escapando de las guerrillas
[Indira A. R. Lakshmanan] Una tribu en Colombia emprende peligroso viaje.
Istmina, Colombia. Con apenas sus ropas a la espalda y suficientes bananas para el viaje, la gente de una de las tribus indígenas más antiguas de Colombia está huyendo para salvar sus vidas.
En apretujadas canoas con motor, más de 700 wounaan hicieron un horroroso viaje de trece horas río arriba de sus tierras ancestrales en el oeste de Colombia hace algunos días para escapar de los rebeldes marxistas que han asesinado a dos de los jefes de la tribu y jurado matar a otros catorce que están en su lista negra. Más de la mitad de los aterrados miembros de la tribu se quedaron atrás cuando la comunidad se quedó sin dinero para comprar gasolina para los motores de las canoas.
Los wounaan de la provincia del Chocó están entre los 3 millones de colombianos desplazados que han sido obligados a abandonar sus tierras en los últimos veinte años para escapar de las ejecuciones a manos de grupos rebeldes, el reclutamiento de milicias ilegales, el cultivo forzado de plantas de coca y amapolas y operaciones militares.
La violenta campaña de rebeldes izquierdistas contra el gobierno colombiano ha durado cuatro décadas y ha desaparecido de las primeras planas internacionales, pero la guerra continúa creando una de las poblaciones de desplazados más grandes del mundo. Naciones Unidas dice que Colombia vive una de las peores crisis de refugiados internos desde la Segunda Guerra Mundial y este año Human Rights Watch clasificó la situación de derechos humanos como la más grave de América Latina.
Sólo el año pasado un promedio de 850 personas al día abandonaron sus comunidad en este país de 43 millones de habitantes, de acuerdo a Codhes, un grupo de observadores colombiano independiente que sigue la huella de la gente desplazada. En la capital Bogotá 1.100 nuevas familias de desplazados se han inscrito para recibir asistencia pública el mes pasado, de acuerdo al gobierno.
Con la agresiva política del presidente Álvaro Uribe de reprimir a los grupos rebeldes, las operaciones militares contribuyen a empeorar el problema. Diez por ciento del presupuesto del gobierno se destina a la guerra, mientras que menos de un medio por ciento se destina a aliviar la situación de la gente desplazada.
"Las guerrillas provocan desplazamientos masivos para mostrar al gobierno que ellos controlan el territorio", y los enfrentamientos entre los militares y los rebeldes obligan a huir a comunidades enteras, dice Marco Romero, director de Codhes.
Las víctimas más recientes, los wounaan, son más vulnerables que el resto. Como miembros de una tribu pequeña, temen que perderán su cultura, idioma, religión y modo de vida si permanecen demasiado tiempo separados de su tierra y ríos sagrados. Los indígenas conforman el 2 por diento de la población colombiana y el 8 por ciento de los desplazados, debido a la ubicación estratégica de sus a menudo remotas y fértiles tierras, que son codiciadas tanto por grupos armados como por traficantes de drogas.
Los wounaan se han aferrado a sus tierras durante 500 años de invasión de sus asentamientos -desde conquistadores españoles y colonos afro-colombianos hasta recolectores de caucho, buscadores de oro y fuerzas paramilitares. Pero con el asesinato de dos de sus jefes por las izquierdistas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia FARC hace tres semanas y media, dicen que tomaron la decisión de abandonarlas por primera vez.
"El desplazamiento es lo peor que hay en la vida... En nuestra visión del mundo es el último recurso", dice Euclides Peña Ismare, presidente de la Asociación de Autoridades Indígenas del Pueblo Wounaan, y uno de los líderes en la lista negra de la guerrilla. "Hemos resistido durante años contra la ocupación de nuestro territorio... Pero después de tantos años de resistencia, finalmente no podemos resistir más".
"Tenemos que volver a nuestra tierra", dijo. "Sin la selva, y la tierra, los indígenas no podemos existir".
La gran mayoría de los colombianos desplazados no son nunca capaces de volver a sus tierras debido a que continúan las condiciones que amenazan sus vidas.
De acuerdo a un líder wounaan de 47 años en la lista negra que pidió no ser identificado, en "la zona hay pánico... No hay gasolina, y el resto de nuestra gente no tiene cómo llegar a un lugar seguro... Los grupos armados quieren que plantemos coca, y reclutan a nuestros niños... Pero si los militares entran en nuestro territorio, tememos que las guerrillas se venguen de nosotros, porque nos acusarán de haber llamado al ejército".
En este antiguo pueblo minero río arriba de su tierra, 738 wounaan vivían hacinados ocupando 30 personas un cuarto en cinco sucias estructuras de concreto sin terminar, sin agua potable, servicios sanitarios ni tejados para protegerse de las frecuentes lluvias tropicales. Más de una docena de niños sufrían de tos convulsiva y diarrea.
"El viaje fue terrible. No comimos en todo el día, y la mitad de la gente [en el bote] tuvo que estar dos horas río abajo" porque la sobrecargada embarcación corría el riesgo de volcarse, dijo Eneli Moya mientras desembarcaba a sus cinco hijos de una canoa hace una semana. "Tengo mucho miedo por la gente que quedó allá. Me siento aliviada aquí, pero me gustaría poder volver a casa".
Con apenas un puñado de hamacas colgadas de las paredes de edificios abandonados, la mayoría de los refugiados estaban durmiendo en el suelo de tierra. Los alcaldes de Istmina y la cercana ciudad de Medio San Juan, y la Cruz Roja, han proporcionado alimentos para dos semanas y el gobierno central prometió planchas de hojalata corrugada para el tejado.
Los hombres estaban construyendo dos refugios de madera donados por la diócesis católica, pero una tormenta de horas de duración empapó las coberturas de lona y los postes de madera se combaron con el peso de la lluvia. El aire fétido y un hedor a enfermedad invadía los refugios, con niños llorando acurrucados entre corrientes de agua y padres desesperados y desorientados.
Pero por malas que fueran las condiciones aquí, los jefes wounaan dicen que el riesgo es peor para los que se quedaron atrás. El 30 de marzo los guerrilleros cogieron a Arcelio Peña Guatico, un maestro de 37 años, en su sala de clases. Pocas horas después encontraron su cuerpo, con marcas de tortura.
Dos días después otro maestro y líder de la comunidad, Jhon Jairo Osorio Piraza, fue asesinado por guerrilleros que sacaron de una procesión de botes que se dirigía al funeral de Peña. Cuatro guerrilleros pidieron documentos de identificación a los que iban en los botes, contó un testigo de 57 que pidió que no se divulgara su nombre por temor a represalias.
"Dijeron que el nombre de Jhon Jairo estaba en su lista negra, y que lo iban a retener. Lo golpearon. Estaba sangrando de la boca y la nariz, había sangre en el suelo. Los ataron y colgaron cabeza abajo y nos ordenaron marcharnos", recordó estremeciéndose. "Él estaba llorando... pero sabíamos que si nos quedábamos nos matarían a nosotros también. Me puse a llorar cuando volvimos a la canoa porque sabía que ya estaba muerto".
Fulbio Ismare, 42, está preocupado por el ganado que quedó allá. "Nadie los estará cuidando", dijo, triste. "Si nos volvemos, los animales morirán. No queremos quedarnos aquí, no es nuestra tierra".
La gente desplazada de Colombia, muchos de los cuales son afro-colombianos, subsisten normalmente en la periferia de las grandes ciudades, fundiéndose en las villas miseria sin educación, formación laboral o cuidados médicos. A menudo se ven reducidos a mendigar y son amenazados por pandillas urbanas y prestamistas. Algunos son obligados al comercio sexual o al tráfico de drogas en el extranjero.
En la última década casi 1.8 millones de colombianos desplazados internamente han pedido ayuda al gobierno, aunque los funcionarios reconocen que por una variedad de razones, muchos refugiados internos no se inscriben nunca. Las agencias de ayuda dicen que el verdadero número de desplazados es de casi 3 millones en las últimas dos décadas.
De acuerdo a las propias cifras del gobierno, un 78 por ciento de la gente desplazada no recibe nunca ayuda de emergencia, mientras que un 80 por ciento no tiene seguro médico y 98 por ciento no cuentan con viviendas adecuadas.
La oficina de contabilidad del gobierno de Colombia dice que una familia desplazada promedio recibe apenas un cuarto del subsidio otorgado a la familia de un miliciano que depone las armas.
En septiembre pasado, la Corte Constitucional de Colombia dijo que el gobierno había violado una orden de 2004 para incrementar los servicios a los refugiados internos. Varios ministerios tienen entre un mes y un año de tiempo para solucionar los problemas, o correr el riesgo de multas o de sentencias de prisión para funcionarios responsables. Como primera medida en noviembre el gobierno destinó 2 mil millones de dólares para extender el seguro médico, la vivienda y cubrir otras necesidades básicas de los desplazados hasta 2010.
Roberto Meier, de la agencia de refugiados de la ONU, dijo que confusas líneas de responsabilidad entre las autoridades federales y locales permitían que la gente caiga entre las grietas, con consecuencias potencialmente peligrosas.
"Si no llegamos a esa gente primero... sus problemas sociales explotarán más temprano que tarde", agregó Meier. "Cuando la gente se cansa de pasar frío, de pasar hambre, de no ser capaces de enviar a sus hijos a la escuela, llegan a una situación en que pueden ser reclutados por las guerrillas, los paramilitares o las pandillas".
En apretujadas canoas con motor, más de 700 wounaan hicieron un horroroso viaje de trece horas río arriba de sus tierras ancestrales en el oeste de Colombia hace algunos días para escapar de los rebeldes marxistas que han asesinado a dos de los jefes de la tribu y jurado matar a otros catorce que están en su lista negra. Más de la mitad de los aterrados miembros de la tribu se quedaron atrás cuando la comunidad se quedó sin dinero para comprar gasolina para los motores de las canoas.
Los wounaan de la provincia del Chocó están entre los 3 millones de colombianos desplazados que han sido obligados a abandonar sus tierras en los últimos veinte años para escapar de las ejecuciones a manos de grupos rebeldes, el reclutamiento de milicias ilegales, el cultivo forzado de plantas de coca y amapolas y operaciones militares.
La violenta campaña de rebeldes izquierdistas contra el gobierno colombiano ha durado cuatro décadas y ha desaparecido de las primeras planas internacionales, pero la guerra continúa creando una de las poblaciones de desplazados más grandes del mundo. Naciones Unidas dice que Colombia vive una de las peores crisis de refugiados internos desde la Segunda Guerra Mundial y este año Human Rights Watch clasificó la situación de derechos humanos como la más grave de América Latina.
Sólo el año pasado un promedio de 850 personas al día abandonaron sus comunidad en este país de 43 millones de habitantes, de acuerdo a Codhes, un grupo de observadores colombiano independiente que sigue la huella de la gente desplazada. En la capital Bogotá 1.100 nuevas familias de desplazados se han inscrito para recibir asistencia pública el mes pasado, de acuerdo al gobierno.
Con la agresiva política del presidente Álvaro Uribe de reprimir a los grupos rebeldes, las operaciones militares contribuyen a empeorar el problema. Diez por ciento del presupuesto del gobierno se destina a la guerra, mientras que menos de un medio por ciento se destina a aliviar la situación de la gente desplazada.
"Las guerrillas provocan desplazamientos masivos para mostrar al gobierno que ellos controlan el territorio", y los enfrentamientos entre los militares y los rebeldes obligan a huir a comunidades enteras, dice Marco Romero, director de Codhes.
Las víctimas más recientes, los wounaan, son más vulnerables que el resto. Como miembros de una tribu pequeña, temen que perderán su cultura, idioma, religión y modo de vida si permanecen demasiado tiempo separados de su tierra y ríos sagrados. Los indígenas conforman el 2 por diento de la población colombiana y el 8 por ciento de los desplazados, debido a la ubicación estratégica de sus a menudo remotas y fértiles tierras, que son codiciadas tanto por grupos armados como por traficantes de drogas.
Los wounaan se han aferrado a sus tierras durante 500 años de invasión de sus asentamientos -desde conquistadores españoles y colonos afro-colombianos hasta recolectores de caucho, buscadores de oro y fuerzas paramilitares. Pero con el asesinato de dos de sus jefes por las izquierdistas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia FARC hace tres semanas y media, dicen que tomaron la decisión de abandonarlas por primera vez.
"El desplazamiento es lo peor que hay en la vida... En nuestra visión del mundo es el último recurso", dice Euclides Peña Ismare, presidente de la Asociación de Autoridades Indígenas del Pueblo Wounaan, y uno de los líderes en la lista negra de la guerrilla. "Hemos resistido durante años contra la ocupación de nuestro territorio... Pero después de tantos años de resistencia, finalmente no podemos resistir más".
"Tenemos que volver a nuestra tierra", dijo. "Sin la selva, y la tierra, los indígenas no podemos existir".
La gran mayoría de los colombianos desplazados no son nunca capaces de volver a sus tierras debido a que continúan las condiciones que amenazan sus vidas.
De acuerdo a un líder wounaan de 47 años en la lista negra que pidió no ser identificado, en "la zona hay pánico... No hay gasolina, y el resto de nuestra gente no tiene cómo llegar a un lugar seguro... Los grupos armados quieren que plantemos coca, y reclutan a nuestros niños... Pero si los militares entran en nuestro territorio, tememos que las guerrillas se venguen de nosotros, porque nos acusarán de haber llamado al ejército".
En este antiguo pueblo minero río arriba de su tierra, 738 wounaan vivían hacinados ocupando 30 personas un cuarto en cinco sucias estructuras de concreto sin terminar, sin agua potable, servicios sanitarios ni tejados para protegerse de las frecuentes lluvias tropicales. Más de una docena de niños sufrían de tos convulsiva y diarrea.
"El viaje fue terrible. No comimos en todo el día, y la mitad de la gente [en el bote] tuvo que estar dos horas río abajo" porque la sobrecargada embarcación corría el riesgo de volcarse, dijo Eneli Moya mientras desembarcaba a sus cinco hijos de una canoa hace una semana. "Tengo mucho miedo por la gente que quedó allá. Me siento aliviada aquí, pero me gustaría poder volver a casa".
Con apenas un puñado de hamacas colgadas de las paredes de edificios abandonados, la mayoría de los refugiados estaban durmiendo en el suelo de tierra. Los alcaldes de Istmina y la cercana ciudad de Medio San Juan, y la Cruz Roja, han proporcionado alimentos para dos semanas y el gobierno central prometió planchas de hojalata corrugada para el tejado.
Los hombres estaban construyendo dos refugios de madera donados por la diócesis católica, pero una tormenta de horas de duración empapó las coberturas de lona y los postes de madera se combaron con el peso de la lluvia. El aire fétido y un hedor a enfermedad invadía los refugios, con niños llorando acurrucados entre corrientes de agua y padres desesperados y desorientados.
Pero por malas que fueran las condiciones aquí, los jefes wounaan dicen que el riesgo es peor para los que se quedaron atrás. El 30 de marzo los guerrilleros cogieron a Arcelio Peña Guatico, un maestro de 37 años, en su sala de clases. Pocas horas después encontraron su cuerpo, con marcas de tortura.
Dos días después otro maestro y líder de la comunidad, Jhon Jairo Osorio Piraza, fue asesinado por guerrilleros que sacaron de una procesión de botes que se dirigía al funeral de Peña. Cuatro guerrilleros pidieron documentos de identificación a los que iban en los botes, contó un testigo de 57 que pidió que no se divulgara su nombre por temor a represalias.
"Dijeron que el nombre de Jhon Jairo estaba en su lista negra, y que lo iban a retener. Lo golpearon. Estaba sangrando de la boca y la nariz, había sangre en el suelo. Los ataron y colgaron cabeza abajo y nos ordenaron marcharnos", recordó estremeciéndose. "Él estaba llorando... pero sabíamos que si nos quedábamos nos matarían a nosotros también. Me puse a llorar cuando volvimos a la canoa porque sabía que ya estaba muerto".
Fulbio Ismare, 42, está preocupado por el ganado que quedó allá. "Nadie los estará cuidando", dijo, triste. "Si nos volvemos, los animales morirán. No queremos quedarnos aquí, no es nuestra tierra".
La gente desplazada de Colombia, muchos de los cuales son afro-colombianos, subsisten normalmente en la periferia de las grandes ciudades, fundiéndose en las villas miseria sin educación, formación laboral o cuidados médicos. A menudo se ven reducidos a mendigar y son amenazados por pandillas urbanas y prestamistas. Algunos son obligados al comercio sexual o al tráfico de drogas en el extranjero.
En la última década casi 1.8 millones de colombianos desplazados internamente han pedido ayuda al gobierno, aunque los funcionarios reconocen que por una variedad de razones, muchos refugiados internos no se inscriben nunca. Las agencias de ayuda dicen que el verdadero número de desplazados es de casi 3 millones en las últimas dos décadas.
De acuerdo a las propias cifras del gobierno, un 78 por ciento de la gente desplazada no recibe nunca ayuda de emergencia, mientras que un 80 por ciento no tiene seguro médico y 98 por ciento no cuentan con viviendas adecuadas.
La oficina de contabilidad del gobierno de Colombia dice que una familia desplazada promedio recibe apenas un cuarto del subsidio otorgado a la familia de un miliciano que depone las armas.
En septiembre pasado, la Corte Constitucional de Colombia dijo que el gobierno había violado una orden de 2004 para incrementar los servicios a los refugiados internos. Varios ministerios tienen entre un mes y un año de tiempo para solucionar los problemas, o correr el riesgo de multas o de sentencias de prisión para funcionarios responsables. Como primera medida en noviembre el gobierno destinó 2 mil millones de dólares para extender el seguro médico, la vivienda y cubrir otras necesidades básicas de los desplazados hasta 2010.
Roberto Meier, de la agencia de refugiados de la ONU, dijo que confusas líneas de responsabilidad entre las autoridades federales y locales permitían que la gente caiga entre las grietas, con consecuencias potencialmente peligrosas.
"Si no llegamos a esa gente primero... sus problemas sociales explotarán más temprano que tarde", agregó Meier. "Cuando la gente se cansa de pasar frío, de pasar hambre, de no ser capaces de enviar a sus hijos a la escuela, llegan a una situación en que pueden ser reclutados por las guerrillas, los paramilitares o las pandillas".
27 de abril de 2006
©boston globe
©traducción mQh
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