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reunión de hermanas


[Yvonne Abraham] Dos hermanas se vuelven a encontrar con el pasado.
Las Flores, El Salvador. Miles de veces revivió Imelda Auron esa noche de verano. La mano de su hermano mayor sobre su boca. Una hermana a la que dispararon dos veces cuando trató de huir de los pistoleros. Sus padres muertos en el suelo de tierra. Era 1980. Pero las imágenes eran aceradas como un cuchillo.
Pocos años después, Imelda y su hermana, María Cebollero, fueron bañadas y enviadas a sus nuevos padres en Estados Unidos. Imelda, 7, fue adoptada por una mujer de Hyde Park. María, 3, por una pareja de Long Island. Las niñas recibieron diferentes nombres, fueron cercenadas de todo lo que les era familiar, desapareciendo para todos los que las conocían.
Veintiún años después de salir de El Salvador, Imelda era por lo general feliz, pero sentí una insistente inquietud: No era completamente estadounidense, pero tampoco se identificaba como salvadoreña.
"Así es como me he sentido toda mi vida", dijo. "Como un paria".
Ahora maestra en el preescolar Jamaica Plain, anhelaba saber si sus recuerdos eran fieles, o si había adornado lo poco que sabía sobre su familia.
María ni siquiera tenía el consuelo de los recuerdos vagos. Llevada de hogar en hogar y familias adoptivas desde sus 12, terminó en Dorchester y trabaja ahora como bailarina en clubes de striptease. Durante su vida en Estados Unidos ha buscado dónde aferrarse.
"Cuando me sentía sola, añoraba un achuchón de madre", dijo María. "Yo rogaba a Dios que enviara a la tierra al espíritu de mi madre, de modo que pudiera ver su cara".
Las preguntas atormentaban a las hermanas, que han estado en contacto desde que eran niñas: ¿Por qué mataron a sus padres? ¿Quién quedaba de su familia? Crecieron sin saber las cosas más elementales: ¿En qué trabajaba el padre? ¿Cómo era la sonrisa de su madre?
Entonces, este verano, las respuestas estuvieron repentinamente al alcance de la mano.
Imelda, planeando ofrecerse como voluntaria en El Salvador en julio envió un e-mail a la Asociación Pro-Búsqueda de Niñas y Niños Desaparecidos, una agencia de San Salvador que busca a los niños que fueron adoptados durante la guerra civil de 12 años del país. Cuando llegó la respuesta el13 de junio, apenas lo pudo creer. Pro-Búsqueda había encontrado a la familia de las hermanas. Se fijó un encuentro para el 12 de julio.
Mientras se acercaba la fecha, los e-mails de la agencia concentraron la atención en la familia salvadoreña. Había dos hermanos y una hermana sobrevivientes, 14 sobrinas y sobrinos. La familia era muy pobre, y vivían en un pueblo al norte de San Salvador en una peligrosa área controlada por bandas de delincuentes. Su familia también tenía preguntas: ¿Cómo se habían reencontrado las hermanas? ¿Eran vegetarianas, como otros estadounidenses?
En los días anteriores al encuentro, Imelda, 29, y María, 25, estaban excitadas y nerviosas. Se preguntaban cómo sería su familia. Estaban preocupadas de no estar a la altura.
"Es algo tremendo", dijo Imelda antes de salir de Boston. "Mi cabeza aturdida con tantas ideas. Creo que esto va a ser bueno para mí, me va a completar. Pero ¿cuál es el siguiente paso?

El Encuentro
Las hermanas se cogían de las manos en la parte de atrás de un todoterrenos mientras este saltaba sobre los baches de un sendero de tierra en la montaña, pasando frente a chozas y pollos y vigilantes mujeres que vendían naranjas al lado del camino. Pararon frente a una de las casas más grandes del pueblo, prestada para el encuentro.
Imelda y María entraron al patio anterior e inmediatamente el pasado se les echó encima. Cecilia, 33, con la cara de Imelda, corrió hacia ella. Salvador, 38, con los ojos de María, estiró sus brazos y abrazó a las dos hermanas a la vez. Carlos, 37, afirmándose en muletas, se inclinó para recibir sus abrazos. Las rodearon docenas de niños de pelo negro. Todos se aferraban unos de otros, llorando de alegría y pesar, echándose hacia atrás para mirarse y volver a abrazarse calurosamente.
Al principio, nadie pudo decir nada. Luego, todos hablaron al mismo tiempo.
"No lloren, hijas", dijo Maura Sandoval Ávalos, 63, un primo que cuidó de las hermanas cuando mataron a sus padres. "Ahora están en casa".
"No puedo describir la emoción que me da volver a verlas", dijo Cecilia. "Siempre quise tener una hermana que se pareciera a mí. No es lo mismo que vivir entre hermanos".
"No sabes lo que las eché de menos", dijo Carlos. "Todos estos años me preguntaba a mí mismo: ‘¿Dónde estarán? ¿Dónde estarán?'"
Los intérpretes se acercaron a los parientes para ayudar a Imelda, que sólo habla algo de español, y a María, que no lo habla, a comprender a la familia.
En el almuerzo, una masa de familiares ayudaron a las hermanas a armar una imagen más completa de sí mismas, gritándose recuerdos en el porche. Uno de los niños apareció con una fotografía enmarcada, de color pastel, de sus padres y las dos hermanas mayores. Imelda y María la miraron silenciosamente, escudriñando las caras jóvenes y serias de sus padres por primera vez. La foto había sido tomada poco antes de que murieran Antonia Marroquín, Salvador Avalos, y sus dos hijas mayores.
"¿Por qué mataron a nuestros padres?", preguntó Imelda, finalmente. "¿Fue porque eran políticos?"
Salvador Avalos había sido un evangelizador católico, un devoto de Óscar Romero, el arzobispo católico de San Salvador que denunciaba los asesinatos de campesinos pobres que marcaron la guerra civil de los años ochenta, que enfrentó al ejército y sus escuadrones de la muerte contra guerrilleros y campesinos. Avalos había visto con sus propios ojos las carnicerías de los escuadrones de la muerte, y ayudado a enterrar los muertos de una masacre. Después del asesinato del arzobispo frente al altar en marzo de 1980, Avalos continuó predicando sus enseñanzas, dijo uno de sus hijos.
"Mi padre acostumbraba decir: ‘Un día de estos me van a matar'", dijo más tarde Salvador a un periodista. "Y los mataron como a perros".
A las 11:30 de la noche del 31 de julio de 1980 unos hombres armados irrumpieron en la casa. Diez minutos después, el padre de los niños, su madre embarazada y sus dos hijas mayores estaban muertos. Salvador, 13, corrió en la oscuridad a buscar ayuda, pero nadie llegó. Los cinco niños pasaron esa noche solos en la casa, aterrados.
Esto era lo que las hermanas habían venido a escuchar en este polvoriento pueblo de chozas con tejados de hojalata y exuberantes, verdes montañas.
"¡Sabía que era un buen hombre!", dijo Imelda sobre su padre.
Esa tarde, los cinco hijos sobrevivientes visitaron un bonito cementerio a los pies de la montaña, donde crucifijos de azul océano sobresalían de las apretadas sepulturas. Las hermanas besaron las cruces de las tumbas de sus padres.
"Me siento como si hubiera vivido en un día todos estos años", dijo Imelda, agotada. "Mis recuerdos son todos verdaderos".
Ahora también María tenía recuerdos. Repentinamente, tenía más parientes de los que podía contar. Estaba en casa.
"Quiero mostrar a la gente que sintió pena por mí, quiero mostrarles de dónde vengo", dijo sobre sus amigos en Boston. "Ahora sé dónde están enterrados mis padres".

El Pasado
Salvador Marroquín apenas podía contenerse de mostrar a sus hermanas la casa que había construido. Sacó el pestillo de la puerta principal y encendió la luz. Una bombilla desnuda alumbró una habitación con suelo de tierra, unas camas, mosquiteros, y ropa en todas partes. Las hermanas retrocedieron, tan perturbadas como orgulloso su hermano.
"No aguanto", dijo Imelda, susurrando, al salir de la casa.
Las hermanas sabían que su familia sería pobre. Pero no tenían ni idea de qué significaba ser pobre.
Desde la muerte de sus padres, la vida había sido difícil para los niños.
Aunque sus padres y dos de sus hermanas fueron casi con toda certeza asesinados por escuadrones de la muerte partidarios del gobierno, los dos hijos entraron al ejército.
Salvador dijo que se había enlistado para tratar de encontrar a los responsables de los asesinatos, y se quedó para ayudar a alimentar a su familia.
Durante los últimos 10 años, ha empujado su carromato de piruletas en la capital, ganando unos 200 dólares en los meses buenos. En los últimos años ha gastado un montón de ese dinero en vodka, dijo a las hermanas, tratando de aliviar el dolor que sentía después de que una hija de 11 muriera ahogada.
Carlos también se enlistó en el ejército y se convirtió en miembro del batallón de elite de Atlacatl, el pequeño y temido escuadrón de la muerte que llevó a cabo algunas de las masacres más brutales de la guerra. Quedó herido cuando pisó una mina anti-personal.
A Carlos lo atormentan sus experiencias de la guerra, dijo Salvador, y tenía mal genio.
Cecilia está luchando para criar a sus siete hijos, que sus hermanos dicen que son hijos de "cuatro o cinco" hombres.
Todo esto era más -y mucho más complejo- de lo que Imelda y María esperaban encontrar. Más tarde, lloraron pensando en lo que había hecho Carlos durante la guerra.
"Me siento muy triste", dijo Imelda. Su familia fue destruida por un escuadrón de la muerte y Carlos "probablemente había hecho lo mismo a otros".
Pero las hermanas querían olvidar el pasado.
"Creo que ellos viven con eso todos los días", dijo Imelda. "Pero yo no quiero vivir así todos los días. Si ellos tuvieran las oportunidades que tuvimos nosotros, habrían sido diferentes... Casi quiero olvidar todo, los recuerdos que tengo, y todo lo que sé sobre ellos. Los quiero conocer a partir de ahora".
Pero conocer a su familia a partir de ahora tampoco sería fácil.
Las hermanas habían venido a El Salvador con tantas expectativas: llenar las brechas de sus pasados, recomponer las relaciones familiares, sentir que pertenecían en alguna parte. Tras el primer día, estaba claro que la familia también esperaba mucho de ellas. Las hermanas eran su escape de la pobreza. En todo el pueblo las familias recibían dinero de sus parientes en Estados Unidos. Ahora ellos también recibirían ayuda.
"¿Cómo es la situación económica de ustedes?", preguntó Salvador a sus hermanas, en su casa.
Esa primera noche, Imelda, que había organizado el encuentro, estaba asombrada de lo que había visto en Las Flores.
"No quiero volver allá", dijo sobre su pueblo. "Nunca más".
María pensaba otra cosa. Conocer a su familia la hacía sentirse feliz, para ella una rara sensación. Ahora tenía hermanos cuyas vidas eran todavía más difícil que la suya. Ayudarlos le ofrecía un propósito.
"Quiero ocuparme de ellos", dijo.
Pero el nuevo objetivo de María era para Imelda una nueva obligación.
"Ahora lo siento como una carga. Me siento como obligada a cuidarlos, y ellos saben que tengo que hacerlo", dijo.

El Futuro
La mañana después de la reunión de familia, Imelda y María se encaminaron hacia el centro comercial de San Salvador para encontrarse con Salvador, Cecilia, y tres de sus hijas. Imelda caminaba lentamente, temiendo otro día con su familia. No tenía nada que decir. Quería simplemente marcharse.
El grupo las abrazó. Luego caminaron a la deriva por un rato, las hermanas montando a los niños en cualquier entretención que pillaban. Imelda estaba visiblemente incómoda, la cara tensa.
"Te digo que no sé qué hacer con ellos", le dijo a Marco Navarrete, un psicólogo de Pro-Búsqueda que estaba ayudando a que familia se conociera.
Imelda estaba acostumbrándose a las condiciones de una realidad incómoda: A pesar de ser familia, a pesar de lo que habían pasado en los últimos 25 años, eran desconocidos.
Finalmente, el grupo entró a una zapatería, donde las hermanas estadounidenses escogieron y compraron zapatos para Salvador y Cecilia y las tres niñas. Salvador se puso sus nuevas zapatillas canela y colocó los viejos zapatos en la caja. Tenían que coger tres buses para llegar a Las Flores, y él tenía miedo de que pudieran robarles.
También estaba pensando en Carlos, que se había perdido la salida de compras porque no pudieron hallarle.
"Salvador aprecia todas las cosas que están haciendo por ellos", dijo Navarrete a las hermanas cuando salían de la zapatería. "Pero está preocupado por Carlos. Dice que los zapatos especiales que necesita Carlos cuestan 30 dólares".
"Los tenemos", dijo Imelda, mosqueada.
Esa tarde las conversaciones de Imelda con sus hermanas giraron en gran parte sobre dinero. Cuánto cuesta una casa en su pueblo, le preguntó a Salvador. Unos 25.000 dólares, dijo él. ¿Podía escribir una dirección donde enviar dinero y regalos? Salvador dijo que no sabía escribir. Navarrete la escribió por ellos.
"Les digo a cada rato que queremos ayudarlos, que ahora no deben preocuparse de nada", dijo ella. "Pero no quiero estar tirando dinero por todas partes".
María quería recuperar el tiempo perdido. Cenando pollo frito y pizzas, y con las traducciones de Navarrete, Salvador contó de la vez que lo habían asaltado cuando vendía piruletas. Se subió la manga para mostrar dónde el ladrón le había golpeado con un machete. María besó un dedo de su mano y tocó la profunda cicatriz púrpura.
El alcohol lo había engordado, le dijo Salvador. "Bebo un montón por culpa de mi pasado", dijo.
"Dile que yo vivo un montón debido a mi pasado", le dijo María a Navarrete.
"Pero ahora tienes un nuevo comienzo", dijo Salvador. "Ahora puedes empezar de nuevo".
Mientras las dos hermanas y el hermano estaban sentados a la mesa absorbidos por la conversación, Imelda se ocupó de los niños. A las 2 de la mañana, puso fin a la visita. Quería salir del centro comercial. Quería marcharse del país.
No era solamente la pobreza, dijo más tarde. Sus hermanos parecían cariñosos a veces, y, en ocasiones, siniestros. Sus hermanos la veían como a una especie de madre, buscándola a ella para dirimir sus discusiones, escuchando sus quejas y cuidándolos. Al reunirse con ellos, pensaba que había perdido más de lo que había ganado.
"Pensaba que los encontraría después, después de hacer todas las cosas que quiero hacer en mi vida. Sé que es egoísta, pero mi antigua vida ya pasó y ahora es difícil acostumbrarse a la idea de que no volverá a ser lo mismo".

La Despedida
Antes de salir del centro comercial, Imelda le pasó a Salvador 30 dólares para los zapatos de Carlos.
A la mañana siguiente, las hermanas abordaron un taxi para ir a ver a su familia en Las Flores antes de que María volviera a Boston e Imelda prosiguiera a su destinación como voluntaria en La Libertad.
Cuando llegaron encontraron a Salvador con resaca. Había cogido el dinero que habían enviado a Carlos y se lo había bebido.
"Por favor, no se lo digan a Carlos", suplicó.

A la autora se le puede escribir a: abraham@globe.com.

29 de agosto de 2005
©boston globe
©traducción mQh

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