida, llegando a convertirse en asistente de dirección, pero nunca ganó mucho más que el salario mínimo. Por las noches trabajaba como guardia de seguridad en los proyectos, un trabajo que era peligroso e igualmente un callejón sin salida, pero le pagaban un poco más.
Cada día tenía su propio tipo de peligro o de humillación, y mucho tenía que ver con su Chevrolet 1976, en el que confiaba para llegar y volver del trabajo, pero ya había pasado su lapso de vida natural. El parabrisas estaba agrietado y tenía un hoyo en el piso oxidado. No era lo suficientemente grande para todos sus hijos, pero igual se amontonaban en él, sin pensar en los cinturones de seguridad, porque no había ninguno.
Esa noche, cuando volvía a casa bajo la lluvia en la autopista, el desempañador dejó de funcionar y el parabrisas se empañó. "Tuve que asomar mi cabeza por la ventana para seguir conduciendo", dijo. "Esa noche, fue Dios el que manejó".
Una vez el coche prendió llamas, porque había un hoyo en la manguera de la gasolina. Las llamas surgieron del capó y en el aire. Whitiker brincó fuera y le dijo a su hermana Michelle, que iba en el asiento de pasajeros, que hiciera lo mismo.
"¡Sal del coche!", gritó. "¡Está a punto de estallar!"
Llegó un camión de bomberos a apagar el fuego. Los bomberos discutieron sobre quién trataría de arrancar la máquina. Ninguno quería hacerlo, así que lo tuvo que hacer ella misma. De algún modo, arrancó y llegó a casa -era otro día más en su larga escalada para salir del agujero.
La economía de la droga funcionaba todos los días en las agrietadas calles de cemento del proyecto Robert Taylor, y sus hijos pre-adolescentes, Nicholas y Willie, no podían evitarlo. Los únicos hombres que veían que trabajaban era los vendedores de drogas, que se levantaban temprano para cumplir con sus cuotas de ventas, llevaban los últimos modelos de zapatillas y tenían chicas. Sus coches eran nuevos y no se incendiaban.
La familia vivió en Robert Taylor durante nueve meses. "Fue un infierno", diría más tarde. "Yo no dejaría que viviera ahí ni siquiera un perro".
Salió de ahí convertida en otra mujer. Sabía que tenía que volver a la escuela de enfermería si quería llegar a alguna parte.

Conociendo el Camino
Entonces conoció a un hombre llamado Vincent Allen. No era como los otros hombres que había conocido. Tenía un diploma universitario. Su padre había sido militar, su madre era ama de casa, sólidamente en la clase media. Él tenía un bonito apartamento con ventanales hasta el techo, con vistas al Lago Michigan. Whitiker estaba sorprendida por sus maneras y cómo hablaba como los profesores y asistentes sociales que había conocido cuando estaba creciendo -enunciando las palabras, algunas de las cuales ella no conocía. Era un detective de la policía.
Se conocieron en el trabajo cuando estaban trabajando como guardias privados de seguridad. A él le agradó de inmediato, querían lo mismo -en sus palabras, "una vida normal". La alentó a luchar por sus sueños. Pronto ella y sus hijos se mudaron a vivir con él. Él tomó su trabajo como el hombre de la casa seriamente, y en realidad le gustaba el papel de padre. De repente había un hombre preguntando por los deberes y dónde habían estado Nicholas y Willie. Se daba cuenta si llevaban colores de bandas o inclinaban sus gorras hacia la izquierda o la derecha, como hacían los pandilleros.
Se propuso corregir la conducta de los menores y recogerlos de la escuela.
Eso había sido el trabajo de Nicholas durante toda su corta vida, y, como recordaba su madre, tomó mal el desplazamiento. Primero, dijo ella, pensó que lo podía asustar. Le robaba la ropa, contestaba, llegaba tarde.
Era una cuestión de tiempo, pensó Nicholas, antes de que este hombre hiciera lo que habían hecho los otros hombres en la vida de su madre. Pero Allen no se marchó. Y el dulce niño que había sido el padre de su familia, se marchó de casa y encontró en la calle una nueva familia. Los vendedores de drogas estaban más que contentos de aceptarlo y ponerlo a trabajar. No pasó mucho tiempo antes de que Whitiker descubriera que su hijo de 12, Nicholas, trabajaba como vigía de los vendedores de drogas.
Ella y Allen podían ver qué hacía Nicholas, pero, aunque conocían la calle, no podían hacer nada para impedirlo. Más vigilante se colocaba Allen, más resentido y alienado se hacía Nicholas, y las cosas empeoraron. Era como si se hubiera acostumbrado tanto al caos de las vidas anteriores de su madre que no sabía cómo funcionar cuando una familia funcionaba como debía. Se había convertido en un anemómetro y no tenía nada que hacer si no había viento.
Whitiker envió a Nicholas a vivir con su padre, un jornalero que se había casado, tenía otros hijos y vivía al otro lado de la ciudad. Esperaba que si lo mantenía apartado de sus amiguetes, Nicholas volvería al buen camino.
Allen empezó a alentarla para que volviera a la escuela de enfermería. Pensaron que, mientras él le proporcionaba un lugar para vivir, y con becas de Pell y otras ayudas económicas para estudiantes de bajos ingresos, podría lograrlo.
Se matriculó nuevamente en el Kennedy-King College, pero esta vez fue diferente; o, más bien, ella era diferente. Ya no era la chica parrandera buscando algo que hacer. Había visto el fondo del hoyo y no quería volver ahí nunca más.
También había visto un nuevo modo de organizar la propia vida. Los profesionales que conoció en el instituto y ahora Allen, tenían modos diferentes de pensar sobre los gastos y ahorrar dinero y comportarse. Tendían a planificar y ahorrar. Ella nunca tuvo suficiente dinero para ahorrar o una razón para hacerlo. Prestaban atención a cosas como recargos y tasas de interés; ella ignoraba esas cosas porque de todos modos no podía pagar las cuentas. Tenían planes de largo plazo; ella sólo pensaba en pasar el día. Se le fue pegando, y la cambió.
Además de todo esto, tenía una renovada sensación de que el tiempo corría contra ella. ¿Cuánto tiempo aguantaría Allen con ella y los niños mientras ella fuera a la escuela? ¿Qué, si se cansaba y la abandonaba? ¿Qué, si insistía en que dejara la escuela y buscara un trabajo para compartir los gastos? No le gustaba la idea de quedarle debiendo, y no podía soportar la idea de volver a caer. Así que, en cuanto a sus estudios, tendría que concentrarse más y ser más eficiente de lo que lo había sido en toda su vida.

No Había Marcha Atrás
Hubo momentos en algunos años -digamos, de 1996 a 2002- en los que Angela Whitiker no se enteró que Tupac Shakur había sido asesinado o que el presidente Bill Clinton había sido impugnado.
"Si no se trataba de enfermería o biología o la prueba del viernes, no me interesaba", dijo. "Me cerré a todo y a todos. Antes yo era muy puntillosa sobre la limpieza de la casa. Pero llegó un momento en que si veía un zapato en el piso, simplemente le daba un puntapié".
Pensó que tenía que esforzarse más porque se sentía muy atrás en la clase. Soportaba las miradas de las mascotas de clase media del profesor, que la despreciaba por la fortuita ruta que la había llevado donde estaba. "Eran snobs cuyas mamás eran enfermeras, y sabían todo", dijo. "Yo tenía que demostrarles que yo era alguien, que aunque yo tuviera cinco hijos, hubiera tomado las decisiones equivocadas, no tuviera padre -¿y así qué?-, yo estaba decidida a mostrarles que podía hacerlo. Tenía que hacerlo. No podía fracasar".
Cuando tenía examen, recordó, se excitaba tanto y terminaba tan angustiada que a veces tenía que pedir permiso para ir a vomitar. El profesor la tenía que sacar de los lavabos.
"¿Te sientes bien?", preguntaría el profesor. "Vas a terminar matándote".
Todos sabían cuando no aprobaba algún examen. Lo podían ver en su cara, en los pucheros y en sus ojos desencajados, y lo oían en su voz, en el modo en que ella recurría a los registros más bajos por cualquier minucia.
"Mamá no aprobó el examen de hoy", diría a los otros el primer hijo que la observara. "No digáis nada".
Debido a que no provenía de una familia de profesionales, llevó a la escuela una particular especie de ingenuidad. Un día en una clase clínica, recordó, el profesor recorrió la sala preguntando a los estudiantes cómo estaban los pacientes. Cuando el profesor llegó a ella, Whitiker pensó sobre la bolsa de colostomía de su paciente, y empezó a llorar.
"Dios mío", dijo el profesor. "¿Murió?"
"No", dijo ella, todavía sollozando. "Pero tiene un agujero en su estómago".
"Bueno, vete a lavar la cara", le dijo el profesor.
Pronto estaba trabajando con cadáveres como si fueran otro de los aparatos de la oficina, pero no conocía a nadie que le diera instrucciones sobre el campo o le contara qué podía esperar. "No conocía a nadie a quien recurrir que tuviera un diploma, excepto Vince", dijo. Él revisaba sus papeles y los marcaba -a veces demasiado para su gusto- y los leía en voz alta para que ella pudiera oír qué estaba mal.
Cuando recibía un diploma de honor, él la festejaba. Cuando fracasaba en un examen, la consolaba lo mejor que podía.
"Vamos, nena, lo vas a conseguir", le decía.
"Cállate, que no entiendes", replicaba ella.
En mayo de 2001, finalmente terminó la escuela de enfermería en el Kennedy-King, uno de los City Colleges de Chicago. Para la foto de su curso, llevó el pelo enrollado como Gidget y una cofia de enfermera que parecía alas de palomas blancas. Había una gran distancia con la adolescente de rizos y vaqueros demasiado apretados.
Pronto estaría conduciendo en la lluvia para llevar las tarjetas de la comisión al ordenador número 12. "Fue un paso hacia otra vida", diría años más tarde. "Era como vivir o morir. Pensé que me moría mientras esperaba los resultados".

Resultados del Examen
Una mañana a fines de 2001 -Whitiker estaba sola y el apartamento estaba sorprendentemente tranquilo- llegó el correo y con él un sobre de las comisiones del estado. En ese momento, estaba más cerca que nunca en su vida de gente joven de la clase media alta que esperaban poder ingresar en la universidad de sus sueños. La cháchara entre sus compañeras de enfermería era que un sobre delgado significaba que habías aprobado; uno grueso, probablemente estaba lleno de las cosas que respondiste mal y significaba que habías fracasado. El suyo era un sobre delgado.
"Mi corazón simplemente se me cayó al suelo", dijo. Cogió el sobre, entró a su apartamento y lo arrojó en la cama, temerosa de abrirlo, debido a otras desilusiones de su vida, quizás el pajarito se había equivocado y el sobre delgado significaba fracaso.
Llamó a su madre para acumular coraje. Pronto estaba en el medio del recibidor. "¡Aprobé el examen!", gritó a los vecinos mientras hurgaba por las llaves de la casa.
La familia la sacó a celebrar. Cenaron en Hooters y le compraron una tarta. Poco después, ella y Allen acordaron que era hora de casarse.
"Mi hija estaba en la edad en que yo debía decirle que hiciera las cosas bien", dijo Whitiker sobre Ishtar, ahora de 17. "No le puedo decir que haga lo correcto si yo no lo estoy haciendo".
Se casaron en el Templo de la Fe de la Iglesia Cóptica el 7 de junio de 2003. Ella llevaba un traje recto marfil y un largo velo blanco y un ramo de claveles blancos. Él llevaba un smoking negro. Era el primer matrimonio del novio, el segundo de la novia.
Estaban todos los hijos, excepto Willie, que, todavía en el camino que había aprendido en Robert Taylor, estaba en la cárcel. Los otros hijos fueron vestidos siguiendo las instrucciones de su madre, excepto Nicholas, que, después de declarar que quería ser rapero, se apareció en pantalones demasiado grandes y una gorra de béisbol echada hacia atrás.
Para la foto de familia de la boda, Whitiker le dijo que se pusiera atrás de modo que nadie viera qué llevaba. Ya estaba adquiriendo conciencia de clase, consciente de las apariencias y el decoro. Y así, en este día triunfante en la historia de la familia, todo lo que se veía de Nicholas era su cabeza.

Trabajo Estresante
Whitiker terminó la escuela de enfermería como vice-presidente de su curso y con matrículas de honor en biología y farmacología, pero a pesar de sus esfuerzos y potencial, la realidad era que no podía permitirse ir más allá del diploma de dos años. Eso limita sus perspectivas de trabajo incluso en un campo de alta demanda como la enfermería. No tiene los contactos para obtener un trabajo en hospitales universitarios en Chicago donde podría recibir más formación y un salario más alto.
Consiguió un trabajo en un hospital más pequeño en el deprimido centro urbano en el Lado Sur, conocido no por sus tratamientos vanguardistas u oportunidades de formación sino como el hospital donde en 1966, Richard Speck, mató a ocho estudiantes de enfermería. Es una historia desconcertante que está siempre en su mente, pero necesita el trabajo y la paga es más de lo que habría podido imaginar cuando dependía de cupones de alimentos.
Había trabajado en posiciones estresantes en la telemetría -monitoreando a pacientes cardíacos- y en la unidad de cuidados intensivos. Con las horas extras en el turno nocturno, el año pasado ganó 83.000 dólares, más que el 90 por ciento de los obreros americanos. Es un trabajo difícil, complejo, a menudo desagradecido. Se encontró en una jerarquía que la sorprende y frustra. Los doctores parecen esperar que haga magia con sus órdenes, dijo, las ayudantes de enfermería diplomadas resienten su lugar de privilegio.
Hace algunos años ella habría simpatizado con las ayudantes de enfermería. Hacen lo que nadie más quiere hacer, atendiendo las desagradables necesidades corporales de los más enfermos. Hubo una época en que eso pudo haber sido para ella un modo de ascender. Pero la envidia y resentimiento de las demás sólo la hacía sentirse más distante. Y ahora estaba mostrando el mismo desdén hacia ellos que quizás mostró la clase media para ella en su otra vida.
"Yo digo, no te enfades conmigo porque soy una enfermera", dijo. "Si quieres mi trabajo, tendrás que sufrir y llorar como yo".
Trató de encontrar su sitio en la nueva clase en la que estaba. Despreciaba a los antiguos amigos que bebían vino moscatel hasta tarde en la noche en las tabernas y la golpeaban para quitarle el dinero. Y sin embargo su pasado la acechaba de modos inesperados. Una vez salió de compras y un hombre la reconoció de sus días en la calle.
"Te conozco", dijo él. "Tú eres la que me robó el dinero".
Simuló ignorancia y se alejó, aunque, diría más tarde, recordaba haber robado el dinero y el televisor también, cuando ella usaba drogas.
Trató de salir con las enfermeras de su trabajo. Pero algunas eran burguesas y presumidas, y tenían una holgura y una confianza que ella no poseía. En una fiesta a la que fue, algunas de ellas empezaron a fumar marihuana. Para ellas, era un modo de divertirse, pero la hizo volver en su mente a un lugar al que no se podía permitir volver.
"Miré mi cartera", dijo. "Para mí, un colocón fue recibir mi mi primer salario".
Su vida era complicada como era. Ahora era la madre de seis (siete, si se contaba a Zach, el hijo de 13 de su marido, que se había mudado hace poco a vivir con ellos). El menor, Christopher, había nacido porque después de los tiempos difíciles en Robert Taylor y había estado con ella sólo de vez en cuando debido a una pelea por la tutoría entre ella y el padre de Christopher.
Tanto la disputa por Christopher y el hecho de que naciera después de una pausa en la maternidad cuando era una mujer madura de 28 puede explicar por qué está invirtiendo en él de una manera que no pudo hacer con sus hijos mayores.
Ahora sabe cómo imponer disciplina sin usar el cinturón, y el valor de la prohibición de salir y los descansos. Gasta parte de su tiempo llevando y trayendo a Christopher de la escuela o a las prácticas de la liguita en su nuevo deportivo utilitario Chevrolet, un temprano beneficio de sus salarios más altos. Cuando él tiene deberes de ciencia, se echa al suelo con él y le ayuda a esculpir volcanes. Le da achuchones y espera que él le de un beso cuando lo deja en algún lugar.
Dice que se ha convertido en la personificación misma del nuevo comienzo que andaba buscando para ella, y ha puesto en él todas sus esperanzas de clase media.
Le recuerda tanto a Nicholas -la misma cara redonda y la piel aterciopelada, la misma precocidad que ella veía como insolencia en el joven Nicholas cuando ella apenas era una adolescente, pero ahora lo ve como un reflejo del ilimitado potencial de su hijo menor. Mientras que Nicholas asistió a una pobre escuela primaria pública en un vecindario peligroso, Christopher está en el programa para niños superdotados de una escuela que escogió en la parte de clase media de la ciudad. Mientras que Nicholas jugaba con un Nintendo de segunda mano en un televisor con el tubo estropeado, Christopher juega ajedrez en tres dimensiones en el ordenador Dell de la familia.
Christopher tiene ahora 10, la misma edad que Nicholas cuando este apareció en el Times, pero habla como los cariñosos y listos chiquillos de la red de comedias más que como un niño de la calle que ha visto demasiado.
Cuando le pregunté qué significaba estar en el programa para superdotados, tenía la respuesta hecha. "Significa que soy más inteligente que los otros niños", dijo, sin parpadear. A esa edad, las conversaciones de Nicholas giraban sobre cómo escapar de las balas.

Exigencias y Responsabilidades
Al principio, la enfermería fue como sacarse la lotería. Ganaba lo suficiente como para que la familia se mudara a un apartamento de cuatro dormitorios en un edificio de antes de la guerra con vistas al Lago Michigan. Tiene molduras de cornisa, una chimenea de mármol y habitaciones más elegantes que los muebles que tenían. Contrató a un pintor para que pintara las habitaciones con los colores del guisante y de las mazorcas de maíz. Compró una cama matrimonial de caoba, cubriéndola con almohadas para ella y su marido, y literas para los niños.
Pero se ha encontrado sola. Gana más dinero que cualquiera que conozca. Y cuando llega el día de pago, todo el mundo necesita algo, no solamente los niños. Los parientes necesitan dinero para la gasolina, las amigas podrían usar alguna ayuda para pagar el alquiler. Incluso sus pacientes, que pasan tiempos difíciles, extienden sus manos.
"¿Me puedes prestar algo de dinero?", le pidió una mujer madura cuyo teléfono había sido cortado. "¿Todavía no te llega el cheque?"
Repentinamente, es la exitosa estrella de su universo, la que se supone que debe cubrir los costes de las reuniones de familia, dar consejos de carrera a sus sobrinos y sobrinas, aparecerse en los partidos de balonmano, hacer un préstamo a cualquiera que lo necesite. Después de todo, está ganando 83.000 dólares al año.
Está ganado más que su marido detective de policía y se ha pillado caminando de puntillas en torno a su ego y expectativas. Han encontrado otros modos de dividir las cuentas, como partir en dos el alquiler de 1.475 dólares al mes y compartir los servicios, o pagando uno el alquiler y el otro los servicios. Pero después del seguro médico y las deducciones de la Seguridad Social y su cuota de las obligaciones de la casa, las compras de alimentación para una familia de siete, su mensualidad de 500 dólares para el coche, los variados gastos que tienen los tres hijos adolescentes, los préstamos a los familiares que creen que gana una fortuna y las deudas que le quedaron de la otra vida, se encuentra con que queda a menudo poco a fin de mes, y la mayoría de los meses todavía se ve en el hoyo.
Existe en una intersección, clase media en el papel pero estrujada en la realidad. Veamos, por ejemplo, su coche. Es un Blazer de dos puertas de 2002 que cuesta 29.000 dólares. En realidad lo que necesitaba era el modelo más grande, de cuatro puertas, de modo que quepa fácilmente todo el mundo. Pero ese modelo habría costado 5.000 dólares adicionales, de modo que todos se apilan ahora en el de dos. Aunque es insuficiente, tiene su precio. Paga un 17 por ciento de interés por el préstamo para el coche -le quedan 13.000 dólares por pagar- debido a un crédito usurero de su vida anterior, cuando a veces la opción era comer o pagar la cuenta de la electricidad.
Los hijos le preguntaron el otro día si se iba a comprar un nuevo coche. "No", dijo, "puedes levantar el asiento y agachar la cabeza y meterte como todo el mundo".
Pero se contrae cada vez que Christopher y Zach tienen que doblarse y asumir el tamaño de una bolsa de compras para caber en el compartimento de atrás. Dice que quiere tener un coche más grande, como un Lincoln Navigator, pero con el precio de la gasolina tiembla de pensar en lo que le costaría llenar el tanque, y sabe que no se puede comprar un coche nuevo.
Así, a pesar de sus ingresos, Saks y Macy están en otro mundo. En realidad, ella sigue frecuentando los lugares de su vida anterior. Todavía entra a las tiendas de un dólar en Englewood, su viejo y dilapidado vecindario. En un viaje reciente a Louisiana para una reunión de familia, contó cada centavo y chequeó su cuenta en el cajero automático varias veces al día.
Ha adquirido una aguda conciencia de que las comodidades de clase media de las que disfruta están asentadas en andamiajes inciertos. Primero, su nueva condición le exige dos salarios y la estabilidad y respaldo que otorga la vida de casado. Exige que ella trabaje las doce horas nocturnas mejor pagadas que la alejan de su familia durante largos períodos y la dejan cansada e irritable cuando está con ellos.
Exige que Allen trabaje horas extras como guardia de seguridad en una escuela primaria, que los deja a ambos con poco tiempo para reforzar el fuerte compromiso que necesitan para estar donde están.

Estirando Dólares
Su trabajo y el cheque de pago dicen que es de clase media, ¿pero qué significa? Dijo que cuando estaba fuera mirando, nunca imaginó que significaba trabajar tres años y medio sin vacaciones o tener un comedor vacío a la espera de mesa y sillas. Nunca pensó que trabajaría tanto y todavía tiene que elegir entre pagar la cuenta del teléfono o el baile de graduación de su hija Ishtar.
Muestra una creciente conciencia de lo lejos que puede llegar con el dinero, o del trabajo que representa cada dólar y lo cuidadosamente que debe protegerlo, porque toda pérdida significa que tiene que trabajar más.
Así que deja de hacer lo que está haciendo cuando ve un lugar libre en el sofá, porque cuesta cuatro cifras y todavía no lo paga. Compra a granel y tiene que cuidarse de que sus familiares no vengan de compras a su cocina.
"Pillé a mi tía en mi despensa sacando jabón", dijo. "Le dije: ‘¡Es un Dove!"
Para Whitiker, ser de clase media ha significado trabajar al revés durante tantas horas que ha empezado a saludar a la gente en la calle con un buenas noches. Significa ocuparse de los parientes como pacientes oficiosos con sus edemas y diabetes. "Cuando eres la única enfermera de la familia, ellos piensan que eres un doctor", dice. "Me llama mi mamá. Mamá dice a sus amigas que me llamen a mí".
No tiene otra opción que mantener el ritmo porque quiere incorporarse al plan de jubilación del hospital. Le faltan 18 meses. Quiere abrir un plan de pensión Roth, pero no ha ahorrado lo suficiente. Quiere volver a la escuela para sacar su licenciatura, pero no tiene ni tiempo ni dinero.
"Me siento como si me estuvieran estirando de todas partes de mi cuerpo", dijo el otro día.
Sobre todo, lo que Whitiker quiere hacer es comprar una casa. A veces pasa frente a la casa de sus sueños en Greenwood en el vecindario de confortable clase media de Chatham. Es de ladrillos amarillos con una escalera de caracol y un recibidor de dos pisos y persianas verticales. Pero está teniendo problemas para ahorrar para la casa o cualquier otra cosa. El préstamo de su vida anterior todavía la persigue. No puede pagar donde quisiera vivir. Y donde sí puede pagar, no se atreve.
"Tengo que vivir en un barrio decente", dijo. "No puedo caminar por los proyectos con mi uniforme de enfermera. Tratarían de quitarme todo lo que llevo encima. Y mi marido -él ha detenido a la mitad de la gente de Englewood. Estamos en peligro".

Piezas Extraviadas
El ideal de Whitiker de perfección de clase media, con niños bien educados, bien arreglados, reunidos en torno a la gran mesa de comedor de clase media, tiene dos huecos: Nicholas y Willie. Su triunfo llegó demasiado tarde para ellos. Ya estaban en el camino en que estaban y no podía apartarlos. Nicholas dejó la escuela en el décimo primero y ha estado intermitentemente en la calle desde entonces. Willie, siempre admirando a Nicholas, estaba justo detrás de él.
A los 22, Nicholas es un alma apesadumbrada que vio demasiado, demasiado pronto. Tenía los incisivos rotos, tras una pelea en la que se metió para defender a Willie en la calle. Su coche tiene agujeros de bala, de cuando le dispararon desde un coche. Sabe lo que se siente cuando alguien te clava el cañón de una pistola debajo del mentón, o ganar 50 dólares a los 12 de los vendedores de droga del vecindario, sentado en una boca de incendio y gritando "¡Five-O!" -policía, en la jerga. Y cosas peores.
"Ahora podría estar muerto", dijo Nicholas, fatigado, de rasgos duros, los ojos llorosos. "Debería estar muerto. Le hago daño a mucha gente. A mí mismo".
Hubo épocas en Allen, en una patrulla y entonces el padrastro putativo de Nicholas, lo cogía en la calle y le escribía una citación, pero lo dejaba ir. Pero a Nicholas finalmente lo cogieron y pasó seis semanas en una cárcel en 2002 por robar dos chaquetones de unos grandes almacenes en los suburbios y por resistirse cuando lo arrestaron, a consecuencia, cree su madre, de "problemas de ira" no resueltos del caos de su infancia. Se gustaría retroceder y hacer las cosas de otro modo. Piensa que necesita controlar su rabia y volver a la escuela.
De momento, vive en un edificio sin ascensor en los suburbios con la madre del segundo de sus tres hijos; ella es ama de llaves de la YMCA local. Él ha trabajado como dependiente a tiempo parcial, pero tiene puestas sus esperanzas en su música rap, lo que su exasperada madre admite que es bueno. Cierra los ojos y con las manos temblando, empieza una de sus canciones: "Voy a cambiar mi modo de ser", canta casi susurrando. "Que Dios se apiade de mí".
Willie se ha convertido en un joven de sólida complexión con una sonrisa de estrella de cine y una barba de chivo cuidadosamente recortada. Como Nicholas, ha tenido trabajos en servicios mal pagados, cuando ha trabajado. Tiene dos hijos, y antecedentes criminales más serios, que incluyen una condena por vender drogas cerca del patio de una escuela. "Yo hacía cosas que no debería haber hecho", dijo Willie, todavía con cara de niño a los 21.
Los otros dos hijos mayores de Whitiker son vivos recordatorios del mundo del que quiere alejarse. Vive bajo el constante temor de lo que les pueda ocurrir.
"Voy a trabajar", dijo, fatigada, "y no sé cuándo me van a llamar otra vez para decirme que mi hijo está muerto o en la cárcel otra vez".
Fue poco después de que comenzara a trabajar como enfermera que recibió la llamada que tanto temía. Estaba en la unidad de cuidados intensivos vendando a un paciente cuando la llamaron al teléfono. Willie estaba herido. No estaba claro adónde le habían disparado o lo grave de las heridas, o si estaba consciente o si viviría.
Dejó todo. Resultó que le habían disparado dos veces en la pierna. Encontró sospechoso que hubiera sido atacado en una bien conocida esquina de drogadictos del Lado Sur sobre la que se habían peleado bandas rivales. Pero corrió a salvar a su hijo.
"Eso casi me mató", dijo. "Casi tuve una crisis nerviosa. Estoy trabajando vendando a un paciente y me llaman para decirme que le han disparado. Me dijo que le habían robado. Así que lo ingresé y cuidé sus heridas".
El verano pasado recibió otra llamada. Estaba en casa, en cama.
"Su hijo Willie está herido", dijo la voz aterrada y arrastrada en el auricular.
Era de un conocido de Willie de la misma esquina donde Willie había sido baleado la primera vez.
"Eran tan del gueto", recordó Whitiker, con exasperación. "Estaban discutiendo por teléfono sobre qué tenían que hacer".
Pensó rápidamente. La enfermera en ella se hizo cargo.
"¿Dónde le dispararon?", preguntó.
"En la pierna", sonó la respuesta.
"¿Está respirando?"
"Sí".
Entonces supo que viviría.
"Así que colgué y seguí durmiendo", recordó más tarde. "Ni siquiera se lo conté a mi familia".
En los días y semanas después de los tiros contra Willie, Whitiker tomó la decisión quizás más dolorosa que puede tomar una madre para mantener a su familia en el camino recto. Realizo una especie de triage, exiliando a los infectados para salvar a los sanos.
No visitó a Willie en el hospital, no lo llevó a casa para cuidarlo como la primera vez. Le dejó claro que ni él ni Nicholas eran bienvenidos a menos que mejoraran sus vidas, sacaron las equivalencias de la secundaria y empezaran a cuidar de sus hijos. Tenía ambiciosos planes para los pequeños: graduaciones, bailes de sociedad, universidad, profesiones. No quiere que terminen baleados como Willie.
"Le dije no puedes traer eso aquí", dijo. "¿Cómo cree que se sienten sus hermanos? Ellos están tratando de mantener rectos y tienen un hermano con una herida de bala en el otro cuarto. No quiero que él traiga eso a casa y contagie a los otros. Los otros están en buen camino, y quiero que siga así".
Su plan está funcionando. Los niños apenas hablan de Nicholas o de Willie. Cuando se apareció Willie por el apartamento una tarde, Ishtar alertó a su madre, por el móvil.
"Willie está aquí", dijo Ishtar. "¿Qué quieres que haga?"
Todo el mundo sabe sobre la cuarentena, incluso si se la rompe. Cuando se menciona el nombre de Nicholas, se produce un embarazoso silencio y desvían la vista.

Metas Más Altas
El jueves fue un gran día para la familia. Fue el día en que Ishtar subió al podio y se convirtió en la primera de los hijos de Whitiker en obtener el diploma de la escuela secundaria. Causó una considerable agitación en una familia con una historia donde hay más nacimientos que graduaciones. Después de la ceremonia, la hermana de Whitiker, Michelle, cogió el birrete amarillo de Ishtar y le dijo, de buen humor: "Déjame probar esto. ¿De qué lado se coloca? No te dan nada parecido cuando sacas tu diploma de educación".
Estaban todos, excepto Willie, que andaba buscando trabajo en Milwaukee, y Nicholas, que estaba en la biblioteca pública leyendo sobre contratos y derechos de autor para un acuerdo comercial. El día puso a Whitiker en un dilema de clase, incluso aunque sacrificó el teléfono para pagar la ceremonia de graduación y el baile.
Aunque está orgullosa de Ishtar, que después de todo llegó hasta el baile, Whitiker se debate entre hacer un gran punto de la graduación o mantenerla en perspectiva. "No soy como esas madres que se fanfarronean: ‘¡Mi hijo terminó la secundaria!'", dijo el otro día. "No voy a decir que sea bueno. No, eso es solo el comienzo. Quiero que vaya a la universidad y tenga una profesión. Me preguntó: ‘A qué edad crees tú que debería tener sexo?' Le dije: "A los 30'".
Whitiker no intenta ocultar su disgusto por el deseo de Ishtar de enlistarse en la Marina -no sólo porque su hija podría ser desplegada en Oriente Medio, sino también porque no corresponde con el ideal de la clase media que quiere Whitiker para sus hijos. Prefiere que Ishtar estudie leyes.
Está dando codazos a John, 14, que trae a casa las notas máximas, es un defensa en un equipo de fútbol y líder de cuadrilla en el Cuerpo de Adiestramiento de Oficiales de la Reserva, para que decida estudiar medicina. John escucha, pero dice que quiere probar con el ejército primero. Antes de convertirse en enfermera, la carrera militar era un paso adelante para sus hijos. Ahora la ve como un desvío.
"Trato de convencer a mis hijos de que estudien una profesión", dijo. "Si eres diplomado y licenciado, nadie te lo puede quitar".
Para Nicholas y Willie, sus consejos son muy diferentes. "¿No os dais cuenta de que arrojando vuestras vidas por la ventana, y que sois los únicos que podéis evitarlo?", pregunta, encogiéndose de hombros. "Quieres salir rápidamente. Pero no hay una manera rápida de salir. Lo intenté. No funciona".
Pero todavía tiene esperanzas. "Soy de florecimiento tardío", dijo, "y sé que no es demasiado tarde para ellos".

Verdaderas Riquezas
Lo que ha mantenido a Whitiker en la ruta es el conocimiento de que hay ciertas cosas que nadie te puede quitar nunca, que unos pedazos de papel realmente son importantes. Eso es por lo que la carta que tenía miedo de abrir, la que anunciaba que había aprobado los exámenes, está doblada y arrugada en su monedero debajo de una fotografía de su marido y su tarjeta de crédito. El diploma universitario que les costó ocho años, lo guarda su marido en la cómoda del dormitorio, como si fuera también de él.
Pero a medida que se acercaba su segundo aniversario, el acto de equilibrio que se realiza todos los días de sus vidas se reduce a las preocupaciones más inmediatas de ir pasando. ¿Tendrán un teléfono esta semana o irá Ishtar al baile? ¿Podrá Whitiker reducir sus horas en el hospital y pasar más tiempo con su familia? ¿Debería trabajar de día en lugar de por la noche? ¿Encontrará una casa que pueda pagar en lugar de gastar sumas de cinco cifras en alquiler cada año?
Hace poco tomó un segundo trabajo como enfermera de domicilio, visitando a los pacientes viejos en el Lado Sur durante el día. Le permite controlar mejor su horario y trabajar menos noches en el hospital. Los beneficios potenciales son inciertos, y no tiene prestaciones sanitarias en el nuevo contrato de tiempo parcial, dependiendo del seguro de su marido. Pero de momento tiene un peso menos.
Así que aquí está una tarde de primavera en su todoterrenos de compras en su antiguo vecindario. Siempre se ha sentido segura con lo familiar. Deja alguna ropa en la tintorería donde trabaja la hermana de su ex marido. Compra un petate de un dólar en una tienda que contrataba a su tía para reemplazos. Pasa a saludar a una sobrina que acaba de tener una cesárea. "¿Cómo está el bebé?", pregunta. "Ya sabes que quiero darle un poco de azúcar".
Suena su móvil.
"Son los niños", dice. Responde de inmediato, confiada en que, haya las cuentas que haya en el buzón, es rica en la única cosa que importa.
"La familia es la cosa más importante de mi vida", dice Whitiker. "Sin familia, ni siquiera le veo el asunto".

12 de junio de 2005
©new york times
©traducción mQh

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