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el fantasma de emmet till


[Richard Rubin] Mientras el jurado les declaraba inocentes, contaban su espantoso crimen a un periodista.
Parece que hemos conocido esta historia toda la vida. Quizás es porque es una historia tan dura y potente que ha adquirido un aire de eternidad, algo casi místico: Emmett Till, un niño negro de 14 nacido y criado en Chicago se marchó en agosto de 1955 a visitar a unos familiares en el villorrio de Money, Mississippi. Un día entró a una tienda, al Supermercado y Carnicería Bryant, y, en un impulso, dijo algo atrevido a la mujer blanca detrás del mostrador -Carolyn Bryant, 21, esposa del propietario- o le pidió una cita, o quizás le silbó. Noches después, su marido, Roy Briant, y su hermanastro, J.W. Milam, sacaron a Till a tirones de la cama y se lo llevaron al oscuro Delta, donde le golpearon, torturaron y finalmente mataron de un balazo a la cabeza y lo arrojaron al río Tallahatchie. Su cuerpo, aunque amarrado con alambre de púas a un pesado ventilador de una despepitadora de algodón, salió a la superficie unos días después, luego de lo cual Bryant y Milan fueron arrestados y acusados de homicidio.
Periodistas de todo el país -y también del extranjero- se reunieron en el pequeño tribunal de Sumner, Mississippi, para presenciar el juicio. La fiscalía preparó un excelente caso y persiguió a los acusados con sorprendente vigor; el juez fue eminentemente justo, negándose a permitir que la raza se convirtiera en un tema en los procedimientos, al menos hacia fuera. Sin embargo, el jurado, 12 hombres blancos, absolvió a los acusados después de deliberar apenas 67 minutos -y fue de esa duración, dijo uno de ellos después, porque hicieron una pausa para beber refrescos y estirarlo "para que no se viera mal". Poco después, los asesinos, inmunes ante las acusaciones, se reunieron con, y confesaron orgullosamente todo a William Bradford Huie, un periodista que publicó la historia en la revista Look.
Sí, conocemos muy bien esta historia -quizás demasiado bien. Ha sido como un zumbido en nuestra conciencia nacional en los últimos 50 años. Rebrota de vez en vez, inspirando estallidos conmemorativos de pesar, indignación e ira, las que corren rápidamente a su fin y mueren. Pero el último estallido, encendido por un par de documentales recientes, ‘El Asesinato de Emmett Till' [The Murder of Emmett Till] y 'La Historia No Revelada de Emmett Louis Till' [The Untold Story of Emmett Louis Till], se ha extendido al gobierno federal: el año pasado, el ministerio de Justicia anunció que estaba abriendo una nueva investigación del caso. Esta primavera, se exhumó el cuerpo de Till para hacerle la autopsia por primera vez. Se dijo que los funcionarios podrían estar listos para presentar un resumen de sus hallazgos -un "informe exhaustivo", como lo describió uno- al fiscal de distrito local en Mississippi a fines de este año. La única persona en el ministerio de Justicia que comentó sobre algún aspecto de la investigación fue Jim Greenlee, fiscal del Distrito de Mississippi del Norte, que dijo solamente que su objetivo era "saber la verdad sobre qué pasó exactamente y quién es culpable".
He pasado un buen rato tratando de hacer lo mismo, incluso aunque es difícil ver qué podría tener que ver con la historia de Emmett Till. Soy un hombre blanco del Nordeste, no soy abogado ni detective ni activista; lo que es más, todo esto pasó una docena de años antes de mi nacimiento. Pero como le ocurrió también a mucha otra gente, la historia me fascinó desde el principio, cuando la oí como estudiante universitario de primer año en 1987, y nunca me dejó. Me empujó, tras obtener la licenciatura, a aceptar un trabajo en The Greenwood Commonwealth, un diario de Greenwood, Mississippi, a sólo 15 kilómetros de Money. Allá, me vi rodeado de gente que estaba realmente relacionada con el caso, de uno u otro modo: jurados, abogados de la defensa, testigos, el hombre que poseía la despepitadora. Mi patrón, un hombre decente que era relativamente progresista cuando se trataba de asuntos de raza, me prohibió sin embargo entrevistarlos -incluso preguntar algo casualmente a algunos de ellos- durante el año que trabajé para él.
En 1995, cuando volví al Delta a realizar entrevistas y seguir una pista que se convertiría eventualmente en un libro sobre Mississippi, aproveché la oportunidad para tratar de hablar con la gente que no pude entrevistar cuando vivía allá. Desafortunadamente, muchos de ellos habían muerto, incluyendo a Roy Briant (J.W. Milam murió en 1980). Después de algo de trabajo de detective, logré localizar a Carolyn Bryant, sólo para que un hombre que se presentó como su hijo me dijera que me mataría si trataba de contactar a su madre. Me reí ruidosamente en el teléfono, más por sorpresa que por lo divertido. "No estoy bromeando", dijo, y sonaba sorprendido de sí mismo. "En serio, ¡no estoy bromeando!"
Sin embargo, había otros que estaban dispuestos a hablar, se mostraban incluso solícitos sobre el asunto, lo que me sorprendió, porque eran hombres que rara vez habían sido interrogados sobre el caso. Es que yo no estaba interesado en hablar con los primos de Till y otros miembros de la comunidad negra local, la gente que había estado con él en la tienda, que habían presenciado u oído sobre su secuestro y temían que pudieran ser los próximos. Esa gente ha sido entrevistada varias veces; yo sabía lo que ellos tenían que decir, los comprendía, sentía empatía con ellos. La gente a la que quería entrevistar era la que me era antipática, la que yo no entendía. Quería sentarme a hablar con los hombres que fueron cómplices en lo que considero el segundo homicidio de Emmett Kill -los abogados que defendieron a sus asesinos en tribunales y el jurado que los absolvió. Yo quería preguntar: ¿Cómo pudieron hacerlo? ¿Y cómo han vivido con ellos durante los últimos 40 años?

El Chico
Ray Tribble es fácil de distinguir en las fotografías e imágenes de películas del juicio: los 11 jurados son hombres de edad mediana o mayores, Tribble es un hirsuto veinteañero. Más tarde se convirtió en un hombre rico, en un latifundista, presidente del Consejo de Supervisores del Condado de Leflore. Toda vez que se mencionaba su nombre -que ocurría a menudo, al menos mientras vivió en Greenwood-, se lo hacía con gran respeto. Viví en la ciudad durante seis meses antes de enterarme de que había sido uno de los jurados de Emmett Till.
Seis años después, llamé a Tribble para preguntarle si hablaría conmigo sobre el juicio. No quería, dijo, pero igual me recibiría si lo visitaba en su casa. Podría aceptar hablar sobre el tema, tanto como que no, pero de cualquier modo, no se sentía cómodo con que llevara una grabadora o incluso un cuaderno de apuntes.
Tribble vivía en el campo, a unos 8 kilómetros del desmoronado edificio que fue una vez el Supermercado Bryant. Me recibió en el jardín y me condujo dentro, donde hablamos un buen rato sobre todo, parecía, excepto del motivo que me había llevado allí. Luego, recuerdo, le dijo repentinamente: "¿Quieres saber más sobre ese asunto, no?" Claro que quería.
Sospechó primero que no sería simplemente un juicio más, dijo, cuando empezaron a aparecer los periodistas; luego los camiones de los equipos de televisión atascaron la plaza, y el jurado se aisló en los altos de un hotel de la localidad. Recordó que un miembro logró introducir una radio, de modo que pudieran escuchar la transmisión de una pelea de boxeo profesional. Y luego, sin ningún énfasis, agregó: "Uno de ellos quería colgar al jurado". Un jurado, dijo -no él, sino otro hombre- había votado dos veces a favor de una condena, antes de rendirse y unirse a la mayoría.
Me asombró. Había oído siempre, y creído, que la breve deliberación del jurado había sido una mera formalidad. Esta noticia me obligó a reconocer tardíamente una epifanía básica: el jurado de Emmet Till no era una máquina, un instrumento del racismo y la segregación, una fuerza de la historia. Era como cualquier otro jurado: un cuerpo compuesto por 12 individuos. Aparentemente, uno de ellos se había mostrado reluctante a cometer un acto que la historia ha juzgado, desde entonces, inevitable.
Tribble me dijo que no podía recordar qué jurado era, pero lo dijo de un modo que me hizo preguntarme si realmente no recordaba o no quería decírmelo. Le mencioné algunos nombres, pero no quiso ni confirmarlos ni negarlos, y temiendo que así la conversación llegara pronto a su fin, cambié de tema y le pregunté lo que había querido preguntarle hace seis años: ¿Por qué votó la absolución?
Dijo, simplemente, que había aceptado el argumento central del equipo de la defensa: que el cuerpo sacado del río Tallahatchie no era el de Emmett Till -el que, dijeron, estaba vivo y escondiéndose en Chicago o Detroit o en algún lugar en el norte-, sino otra persona, un cuerpo dejado ahí por la NAACP [Asociación Nacional para el Avance de la Gente de Color] con el propósito expreso de provocar un tornado racial que desgarraría Sumner y todo el Mississippi y todo el resto del Sur.
Ray Tribble no era estúpido. Era un hombre agudo y mesurado que había trabajado duro y prosperado para él y su comunidad. ¿Cómo -le pregunté- pudo creer un argumento semejante? ¿No había la madre misma de Emmett Till identificado el cuerpo de su hijo? ¿No llevaba el cuerpo un anillo con las iniciales de LT, Louis Till, el padre muerto del niño?
Tribble me miró seriamente. Ese cuerpo, me dijo, su voz asumiendo un tono didáctico, "tenía pelos en el pecho". Y como sabe todo el mundo, continuó, a los "negros no les crece pelo en el pecho sino a los 30".

Uno de Cinco
En 1955, Joseph Wilson Kellum era abogado en Sumner, Mississippi. En 1995 todavía era abogado en Sumner, y todavía practica en el mismo despacho, al otro lado de la calle frente al tribunal donde Bryant y Milam fueron juzgados y absueltos. J.W. Kellum era su abogado defensor.
En realidad, fue uno de cinco; se dice que los acusados contrataron a todos los abogados de Sumner para que el estado no pudiera nombrar a ninguno de ellos como fiscales especiales del caso. Kellum hizo dos declaraciones finales de la defensa, durante las que dijo a los jurados que eran "los custodios absolutos de la civilización estadounidense" y les imploró: "Quiero deciros que donde brilla el sol de Dios es la tierra de los libres y el hogar de los valientes y si no liberáis a estos chicos vuestros ancestros se revolcarán en sus tumbas"
Kellum era entonces dependiente de supermercado de 28 años, que no había asistido nunca a la universidad cuando, en 1939, rindió el examen de abogacía del estado, lo aprobó y empezó inmediatamente un bufete de abogacía solo. Durante más de 50 años su despacho fue sencillo, una estructura de cemento acolchado rebosante de desordenadas pilas de libros y expedientes y papeles, poco notable excepto por su proximidad al tribunal. Hablamos ahí durante 90 minutos, y nunca se puso a la defensiva ni se negó a responder una pregunta. Al principio, me dijo, había considerado la defensa de Bryant y Milam como "simplemente otro caso". ¿Les preguntó alguna vez si ellos habían asesinado a Emmett Till?
"Sí", dijo, "y ellos negaron que lo hubieran hecho".
Le pregunté si les había creído. "Sí, les creí", replicó, "tal como haría ahora si estuviera interrogando a un cliente. No tengo motivos para pensar que me está mintiendo".
Cité su declaración sobre los ancestros de los jurados revolviéndose en sus tumbas si los acusados eran declarados culpables. ¿Qué quiso decir? "Posiblemente sus ancestros no habrían condenado a ningún blanco por matar a un negro", explicó. Le pregunté a Kellum si tenía algún escrúpulo por apelar a las actitudes raciales de ese modo. "No, no en esa época", replicó.
"¿Usted pensaba lo mismo en esa época?", le pregunté.
"No ahora", dijo. Me habló sobre un niño vietnamita que ayudó en 1975, después de la caída de Saigón. Le volví a preguntar. "Dilo de esta manera", dijo. "No creía que se justificara matara a alguien, independientemente de su color. No pensaba que un individuo blanco tuviera el derecho de matar a un individuo negro como si fuera un perro".
¿Cómo -entonces- pudo haber implorado tan apasionadamente al jurado, en su alegato final, que decidiera de un modo que invalidara esos valores? "Estaba tratando de decir algo que entendiera -en lo que usted estaría de acuerdo conmigo, ve usted. Porque yo estaba contratado para defender a esos tipos. Y los iba a defender como pudiera dentro de la ley. Esas declaraciones no eran -no recibí ninguna amonestación del juez en absoluto".
"¿Así que usted lo veía como parte de su trabajo?"
"Parte de mi día de trabajo", dijo.
¿Creía ahora que Bryant y Milam habían, de hecho, asesinado a Till?
"Tendría que haber visto algo', dijo. "Pero me dijeron que no habían sido ellos. Dijeron a los otros abogados que no habían sido ellos. No vi nada que fuera una admisión de culpabilidad de su parte".
Si esa declaración fuera verdad, lo convertiría posiblemente en el único hombre vivo en la época que no había leído ni oído al menos sobre el artículo de Huie en Look. Pero no lo presioné, no le dije que era un mentiroso. Lo extraño es, en mis recuerdos, que yo había presionado siempre duramente a J.W. Kellum, quizás demasiado severamente; durante 10 años me sentí un poco culpable sobre lo afiladas que habían sido mis difíciles preguntas para un más bien genial octogenario que me había invitado gentilmente a su despacho y ofrecido tanto tiempo como quise. Hoy, sin embargo, cuando leo la transcripción de esa conversación, no puedo dejar de sentir que fui demasiado blando con él. Supongo que todos nos acomodamos con el pasado.

El Aristócrata
No se conoce ampliamente, pero poco después de ser absueltos, Roy Bryant y J.W. Milan sufrieron una serie de reveses. La familia poseía una serie de pequeñas tiendas en el Delta; casi todos sus clientes eran negros, y la mayoría de ellos la boicotearon, por lo que pronto cerraron. Los bancos locales, con una excepción, se negaron a prestar dinero a Milam, que era también granjero, para ayudarle a plantar y cosechar. La excepción fue el pequeño Bank of Webb; Huie especuló que el banco llegó al rescate de Milam debido a que John Wallace Whitten Jr., otro miembro del equipo de la defensa, era miembro del comité de préstamos. De acuerdo a Huie (que más tarde pagó a los hermanos por los derechos cinematográficos de sus historias), fue Whitten quien coordinó la entrevista de Look, que se hizo en el pequeño bufete de Whitten. Cuarenta años después, Whitten se sentó en el mismo despacho a conversar sobre el juicio conmigo.
Whitten fue el improbable salvador de dos hombres como esos. El vástago de una de las familias más viejas y prominentes del área, estudió leyes en la Universidad Estatal de Mississippi. Tras graduarse, se embarcó a Europa, donde ascendió al grado de capitán y fue galardonado con una Medalla de Bronce. Cuando volvió a casa, J.J. Breland, el abogado de la ciudad, le ofreció a Whitten una posición en su bufete. Tal era la estatura del nombre de Whitten que Breland, que era 30 años mayor que Whitten, cambió inmediatamente el nombre de su firma a Breland y Whitten.
Whitten tenía 76 y sufría de Parkinson cuando nos encontramos en 1995 y aunque él todavía ejercía, tenía a menudo problemas para darse a entender. A pesar de eso -y del hecho de que, como me dijo más tarde, su esposa le había "montado un pollo" por acceder a hablar conmigo-, fue un anfitrión cortés y abierto, y como Kellum, nunca se puso a la defensiva ni se negó a responder una pregunta.
Una de sus responsabilidades antes del juicio, me dijo, era viajar a Greenwood y encontrarse con el doctor L.B. Otken, que examinó el cadáver después de que hubiera sido rescatado del río Tallahatchie. Okten, recordó, le había dicho: "Este cuerpo no es el joven que andamos buscando". ¿Lo creyó realmente? "Sí, entonces le creí", dijo Whitten. "Me convenció". ¿Ha cambiado de opinión después? "Oh, sí", dijo. "Creo que es el cuerpo de Till".
Yo aprecié su ingenuidad, e incluso sospeché que era un poco incompleta. O quizás Whitten estaba simplemente escogiendo sus palabras muy cuidadosamente; cuando dijo "Si, entonces le creí", la interpretación natural es, "debo haberle creído, pues de otro modo no habría hecho lo que hice". Pero dudo mucho que un hombre como John Whitten haya creído algo tan dudoso en esa época; creo que él y el resto de la defensa no estaban realmente tratando de convencer a nadie con este argumento, sino que lo presentaban como un medio plausible de negación de responsabilidad en caso de que alguien pusiera en duda su decisión en el futuro. Y ahora, como J.W. Kellum, parecía participar de un cierto revisionismo histórico.
Y se aferró a ello, incluso cuando le leí el informe de su argumento final, que fue publicado en el Greenwood Commonwealth el 23 de septiembre de 1955:

"Hay gente en Estados Unidos que quiere destruir el modo de vida de la gente sureña... Hay gente... que cometerá cualquier crimen para ampliar la brecha entre los blancos y la gente de color de Estados Unidos. Ellos han colocado en el río un cuerpo podrido y maloliente con la esperanza de que lo identificáramos como Emmett Till.

Le pregunté si realmente creía en las cosas que dijo entonces. Dijo que sí, y luego me sorprendió, cuando agregó: "Y supongo que todavía lo creo. Yo creo que había personas que podían sacar beneficio de los hechos".
Whitten reveló algo más sobre sí mismo: sus clientes pueden haberlo contratado debido a su viejo nombre en el Delta, pero lo que consiguieron a cambio fue un abogado inteligente que quería ganar y sabía cómo hacerlo. "Ese es uno de los beneficios del alegato cuando la fiscalía sólo tiene una acusación basada en circunstancias", dijo. "Si es solamente circunstancial, puedes alegar tus propias circunstancias, y si te creen, ganas".
Le pregunté si creía que el jurado había dictado un veredicto correcto. "En las circunstancias, no sé si la palabra correcto sería la más apropiada", me dijo. "Pero creo que era defendible". ¿Pero ha llegado desde entonces a creer que los acusados eran inocentes? "Espero que sí". "Si tuviera que decirlo -si tuviera que decir lo que creía, es que ese cuerpo era el de Till y que fue echado al río. Esa gente lo hizo o al menos lo sabía".
Toqué el tema de que él ayudó a Milam a obtener un préstamo -el que, como Whitten, era veterano de la Segunda Guerra Mundial y, además, altamente galardonado- después del juicio. Huie había citado a Whitten diciendo: "Sí, lo ayudé. Era un buen soldado. En un campo minado en la noche, cuando otros hombres estaban huyendo y te dejan para que hagas el trabajo sucio, J.W. William estaba a tu lado. Cuando un hombre como ese se acerca a ti porque sus hijos pasan hambre, tú no le rechazas".
"¿Creía usted realmente que era un hombre bueno?", pregunté.
"Sí, lo creía. Ahora, no voy a decir que él fuera un hombre al que a uno le gustaría ver todos los días, pero creía que era honesto. Yo creía eso -que era alguien en quien se podía confiar en algunas cosas y cuidaba de su familia. Nunca pensé de otra manera".
"Entonces, ¿cómo es posible que haya hecho eso?"
Guardó silencio durante unos instantes. "No sé", dijo.
Le pregunté si no creía que había una contradicción: ¿cómo podía creer al mismo tiempo que Milam fuera un buen hombre y también un asesino? "Bueno, no es sobre esas cosas que se juzga a alguien", dijo. "No sé si eso significa que era un buen hombre o no. No puedo -estoy seguro de que habría decidido otra cosa, pero no lo puedo despreciar en todo porque cometió un error -un feo error, pero todavía están sus hijos- y aunque lo haya cometido tiene derecho a trabajar y a alimentar a sus hijos".
Ahora claramente se sentía incómodo, y yo podía ver que no era solamente con este interrogatorio; su incomodidad, sospeché, reflejaba el modo en que se había sentido hace 40 años, cuando fue llamado para defender a un tipo de hombres con los que no se asociaba, hombres que habían cometido un crimen que pensaba que era escabroso, para decir lo menos. La gente con los orígenes de John Whitten, su clase, no hacía esas cosas, ni apoyaba a los que las hacían. Y sin embargo, al matar a Emmett Till, Milam y Bryant había provocado la ira del mundo exterior, no sólo por ellos y sus crímenes, sino por su estado y su región y nada menos que todo el modo de vida del Sur. Y John Whitten, como uno de los principales beneficiarios de ese modo de vida, había sido llamado a defenderlo, defendiéndolos a ellos.
A ese peso se debe haber agregado el conocimiento de que, en el proceso, se había transformado en algo así como el portavoz de la resistencia blanca: su súplica final al jurado fue la declaración más notoria de todo el proceso. "Estoy seguro", dijo Whitten a los jurados, de que "todos los anglosajones del jurado tendrán el coraje de dejar en libertad a estos hombres".
"¿Por qué anglosajones?", le pregunté.
Al principio dijo algo sobre que los anglosajones tenían la "reputación de ser más severos con la gente que se sale de la fila", pero lo dejó rápidamente de lado y explicó: "Si dice ‘anglosajón', el jurado entendería de lo que estabas hablando. Estás hablando sobre un hombre blanco". Y agregó, haciendo una referencia directa a otro juicio en ese mismo momento que también había polarizado al país: "Supongo que puedes decir que utilicé la carta de la raza".
Y pensé en ese momento, justo entonces, lo mucho que la defensa de O.J. Simpson debía a la defensa de Roy Bryant y J.W. Milam y lo poco que, en algunos modos, ha cambiado el país en los últimos 40 años. El tema de la raza era todavía tan poderoso que podía oscurecer las evidencias y secuestrar a un jurado, incluso si el caso entre manos no era más que un asesinato brutal y salvaje. Encontré interesante que Whitten hiciera esa relación; me pregunté si alguien en esa sala de tribunal de Los Angeles lo había hecho.

El Predicador
A veces, cuando te propones buscar respuestas a lo que crees que son preguntas simples, al final terminas con más preguntas, preguntas que no tienen nada de simples. Eso fue lo que me ocurrió durante esas cuatro conversaciones. Especialmente la última.
Howard Armstrong. En 1996 era, aparte de Ray Tribble, el único otro jurado vivo. En 1955, era un veterano de la Segunda Guerra Mundial de 36 años, como John Whitten, y estaba viviendo en Enid, en la parte norte del condado de Tallahatchie. Dijo que la mayoría de los otros jurados eran de otros lugares del país, y no los conocía. Lo conocían por su reputación: era un ministro laico, un líder de los diáconos de la Iglesia Bautista de Mount Pisgah. Sería ordenado pocos años después, y serviría como pastor en varias congregaciones durante los próximos 35 años, y finalmente se retiró a los 75, un año antes de nuestro encuentro.
Como con los demás, primero hablé con Armstrong por teléfono y me invitó a visitarlo y lo visité -aunque, como Ray Triblle, no estaba seguro de si quería hablar sobre el juicio. Nadie, me dijo, había tratado de entrevistarlo alguna vez sobre el asunto. "Y no mucha gente sabe que estuve en ese jurado", dijo.
Estaba viviendo con su esposa, Janie, 35, en una ordenada y pequeña casa en una elevación junto a un camino de tierra. En 1955, él era un granjero que llegaba a fin de mes trabajando en la noche en una fábrica de estufas y aire acondicionado en Grenada, Mississippi, a unos 50 kilómetros. La primera vez que se enteró del asesinato de Emmett Till, fue cuando recibió la citación a presentarse. "No tenía tiempo de escuchar las noticias", explicó, "porque trabajaba de noche en la fábrica y de día en el campo".
Le pregunté cómo se había sentido de ser citado. "Realmente, honestamente", me dijo, "no lo recuerdo. Supongo que me sentí como me habría sentido de todos modos al verme citado. No andaba loco por participar en uno... Necesitaba trabajar y preocuparme de la granja". Cuando le presioné que me contara lo que recordaba, respondió: "No quiero tratar este asunto. Quiero dejarlo aquí -es mejor dejar las cosas como están".
"Él nunca habló demasiado sobre eso", explicó su esposa, que estaba sentada junto a él.

Richard Rubin es autor de 'Confederacy of Silence: A True Tale of the New Old South'. Actualmente escribe un libro sobre la Primera Guerra Mundial.

20 de septiembre de 2005
31 de julio de 2005
©new york times
©traducción mQh


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