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ocaso del agua manil


[Alex Witchel] ¿A quién no le ha pasado? Por lo demás, ya casi no se ve.
"¡Retíralo! ¡Retíralo!"
Oí las palabras como si hubiesen atravesado una gran distancia. ¿Era un camionero excitado? ¿Un poli enfadado dirigiendo el tráfico en la entrada del Túnel de Lincoln?
¿O -todavía más increíble- el anfitrión de un banquete? Ese elegante señor sentado a mi derecha, que sólo momentos antes había estado conversando tan encantadoramente, evocando la lunática memoria del último gran dandi, Jerry Zipkin, que una vez había insistido en llevarlo a él y su mujer a ver a Liberace en Radio City. ¡Ése Jerry! ¡Qué divertido!
Pero me estoy desviando. El problema es que la razón de estos gritos era el cuenco que yo tenía frente a mí. Un cuenco de plata esterlina con relieves en el centro de un plato, con un cuchillo y una cuchara a los lados. Yo -pobre incrédula- pensé que era para el postre. Después de todo, un camarero planeaba detrás de mí con una bandeja de plata y después de emitir unos sonidos guturales, después de tocar el cuenco una o dos veces, con lo que parecía creer que refrescaría mi memoria, me dio un momento ¿para qué... exactamente?
Bueno, ahí es cuando empezaron las regañinas. Porque yo, veterana de cientos de banquetes en Nueva York (y creo que miles), no reconocí el cuenco del agua manil.
Pero, claro, tampoco había reconocido completamente la comida. Sí, sirvieron el aperitivo de rigor de foie gras con un vaso de Sauternes -la más reciente encarnación del antes salvajemente popular, y ahora tristemente depuesto, pastel de caviar. (¿Habéis observado que solo la gente rica se aburre del caviar?)
El foie gras fue seguido por lo que me di cuenta tardíamente que era un bandeja de cordero. Como tenía un puntín -el anfitrión había bebido su Bordeaux frío- pensé que debía tratarse de un aperitivo adicional. Presentado en una bandeja de plata, era un montoncito de chuletas encogidas, más chicas todavía de una cucharilla de té, ordenadas en el centro. Tomé dos. Una pasada de cuchillo y tenedor, y dos ñascos más tarde había terminado con el plato principal. Deduje astutamente que eso era una vez que vi que venía detrás el cuenco plateado con judías. Que trajeran un cuenco de agua después no podía ser más ridículo: ¡la idea de que la punta de un dedo pudiese haberse ensuciado en una transacción tan efímera como esta!
Bueno, una vez que me di cuenta de mi transgresión miré a mi alrededor en la mesa para ver qué habían hecho los otros invitados. Sí, los cuencos estaban ahí, echados a un lado, como nuevos. Mi error, por supuesto, fue no mirar derechamente a la anfitriona pidiéndole ayuda. Pero el anfitrión tenía que haber movido el suyo, en algún momento en medio de la Aventura de Liberace. Fue mi completa absorción en su conversación lo que me distrajo.
Eso, y la falta de una servilleta. Porque en las raras ocasiones en que me he topado con un cuenco de agua manil, recuerdo vagamente que venía encima de una. Cuando terminas tus exquisitas lavadas de mano, se supone que debes coger la servilleta y el cuenco y hacerlos a un lado del plato del postre. Y si no me creéis, así está escrito en ‘Letitia Baldrige’s New Manners for New Times: A Complete Guide to Etiquette’ (Scribner). Pero estos cuencos no venían con servilletas. Ni cáscara de limón ni flores ni ninguno de los otros detritus flotadores que van por la vida como accesorios de cuencos de agua manil.
Después de la cena, hablé con la mejor de las anfitrionas que conozco en Nueva York. Eso quiere decir que, sí, su mesa es infaliblemente elegante y guapa y ella sirve un foie gras y Sauternes todavía mejores que los que precedieron este cordero. Pero cuando vas a su casa, y sin importar lo sofisticado de la presentación, tú todavía te puedes divertir. Le conté mi trágica historia.
Primero, me aseguró que ella no había visto nunca cuencos de agua manil plateados, sólo de cristal -y, ya que ella ha recibido también extensamente en Europa, me sentí de algún modo reivindicada. Y su reacción ante el estallido del anfitrión fue que "él debería haber movido el cuenco por ti".
Claro, por supuesto, es lo que tenía que hacer. ¡Hey, si alguien tenía que gritar, esa era yo! Siempre ha sido así.
Por supuesto, cuando mis anfitriones lean esta crónica, no me volverán a invitar. ¡Quel dommage! Porque el modo en que lo imagino, cuando se trata de datos útiles sobre cómo limpiar la platería, ¿a quién se lo van a preguntar?

22 de febrero de 2006

©new york times
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traducción mQh

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