ejecutado por error 1
[Maurice Possley y Steve Mills] Nuevas evidencias sugieren que una ejecución en Tejas, en 1989, fue un caso de identidad equivocada.
Durante muchos años, pocos pusieron en duda que Carlos De Luna merecía morir.
Su ejecución cerró el libro del fatal apuñalamiento de Wanda López, madre soltera y dependienta de una gasolinera cuyos últimos y desesperados gritos fueron registrados por una grabación del teléfono de emergencias 911.
Arrestado a apenas unas cuadras de la sangrienta escena del crimen, De Luna fue prontamente condenado y sentenciado a muerte, aunque el hombre, que estaba con libertad condicional, proclamó su inocencia e identificó a otro como el asesino.
Pero dieciséis años después de la muerte de De Luna por inyección letal, el Tribune ha descubierto evidencias que sugieren convincentemente que el conocido que mencionó, Carlos Hernández, fue quien asesinó a López en 1983.
Poniendo fin a años de silencio, familiares y amigos de Hernández contaron cómo el violento criminal se fanfarroneó repetidas veces de que De Luna estaba en el corredor de la muerte por un asesinato cometido por él.
La investigación del diario, que incluyó entrevistas con decenas de personas y la revisión de miles de páginas de actas judiciales, muestra que el caso se vio comprometido por una débil identificación de los testigos oculares, una pesquisa policial chapucera y por desdeñar el seguimiento de la pista de Hernández como un posible sospechoso.
Estas revelaciones, que arrojan fuertes dudas sobre la condena de De Luna, no fueron nunca oídas por el jurado.
Su caso representa uno de los ejemplos más convincentes hasta la fecha de la constatación de la ejecución de un recluso que era posiblemente inocente.
Enfrentados a los resultados de la investigación del diario, los fiscales de De Luna todavía creen que condenaron al hombre correcto. Pero el fiscal jefe reconoció que parte de la nueva información le preocupa. Y un antiguo detective policial dijo al Tribune que recibió datos sobre Hernández poco después del crimen y cree ahora que ejecutaron al hombre equivocado.
En este caso no se contó con ADN ni ningún otro tipo de evidencia que pudiera probar conclusivamente la inocencia o culpabilidad de De Luna. La tienda no estaba equipada con una cámara de seguridad que pudiera captar imágenes del asesino.
El diario de enteró del caso de De Luna por una profesor de leyes de la Universidad de Columbia que había empezado a recuperar evidencias que apuntaban en la dirección de Hernández, que murió en 1999.
La posibilidad de que De Luna fuera inocente no fue tomada en cuenta en su apelación final, que se centró en la incapacidad de su abogado de presentar evidencias atenuantes cuando fue sentenciado.
Cuando eso no resultó, y cuando el gobernador de Tejas rechazó otorgarle clemencia, De Luna, 27, aceptó tranquilamente su destino pocos minutos después de la medianoche del 7 de diciembre de 1989. Agradeció al alcaide de la cárcel por haber sido bien tratado por los gendarmes y rezó de rodillas con el capellán del corredor de la muerte.
De Luna, sin cerrar los ojos, fue amarrado con correas a la camilla y le inyectaron los químicos que fluyeron en sus venas. Quince segundos después levantó bruscamente la cabeza y, aparentemente, trató de decir algo.
Pasaron diez segundos más. De Luna volvió a levantar su cabeza y miró al capellán a los ojos. Nuevamente trató de hablar, pero no pudo, y pronto perdió la conciencia.
Ese momento se grabó en la memoria del capellán. Todavía se pregunta qué quería decirle De Luna.
Pidiendo Auxilio
Un frío viernes de febrero de 1983, justo después de las ocho de la tarde, George Aguirre entró con su furgoneta a una gasolinera Sigmor en South Padre Island Drive, una avenida de cuatro vías flanqueada por centros comerciales y restaurantes de comida rápida que va del centro de Corpus Christi hasta el Golfo de México.
Cuando estaba repostando, declararía más tarde Aguirre, un hombre parado fuera de la estación con una lata de cerveza en la mano metió una navaja en su bolsillo y se acercó.
El hombre pidió que lo llevara a un club nocturno.
Cuando Aguirre se negó, el hombre volvió hacia un lado de la gasolinera, y Aguirre entró para advertir a López, 24, la dependienta.
Ella dijo que llamaría a la policía, y Aguirre, el único cliente en la gasolinera, se marchó. Cuando López llamó, un despachador le dijo que los agentes no podían hacer nada, a menos que el hombre entrara.
Minutos más tarde, cuando lo hizo, López volvió a llamar a la policía, y el despachador, Jesse Escochea, recibió la llamada.
"¿Puede enviar a un agente al número 2602 de South Padre Island Drive?", preguntó, según la cinta de la llamada. "Ha entrado un tipo sospechoso con una navaja".
"¿La ha amenazado?", preguntó Escochea.
"No todavía", dijo López, cada vez más alarmada. Luego, hablándole aparentemente al hombre al otro lado del mostrador, dijo: "¿Me puede esperar un minuto?"
"¿Cómo es el tipo?", preguntó Escochea.
"Es mexicano", dijo López, bajando la voz. "Está aquí en el mostrador".
"¿Cómo?", preguntó Escochea.
"No puedo hablar", dijo ella, casi susurrando. Le dijo entonces al hombre: "Gracias".
"No cuelgue", dijo Escochea.
"Okay", dijo López. Luego, al hombre: "Ochenta y cinco centavos".
"¿Dónde está ahora?", preguntó Escochea.
"Aquí", contestó López.
"¿Es un hombre blanco?"
"No".
"¿Negro?"
"No".
"¿Hispano?"
"Sí", dijo ella.
"¿Alto? ¿Chico?", preguntó Escochea.
"Eh, eh", dijo López, forzando la voz para no perder la calma.
"¿Alto?"
"Alto".
"Gracias", le dijo al hombre al otro lado del mostrador.
Escochea continuó: "¿Sacó la navaja?"
"¡No todavía!", dijo López.
"¿Lo tiene en el bolsillo?"
"Eh, eh", dijo ella.
"Está bien", dijo Escochea. "Estamos enviando a alguien".
De repente, López gritó, con pánico: "¿Lo quieres? Te lo doy, te lo doy. ¡No te haré nada! ¡Por favor!"
Cuando el teléfono golpeó el suelo, Escochea difundió un llamado urgente: "¡Tenemos un asalto a mano armada!"
En el trasfondo, se oían los gritos de López.
Casi al mismo tiempo, Kevan Baker, un vendedor de coches, entró a la gasolinera a repostar su Mercury Cougar 1967. Cuando cogía la boquilla de la manguera, oyó un golpe en la ventana de la estación.
Cuando miró, Baker se sorprendió de ver a un hombre forcejeando con una mujer.
López estaba doblada hacia adelante y el hombre estaba tirándola de su pelo largo, empujándola hacia la despensa detrás del mostrador.
"Cuando me volví y los vi, empecé a caminar hacia la puerta, y él la arrojó al suelo y trató de cerrarme el paso en la puerta", declaró Baker más tarde.
"¡No te metas conmigo! ¡Estoy armado!", le dijo el hombre a Baker.
Los dos se miraron a los ojos por unos segundos, dijo Baker, y luego el hombre se marchó. Cuando el asaltante se echó a correr, López salió tambaleando por la puerta.
"Ayúdeme", gimió, cayendo al suelo. "Ayúdeme".
Baker corrió hacia dentro y cogió toallitas de papel para tratar de parar la hemorragia de la herida de navaja que tenía en su lado izquierdo. Cuando salía del local, llegaba el primer coche de policía.
El agente Steve Fowler corrió hacia López.
"Me agaché y le pregunté qué había pasado. Pero cuando vi cómo estaba, estaba...", declaró más tarde Fowler. "No le pregunté más... Estaba muerta".
Sangriento Sitio del Suceso
Unos cuarenta minutos después del asalto, la policía rodeó un camión aparcado en una calle secundaria a algunos cientos de metros de la gasolinera.
"¡No disparen! ¡No disparen!", gritó De Luna.
Estaba sin camisa y descalzo tendido en un charco de agua debajo de una camioneta cuando los agentes lo empujaron al césped de una casa cercana. Tenía 149 dólares en su bolsillo.
Lo esposaron, lo pusieron en la parte de atrás de una patrullera y lo llevaron a la gasolinera Sigmor. Aguirre y Baker fueron llevados, por separado, al coche, donde un agente enfocó la cara de De Luna con su linterna.
Los dos lo identificaron como la persona que habían visto en la gasolinera.
Cuando la policía trasladaba a De Luna a la cárcel, se puso nervioso. "Si me ayudas, te ayudaré yo a ti", dijo una y otra vez a los agentes, de acuerdo a un informe de la policía.
Lo ignoraron, y él, finalmente, no pudo contenerse más: "No lo hice yo. Pero sé quién lo hizo".
Después de que López fuera llevada al hospital, el técnico de evidencias Joel Infante, y la detective Olivia Escobedo empezaron a procesar el sitio del suceso, una tarea que tomaría alrededor de una hora.
La gasolinera, especialmente el área detrás del mostrador, era un lío lleno de sangre, con salpicones de sangre en la máquina utilizada para activar las bombas de gasolina y grandes manchas y charcos en el suelo.
Las chancletas manchadas de sangre de López estaban detrás del mostrador, donde habían quedado aparentemente durante el forcejeo.
Fotografías en el lugar de los hechos muestran una, en el suelo cerca de la caja fuerte de la gasolinera. Había tres billetes de cinco dólares en el suelo detrás del mostrador. Había una cajetilla de cigarrillos encima del mostrador.
En una entrevista reciente, Infante, ahora jubilado, dijo que su trabajo era seguir las indicaciones de Escobedo, tomar fotografías y encargarse de espolvorear para sacar las huellas digitales.
Infante dijo que encontró tres huellas digitales en la gasolinera: dos en la puerta principal y una en el teléfono. Pero era de tan mala calidad que eran inútiles.
No pudo obtener huellas digitales en la navaja que se encontró en el suelo ni en el paquete de cigarrillos en el mostrador. Infante no tomó muestras de sangre en el interior del local.
El día después del asesinato, un hombre que vivía cerca de donde fue arrestado De Luna, halló una camisa blanca y zapatos que, aparentemente, pertenecían a De Luna.
La ropa y los zapatos fueron enviados al laboratorio de criminalística del estado para su análisis. No encontraron sangre.
Historia de Problemas
Cuando fue arrestado por primera vez, a los quince, Carlos De Luna era un chico que había abandonado los estudios y le gustaba esnifar pintura y cola.
Sus antecedentes penales incluirían finalmente casi dos docenas de delitos, la mayoría de ellos infracciones como ebriedad pública, desórdenes, robo de coches y allanamiento de morada. Estuvo entrando y saliendo del reformatorio, pero no fue sino hasta una detención en 1980 que debió cumplir una condena en una prisión para adultos.
Entonces estaba viviendo con familiares en Dallas y trabajaba en un concesionario de Whataburger. Acusado con intento de violación y por conducir un vehículo robado, se negó a refutar la acusación y fue sentenciado a tres años.
En libertad condicional en mayo de 1982, De Luna volvió a Corpus Christi. Poco después asistió a una fiesta de un antiguo compañero de celda y fue acusado de atacar a la madre de 53 años de ese compañero. Ella dijo a la policía que De Luna le quebró tres costillas de un golpe, le quitó la ropa interior, le bajó las bragas y entonces, repentinamente, la dejó.
No fue nunca procesado por la agresión, pero las autoridades lo enviaron de vuelta a la cárcel por infringir el régimen de libertad condicional. Liberado nuevamente en diciembre de ese año, volvió a Corpus Christi y consiguió un trabajo como obrero de la construcción.
Fue detenido casi inmediatamente por ebriedad pública. Durante su detención, De Luna presuntamente se congratuló de haber herido meses antes a un agente de policía y dijo que el agente debería haber sido asesinado.
López fue asesinada dos semanas después de esa detención.
Después de que las autoridades acusaran a De Luna por el homicidio, el tribunal designó al abogado de Corpus Christi, Héctor de Peña, Jr., para defenderlo. Debido a que era el primer caso capital de De Peña, también fue asignado al caso un abogado con experiencia con la pena de muerte, James Lawrence.
No fue sino cinco semanas antes del juicio que Lawrence se reunió con De Luna para conocer su versión de lo que había ocurrido. Lawrence pidió entonces que el tribunal pagara 500 dólares a un investigador privado.
De Luna le dijo a Lawrence que el día del homicidio, él cobró 135.49 dólares por su trabajo como obrero de la construcción y bebió cerveza con unos amigos. Esa noche, dijo, estaba en una pista de patinaje con dos mujeres y salió para dirigirse caminando a un club nocturno para encontrar a alguien que lo llevara a casa.
Dijo que estuvo en el club, al frente de la gasolinera Sigmor, cuando oyó las sirenas. Debido a que había salido de la cárcel con libertad condicional recién hacía algunas semanas, sintió miedo y huyó.
"Recuerdo que nuestro cliente dijo: ‘Yo no lo hice. Tuve que correr porque vi lo que estaba ocurriendo y nadie iba a creerme'", recordó Lawrence.
Mientras huía, perdió la camisa al saltar por una valla, dijo De Luna. También perdió los zapatos, aunque nunca explicó en el tribunal cómo ni por qué.
A medida que se acercaba el juicio, el fiscal Steve Schiwetz, del condado de Nueces, propuso a De Luna el mismo trato que dijo que había ofrecido a otros acusados de homicidio: declararse culpables a cambio de una sentencia a cadena perpetua.
"Yo me inclinaba a tratar de que una persona salvara su vida", recordó Schiwetz.
Pero De Luna lo rechazó, insistiendo en que era inocente.
La estrategia de la defensa era impugnar la identificación de los testigos oculares del estado en el caso de De Luna. Observaron que la noche en que fue asesinada López, las primeras descripciones transmitidas por la radio de la policía mencionaban a un hombre hispano con una sudadera gris o una camisa de franela, no la camisa blanca que De Luna, según la policía, llevaba esa noche.
También querían enfatizar que los análisis del laboratorio de criminalística no pudieron encontrar ni una sola gota de sangre ni en la camisa blanca ni en los zapatos, lo que es sorprendente dada la sangrienta escena del crimen y la versión de Baker de los forcejeos entre López y su agresor.
En vísperas del juicio, De Luna amplió repentinamente su declaración de inocencia diciendo que él había salido de la pista de patinaje esa noche con un conocido.
De Luna dijo a sus abogados que en camino al club, el hombre entró a la gasolinera a comprar cigarrillos, que costaban 85 centavos -la misma cantidad que se oye mencionar a López en la cinta del 911 poco antes de que la apuñalaran.
Este hombre, dijo De Luna, era el verdadero asesino, y su nombre era Carlos Hernández.
Los abogados de De Luna entregaron a la fiscalía el nombre de Hernández. Pero Lawrence y De Peña no pueden recordar si ellos o su investigador revisó la posibilidad de que Hernández matara a López -dejando aparentemente al estado la verificación del alibi de su propio cliente.
Mientras De Luna declararía más tarde que había conocido a Hernández cuando eran adolescentes, la naturaleza exacta de su relación -si eran buenos amigos o simplemente conocidos- es difícil de determinar.
Lo que el fiscal jefe, Schiwetz, sí recuerda es que los abogados de De Luna le contaron que su cliente había conocido a Hernández en la cárcel. Los archivos del condado de Nueces fueron enviados a la detective Escobedo.
Cuando se determinó que los hombres no estuvieron nunca presos al mismo tiempo, Schiwets dejó de interesarse en la afirmación de De Luna.
Convencido de que De Luna era un mentiroso, Schiwetz tenía razón para sentirse seguro en el juicio de julio de 1983. Destruyó eficazmente esa parte del alibi de De Luna de que la noche del crimen estaba en la pista de patinaje con dos mujeres. Durante el interrogatorio de Schiwetz, una de las dos mujeres declaró que ella no estaba en la pista sino en una reunión de mujeres. Y tenía fotos para probarlo.
En cuanto a la afirmación de De Luna de que Hernández cometió el crimen, Schiwetz, al concluir su alegato, también la ridiculizó. Hernández, le dijo al jurado, era un "fantasma".
Sin embargo, Hernández era un conocido de las autoridades, especialmente del co-fiscal del lado de Schiwetz.
Temido por su carácter violento, Hernández tenía otra inclinación característica: Le gustaban las navajas.
Su ejecución cerró el libro del fatal apuñalamiento de Wanda López, madre soltera y dependienta de una gasolinera cuyos últimos y desesperados gritos fueron registrados por una grabación del teléfono de emergencias 911.
Arrestado a apenas unas cuadras de la sangrienta escena del crimen, De Luna fue prontamente condenado y sentenciado a muerte, aunque el hombre, que estaba con libertad condicional, proclamó su inocencia e identificó a otro como el asesino.
Pero dieciséis años después de la muerte de De Luna por inyección letal, el Tribune ha descubierto evidencias que sugieren convincentemente que el conocido que mencionó, Carlos Hernández, fue quien asesinó a López en 1983.
Poniendo fin a años de silencio, familiares y amigos de Hernández contaron cómo el violento criminal se fanfarroneó repetidas veces de que De Luna estaba en el corredor de la muerte por un asesinato cometido por él.
La investigación del diario, que incluyó entrevistas con decenas de personas y la revisión de miles de páginas de actas judiciales, muestra que el caso se vio comprometido por una débil identificación de los testigos oculares, una pesquisa policial chapucera y por desdeñar el seguimiento de la pista de Hernández como un posible sospechoso.
Estas revelaciones, que arrojan fuertes dudas sobre la condena de De Luna, no fueron nunca oídas por el jurado.
Su caso representa uno de los ejemplos más convincentes hasta la fecha de la constatación de la ejecución de un recluso que era posiblemente inocente.
Enfrentados a los resultados de la investigación del diario, los fiscales de De Luna todavía creen que condenaron al hombre correcto. Pero el fiscal jefe reconoció que parte de la nueva información le preocupa. Y un antiguo detective policial dijo al Tribune que recibió datos sobre Hernández poco después del crimen y cree ahora que ejecutaron al hombre equivocado.
En este caso no se contó con ADN ni ningún otro tipo de evidencia que pudiera probar conclusivamente la inocencia o culpabilidad de De Luna. La tienda no estaba equipada con una cámara de seguridad que pudiera captar imágenes del asesino.
El diario de enteró del caso de De Luna por una profesor de leyes de la Universidad de Columbia que había empezado a recuperar evidencias que apuntaban en la dirección de Hernández, que murió en 1999.
La posibilidad de que De Luna fuera inocente no fue tomada en cuenta en su apelación final, que se centró en la incapacidad de su abogado de presentar evidencias atenuantes cuando fue sentenciado.
Cuando eso no resultó, y cuando el gobernador de Tejas rechazó otorgarle clemencia, De Luna, 27, aceptó tranquilamente su destino pocos minutos después de la medianoche del 7 de diciembre de 1989. Agradeció al alcaide de la cárcel por haber sido bien tratado por los gendarmes y rezó de rodillas con el capellán del corredor de la muerte.
De Luna, sin cerrar los ojos, fue amarrado con correas a la camilla y le inyectaron los químicos que fluyeron en sus venas. Quince segundos después levantó bruscamente la cabeza y, aparentemente, trató de decir algo.
Pasaron diez segundos más. De Luna volvió a levantar su cabeza y miró al capellán a los ojos. Nuevamente trató de hablar, pero no pudo, y pronto perdió la conciencia.
Ese momento se grabó en la memoria del capellán. Todavía se pregunta qué quería decirle De Luna.
Pidiendo Auxilio
Un frío viernes de febrero de 1983, justo después de las ocho de la tarde, George Aguirre entró con su furgoneta a una gasolinera Sigmor en South Padre Island Drive, una avenida de cuatro vías flanqueada por centros comerciales y restaurantes de comida rápida que va del centro de Corpus Christi hasta el Golfo de México.
Cuando estaba repostando, declararía más tarde Aguirre, un hombre parado fuera de la estación con una lata de cerveza en la mano metió una navaja en su bolsillo y se acercó.
El hombre pidió que lo llevara a un club nocturno.
Cuando Aguirre se negó, el hombre volvió hacia un lado de la gasolinera, y Aguirre entró para advertir a López, 24, la dependienta.
Ella dijo que llamaría a la policía, y Aguirre, el único cliente en la gasolinera, se marchó. Cuando López llamó, un despachador le dijo que los agentes no podían hacer nada, a menos que el hombre entrara.
Minutos más tarde, cuando lo hizo, López volvió a llamar a la policía, y el despachador, Jesse Escochea, recibió la llamada.
"¿Puede enviar a un agente al número 2602 de South Padre Island Drive?", preguntó, según la cinta de la llamada. "Ha entrado un tipo sospechoso con una navaja".
"¿La ha amenazado?", preguntó Escochea.
"No todavía", dijo López, cada vez más alarmada. Luego, hablándole aparentemente al hombre al otro lado del mostrador, dijo: "¿Me puede esperar un minuto?"
"¿Cómo es el tipo?", preguntó Escochea.
"Es mexicano", dijo López, bajando la voz. "Está aquí en el mostrador".
"¿Cómo?", preguntó Escochea.
"No puedo hablar", dijo ella, casi susurrando. Le dijo entonces al hombre: "Gracias".
"No cuelgue", dijo Escochea.
"Okay", dijo López. Luego, al hombre: "Ochenta y cinco centavos".
"¿Dónde está ahora?", preguntó Escochea.
"Aquí", contestó López.
"¿Es un hombre blanco?"
"No".
"¿Negro?"
"No".
"¿Hispano?"
"Sí", dijo ella.
"¿Alto? ¿Chico?", preguntó Escochea.
"Eh, eh", dijo López, forzando la voz para no perder la calma.
"¿Alto?"
"Alto".
"Gracias", le dijo al hombre al otro lado del mostrador.
Escochea continuó: "¿Sacó la navaja?"
"¡No todavía!", dijo López.
"¿Lo tiene en el bolsillo?"
"Eh, eh", dijo ella.
"Está bien", dijo Escochea. "Estamos enviando a alguien".
De repente, López gritó, con pánico: "¿Lo quieres? Te lo doy, te lo doy. ¡No te haré nada! ¡Por favor!"
Cuando el teléfono golpeó el suelo, Escochea difundió un llamado urgente: "¡Tenemos un asalto a mano armada!"
En el trasfondo, se oían los gritos de López.
Casi al mismo tiempo, Kevan Baker, un vendedor de coches, entró a la gasolinera a repostar su Mercury Cougar 1967. Cuando cogía la boquilla de la manguera, oyó un golpe en la ventana de la estación.
Cuando miró, Baker se sorprendió de ver a un hombre forcejeando con una mujer.
López estaba doblada hacia adelante y el hombre estaba tirándola de su pelo largo, empujándola hacia la despensa detrás del mostrador.
"Cuando me volví y los vi, empecé a caminar hacia la puerta, y él la arrojó al suelo y trató de cerrarme el paso en la puerta", declaró Baker más tarde.
"¡No te metas conmigo! ¡Estoy armado!", le dijo el hombre a Baker.
Los dos se miraron a los ojos por unos segundos, dijo Baker, y luego el hombre se marchó. Cuando el asaltante se echó a correr, López salió tambaleando por la puerta.
"Ayúdeme", gimió, cayendo al suelo. "Ayúdeme".
Baker corrió hacia dentro y cogió toallitas de papel para tratar de parar la hemorragia de la herida de navaja que tenía en su lado izquierdo. Cuando salía del local, llegaba el primer coche de policía.
El agente Steve Fowler corrió hacia López.
"Me agaché y le pregunté qué había pasado. Pero cuando vi cómo estaba, estaba...", declaró más tarde Fowler. "No le pregunté más... Estaba muerta".
Sangriento Sitio del Suceso
Unos cuarenta minutos después del asalto, la policía rodeó un camión aparcado en una calle secundaria a algunos cientos de metros de la gasolinera.
"¡No disparen! ¡No disparen!", gritó De Luna.
Estaba sin camisa y descalzo tendido en un charco de agua debajo de una camioneta cuando los agentes lo empujaron al césped de una casa cercana. Tenía 149 dólares en su bolsillo.
Lo esposaron, lo pusieron en la parte de atrás de una patrullera y lo llevaron a la gasolinera Sigmor. Aguirre y Baker fueron llevados, por separado, al coche, donde un agente enfocó la cara de De Luna con su linterna.
Los dos lo identificaron como la persona que habían visto en la gasolinera.
Cuando la policía trasladaba a De Luna a la cárcel, se puso nervioso. "Si me ayudas, te ayudaré yo a ti", dijo una y otra vez a los agentes, de acuerdo a un informe de la policía.
Lo ignoraron, y él, finalmente, no pudo contenerse más: "No lo hice yo. Pero sé quién lo hizo".
Después de que López fuera llevada al hospital, el técnico de evidencias Joel Infante, y la detective Olivia Escobedo empezaron a procesar el sitio del suceso, una tarea que tomaría alrededor de una hora.
La gasolinera, especialmente el área detrás del mostrador, era un lío lleno de sangre, con salpicones de sangre en la máquina utilizada para activar las bombas de gasolina y grandes manchas y charcos en el suelo.
Las chancletas manchadas de sangre de López estaban detrás del mostrador, donde habían quedado aparentemente durante el forcejeo.
Fotografías en el lugar de los hechos muestran una, en el suelo cerca de la caja fuerte de la gasolinera. Había tres billetes de cinco dólares en el suelo detrás del mostrador. Había una cajetilla de cigarrillos encima del mostrador.
En una entrevista reciente, Infante, ahora jubilado, dijo que su trabajo era seguir las indicaciones de Escobedo, tomar fotografías y encargarse de espolvorear para sacar las huellas digitales.
Infante dijo que encontró tres huellas digitales en la gasolinera: dos en la puerta principal y una en el teléfono. Pero era de tan mala calidad que eran inútiles.
No pudo obtener huellas digitales en la navaja que se encontró en el suelo ni en el paquete de cigarrillos en el mostrador. Infante no tomó muestras de sangre en el interior del local.
El día después del asesinato, un hombre que vivía cerca de donde fue arrestado De Luna, halló una camisa blanca y zapatos que, aparentemente, pertenecían a De Luna.
La ropa y los zapatos fueron enviados al laboratorio de criminalística del estado para su análisis. No encontraron sangre.
Historia de Problemas
Cuando fue arrestado por primera vez, a los quince, Carlos De Luna era un chico que había abandonado los estudios y le gustaba esnifar pintura y cola.
Sus antecedentes penales incluirían finalmente casi dos docenas de delitos, la mayoría de ellos infracciones como ebriedad pública, desórdenes, robo de coches y allanamiento de morada. Estuvo entrando y saliendo del reformatorio, pero no fue sino hasta una detención en 1980 que debió cumplir una condena en una prisión para adultos.
Entonces estaba viviendo con familiares en Dallas y trabajaba en un concesionario de Whataburger. Acusado con intento de violación y por conducir un vehículo robado, se negó a refutar la acusación y fue sentenciado a tres años.
En libertad condicional en mayo de 1982, De Luna volvió a Corpus Christi. Poco después asistió a una fiesta de un antiguo compañero de celda y fue acusado de atacar a la madre de 53 años de ese compañero. Ella dijo a la policía que De Luna le quebró tres costillas de un golpe, le quitó la ropa interior, le bajó las bragas y entonces, repentinamente, la dejó.
No fue nunca procesado por la agresión, pero las autoridades lo enviaron de vuelta a la cárcel por infringir el régimen de libertad condicional. Liberado nuevamente en diciembre de ese año, volvió a Corpus Christi y consiguió un trabajo como obrero de la construcción.
Fue detenido casi inmediatamente por ebriedad pública. Durante su detención, De Luna presuntamente se congratuló de haber herido meses antes a un agente de policía y dijo que el agente debería haber sido asesinado.
López fue asesinada dos semanas después de esa detención.
Después de que las autoridades acusaran a De Luna por el homicidio, el tribunal designó al abogado de Corpus Christi, Héctor de Peña, Jr., para defenderlo. Debido a que era el primer caso capital de De Peña, también fue asignado al caso un abogado con experiencia con la pena de muerte, James Lawrence.
No fue sino cinco semanas antes del juicio que Lawrence se reunió con De Luna para conocer su versión de lo que había ocurrido. Lawrence pidió entonces que el tribunal pagara 500 dólares a un investigador privado.
De Luna le dijo a Lawrence que el día del homicidio, él cobró 135.49 dólares por su trabajo como obrero de la construcción y bebió cerveza con unos amigos. Esa noche, dijo, estaba en una pista de patinaje con dos mujeres y salió para dirigirse caminando a un club nocturno para encontrar a alguien que lo llevara a casa.
Dijo que estuvo en el club, al frente de la gasolinera Sigmor, cuando oyó las sirenas. Debido a que había salido de la cárcel con libertad condicional recién hacía algunas semanas, sintió miedo y huyó.
"Recuerdo que nuestro cliente dijo: ‘Yo no lo hice. Tuve que correr porque vi lo que estaba ocurriendo y nadie iba a creerme'", recordó Lawrence.
Mientras huía, perdió la camisa al saltar por una valla, dijo De Luna. También perdió los zapatos, aunque nunca explicó en el tribunal cómo ni por qué.
A medida que se acercaba el juicio, el fiscal Steve Schiwetz, del condado de Nueces, propuso a De Luna el mismo trato que dijo que había ofrecido a otros acusados de homicidio: declararse culpables a cambio de una sentencia a cadena perpetua.
"Yo me inclinaba a tratar de que una persona salvara su vida", recordó Schiwetz.
Pero De Luna lo rechazó, insistiendo en que era inocente.
La estrategia de la defensa era impugnar la identificación de los testigos oculares del estado en el caso de De Luna. Observaron que la noche en que fue asesinada López, las primeras descripciones transmitidas por la radio de la policía mencionaban a un hombre hispano con una sudadera gris o una camisa de franela, no la camisa blanca que De Luna, según la policía, llevaba esa noche.
También querían enfatizar que los análisis del laboratorio de criminalística no pudieron encontrar ni una sola gota de sangre ni en la camisa blanca ni en los zapatos, lo que es sorprendente dada la sangrienta escena del crimen y la versión de Baker de los forcejeos entre López y su agresor.
En vísperas del juicio, De Luna amplió repentinamente su declaración de inocencia diciendo que él había salido de la pista de patinaje esa noche con un conocido.
De Luna dijo a sus abogados que en camino al club, el hombre entró a la gasolinera a comprar cigarrillos, que costaban 85 centavos -la misma cantidad que se oye mencionar a López en la cinta del 911 poco antes de que la apuñalaran.
Este hombre, dijo De Luna, era el verdadero asesino, y su nombre era Carlos Hernández.
Los abogados de De Luna entregaron a la fiscalía el nombre de Hernández. Pero Lawrence y De Peña no pueden recordar si ellos o su investigador revisó la posibilidad de que Hernández matara a López -dejando aparentemente al estado la verificación del alibi de su propio cliente.
Mientras De Luna declararía más tarde que había conocido a Hernández cuando eran adolescentes, la naturaleza exacta de su relación -si eran buenos amigos o simplemente conocidos- es difícil de determinar.
Lo que el fiscal jefe, Schiwetz, sí recuerda es que los abogados de De Luna le contaron que su cliente había conocido a Hernández en la cárcel. Los archivos del condado de Nueces fueron enviados a la detective Escobedo.
Cuando se determinó que los hombres no estuvieron nunca presos al mismo tiempo, Schiwets dejó de interesarse en la afirmación de De Luna.
Convencido de que De Luna era un mentiroso, Schiwetz tenía razón para sentirse seguro en el juicio de julio de 1983. Destruyó eficazmente esa parte del alibi de De Luna de que la noche del crimen estaba en la pista de patinaje con dos mujeres. Durante el interrogatorio de Schiwetz, una de las dos mujeres declaró que ella no estaba en la pista sino en una reunión de mujeres. Y tenía fotos para probarlo.
En cuanto a la afirmación de De Luna de que Hernández cometió el crimen, Schiwetz, al concluir su alegato, también la ridiculizó. Hernández, le dijo al jurado, era un "fantasma".
Sin embargo, Hernández era un conocido de las autoridades, especialmente del co-fiscal del lado de Schiwetz.
Temido por su carácter violento, Hernández tenía otra inclinación característica: Le gustaban las navajas.
mpossley@tribune.com
smmills@tribune.com
24 de junio de 2006
©chicago tribune
©traducción mQh
audio de la ejecución
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