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tres horas con king kong


[Daniel Williams] Cinéfilos egipcios montan su propia película.
El Cairo, Egipto. Esta aventura cinéfila podría titularse perfectamente King Kong vs. el Espectáculo de Medianoche del Odeón.
A las 12 del día, la multitud de espectadores que esperaba frente al cine New Odeón para ver la nueva ‘King Kong’ empezó a entrar por una sola y estrecha puerta, aunque había un panel de tres que se podían abrir. Hombres jóvenes, algunos acompañados, se hicieron camino haciendo a un lado a los acomodadores que se esforzaban frenéticamente para hacer corresponder el número de los billetes en sus manos con el número de espectadores. Familias con niños pequeños e incluso con bebés entraron en tropel acarreando bolsas de plástico llenas de bocadillos.
Era el comienzo de lo que, de hecho, sería una interactiva tarde en el cine. El público egipcio prácticamente funde sus vidas con lo que pasa en la pantalla, y la familiar trama de la película fue complementada con la pesada participación de la audiencia.
En El Cairo las butacas de los cines son asignadas con los números escritos a mano en los billetes. Eso produce un montón de alegatos en todo el teatro. En la fila número siete, dos jóvenes quieren sentarse con sus amigos -en las butacas de otros. "Verás, estas son mejores", le dice un joven a la persona a la que corresponden las butacas.
"¡Pero las tuyas están en la fila número tres!", responde el hombre de edad mediana, incrédulo, con su esposa parada pasivamente detrás de él.
"Pero están en el medio", dice el joven.
"Tengo la vista mala", dice el hombre.
Las luces amenguaron y el certificado de autorización del censor -un enorme documento blanco con el águila del sello oficial del gobierno egipcio- destelló en la pantalla.
Aplausos. Luego la multitud se instaló, excepto una fornida mujer con un pañuelo de cabeza que cambiaba los pañales de su bebé en el pasillo.
Una imagen de Nueva York en los años treinta, con escuálidas y desordenadas colas para la sopa y casuchas llenó la pantalla. Alguien de las hileras de atrás gritó: "¡El Cairo!"
Cuando Carl Denham, el maníaco director de cine convenció a Ann Darrow, la joven actriz, de que se uniera a su viaje por mar hacia la Isla de las Calaveras, donde se encontrarían con Kong, varios miembros de la audiencia aprovecharon la oportunidad para llamar por teléfono. ¿Por qué no? El diálogo estaba en inglés, con subtítulos en árabe, así que la conversación no interfería con la comprensión de la película.
"Sí, Ahmed", se oyó la voz de un hombre en la fila número 9. "Estoy en el cine. Nos vemos en casa de mi tía".
"Sí", dijo otro, evidentemente prosiguiendo un negocio no terminado del día. "Lo pasaré a dejar mañana por la mañana".
Un espectador retrasado fue llevado a su asiento por los gritos de un conocido: "Aquí". Otro hombre sacó un bocadillo de crema de queso con aceite de oliva y lo ofreció a un espectador extranjero, un completo desconocido, y le preguntó de dónde era. "Estados Unidos, está bien", observó en hombre del bocadillo.
Para cuando el buque de Denham sale del puerto de Nueva York, era hora de que el bebé empezara a llorar, lo que hizo hasta que el buque llegó al Pacífico.
Kong estaba a punto a apoderarse de Ann, a la que los nativos de la isla habían ofrecido en sacrificio, cuando sonó un celular con el ritmo de ‘Mexican Hat Dance’.
Más tarde, al estruendo de los brontosaurios cayendo unos sobre otros en la pantalla se unió la voz de la popular cantante libanesa Nancy Ajram en otro celular. Cantaba el coro de ‘Habibi, habibi’ -"Mi amor, mi amor"-, una frase obligatoria de la mayoría de las canciones pop de Oriente Medio.
Cuando un tiranosaurio trató de mascar la cabeza de Ann, se oyó una voz en la oscuridad: "¡Ann, muérdelo de vuelta!" Cuando King Kong se golpeó el pecho en señal de triunfo, unos niños se levantaron de sus asientos para hacer lo mismo. "Se parece a ti, Hossam", gritó otro.
El intercambio de significativas miradas al atardecer entre un infatuada Ann y un enamorado King dio tiempo para que varios miembros de la audiencia chequearan sus mensajes de texto. El escape de Ann en las garras de una criatura parecida a un murciélago fue acogido con un grito: "¡No dejes a Kong! ¡Te dará bananas toda la vida!"
El marido y su mujer en la hilera 12 empezaron a discutir sobre si marcharse o no; los niños se habían quedado dormidos. Se levantaron para marcharse cuando Kong hacía su debut en Broadway.
El inminente clímax finalmente pareció someter a la audiencia. No se escuchó ni un murmullo cuando Kong cazaba a Ann, recogiendo y arrojando por los aires a otras rubias de Nueva York. Pero cuando el mono se paró por primera vez encima del edificio Empire State y agarró a un aeroplano que lo atacaba, el Odeón estalló en gritos de "¡Dios es grande!"
El herido Kong empezó a deslizarse del rascacielos, y varios espectadores se levantaron, aparentemente pensando que la película había terminado, y que podían salir antes que el resto del gentío. "¡Lissa!", gritó uno. "¡No todavía!" Así que volvieron a sentarse.
Pero cuando Kong se derrumbó en la Quinta Avenida, los espectadores fugitivos ignoraron los llamados y se dirigieron hacia la puerta.
Al final de tres horas en el teatro, los que se quedaron aplaudieron. Se encendieron las luces, la canción ‘Mexican Hat Dance’ volvió a sonar en el vestíbulo y en la calle un vagabundo daba bendiciones a cambio de monedas.

14 de febrero de 2006
©washington post
©traducción mQh
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