¿por qué hay películas como terciopelo azul'?
Film Forum, en Manhattan, está celebrando su aniversario con un festival de dos semanas que empezó en febrero. Es una nueva copia, pero la misma vieja ‘Terciopelo azul’, porque Lynch no revisa nunca trabajos ya hechos; para él, ese proceso sería tan carente de sentido como tratar de rellenar las lagunas de un sueño, después de soñarlo. Lo que las audiencias ven, entonces, es exactamente la misma pesadilla que vieron los cinéfilos de 1986, con toda su escabrosa y lírica, testaruda e irracional gloria, y el contexto hace tan poca diferencia como la que hace la experiencia de un sueño potente: cuando despiertas, puedes tomar un minuto recordar donde estás.
La frase que define a ‘Terciopelo azul’, dicha primero por su héroe, el detective amateur Jeffrey Beaumont (Kyle MacLachlan), es "Es un mundo raro" -una frase que los espectadores de los años ochenta saludaron complacientes, y a la que los críticos se aferraron agradecidamente como a la única declaración irrefutable que se podía hacer sobre la película. ‘Terciopelo azul’ es una historia de misterio -Lynch ama los misterios- pero no precisamente de búsqueda del culpable: seguir la hebra simple, inevitable, que otorgará sentido a un desconcertante conjunto de claves claramente no es el punto aquí. A pesar del denso portento de la silenciosa, ávidamente y acechante atmósfera, la trama, de hecho, es extremadamente simple, tan brutalmente funcional como los trazos del dibujo de un niño.
Desde la universidad, Jeffrey vuelve a casa a su nativa Lumberton, una pequeña ciudad donde su padre posee una ferretería; pero el señor Beaumont, tras desmayarse en la entrada, está en el hospital, conectado a una espantosa máquina, y Jeffrey se encarga del negocio de la familia. Un día, atravesando un campo, se encuentra una oreja humana, mohosa y llena de insectos, e informa diligentemente a la policía, que se lo agradece pero no dicen nada sobre la pesquisa. La hija del detective, Sandy (Laura Dern), sin embargo, se encarga de contarle a Jeffrey lo que oyó decir a su padre sobre el caso, y poco después el pulcro estudiante universitario se está escondiendo en el armario de una demacrada cantante local llamada Dorothy Vallens (Isabella Rossellini). Allá mira fascinado -y quizás con menos horror del que esperarías- como Dorothy es insultada, golpeada y finalmente violada por un violento matón al que ella llama Frank (Dennis Hopper), un traficante de drogas que, aparentemente, ha secuestrado a su marido e hijo.
Eso es, y no se desvía para nada de un misterio convencional: la solución queda clara en el primer tercio de la película. Pero a medida que ‘Terciopelo azul’ avanza más profundamente en la nocturna suciedad y diurna incomodidad de Lumberton, se hace claro (si acaso) que los aparejos de historia de detectives de la película eran nada más que los medios de otro fin: la estratagema del director para seducir a una pareja de gente atractiva, y normal, como Sandy y Jeffrey, al enfermizo y extraño mundo de un hombre llamado Frank. La idea de Lynch es no establecer nuevas conexiones como harían los detectives, sino cortar todo lo posible muchas de las antiguas.
Eso es lo que hacen los surrealistas. Y una de las razones, creo yo, por las que ‘Terciopelo azul’ pareció tan sorprendentemente fresca en esa época es que no había, para decirlo generosamente, una tradición surrealista fuerte en el cine comercial estadounidense.
Casi los únicos precedentes del método deliberadamente desorientador de su película se pueden encontrar en algunas de las películas posteriores de Alfred Hitchcock: en ‘Vértigo’ (1958), ‘Los pájaros’ (1963) y especialmente ‘Marnie, la ladrona’ (1964), que comparte con ‘Terciopelo azul’ un peculiar, torpe formalismo de tono y galopante trasfondo de anormalidad psico-sexual, y que no fue recibido calurosamente por la audiencia habitualmente leal de Hitchcock. Lynch había hecho tres largometrajes previos, sólo una de los cuales -su brillante debut, la fantasía de horror doméstico en blanco y negro, ‘Cabeza borradora’ (1977)- fue surrealismo lyncheano del más puro. En los otros, el delicadamente grotesco ‘El hombre elefante’ (1980) y la desgarbada épica de ciencia ficción ‘Dunas’, sus fantasías más extravagantes fueron mantenidas, al menos en parte, a raya.
Así, para la mayoría de los miembros de la audiencia, ‘Terciopelo azul’ era un tipo de experiencia cinematográfica completamente nueva. Su sórdido tema desconcertaba a la gente menos, creo, que sus modos extraños, y por tanto vagamente amenazadores. Después de todo, la mayoría de los cinéfilos habían visto muchas más escenas de violencia explícita que cualquier cosa en ‘Terciopelo azul’, habían oído muchas más obscenidades en películas prestigiosas, como por ejemplo ‘Toro salvaje’ y habían probablemente visto, con algún interés y quizás con algo de placer, uno o dos cuerpos desnudos. (Aunque rara vez, hay que decirlo, de manera tan cruda y expuestos de manera tan poco elegante como se muestra aquí a Rossellini). Lo que es difícil de tratar, especialmente si no estás acostumbrado, es la volatilidad del tono de la película: las abruptas y poco marcadas alternancias entre la ternura de una película para niños y el abyecto horror, entre la inocencia y las experiencias más extremas.
Y finalmente es la inocencia la que hace de ‘Terciopelo azul’ genuina y extraordinariamente chocante. Mel Brooks, cuya compañía produjo ‘El hombre elefante’, describió una vez a Lynch como ‘el Jimmy Stewart de Marte"; y hay algo de incredulidad y de saludable y de completamente americano en Lynch, que es real y, me parece, la improbable y última fuente de su capacidad para perturbar y horrorizar.
La pregunta central en ‘Terciopelo azul’, expresada con encantadora brusquedad por Jeffrey, es: "¿Por qué hay gente como Frank?" Frank, representado con insano entusiasmo por Hopper, es un monstruo de obscenidad tan único en su género, que la pregunta te podría hacer reír. Pero es una pregunta sincera, porque en la imaginación de Lynch sí existen. Frank es, cuando te paras a pensarlo, la visión que tiene un niño de los adultos, la personificación en caricatura de todas las cosas que un niño curioso puede imaginar que hacen los adultos cuando están solos y fuera de la vista: usan drogas, dicen tacos, tienen fiestas con amigos incomprensibles (como en esta película el indeleblemente raro Ben, representado por Dean Stockwell como el epítome de la suavidad), y, cuando se presenta la oportunidad, tienen sexo rápido, ruidoso y feo.
Se necesita un ojo inocente para ver al mundo de esa manera: de una manera que, aunque genera monstruos, mantiene la vida cotidiana interesante, sorprendente y eternamente extraña. De eso se trata en las películas de Lynch, y por qué tienen, a su modo demente, esa especie de calidad de Peter Pan: están hechas por alguien que ha decidido no salir del carácter inmediato ni de las locas arbitrariedades de las percepciones de un niño, y aceptar los asuntos realmente espantosos tal como se acepta la realidad menos espantosa.
El país-de-nunca-jamás de Lynch, se llame Lumberton o Twin Peaks o Mulholland Drive, es aposta eterno, fundamentalmente impertérrito a las perspectivas de los adultos y nos deja a la mayoría de nosotros asimilar nuestras experiencias como algo parecido a una historia de detectives tradicional: una historia que explica el pasado y nos permite seguir adelante, aunque sea aburrido. El mundo que crea ‘Terciopelo azul’ es estático, una imaginativa ciudad de la simultaneidad en la que todo, malo o bueno, está presente al mismo tiempo.
Por supuesto, eso es chocante. ‘Terciopelo azul’, que en 1986 deleitó a muchos y repelió a otros tantos, es probable que provoque hoy en general la misma mezcla de reacciones, y las mismas que provocará en 20 años más. No se puede asimilar su visión, no se pueden explicar sus misterios, no existe un término cómodo para clasificarlo: no está de moda, no tiene filo. ¿Por qué hay películas como ‘Terciopelo azul’? Porque el mundo es misterioso, y el misterio no desaparecerá nunca.
26 de febrero de 2006
©new york times
©traducción mQh
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