¿cuánto vale una vida iraquí?
[Andrew J. Bacevich] A pesar de la soberanía de Iraq, el valor de las vidas de los iraquíes lo determinan la ocupación extanjera.
En Iraq, las vidas tienen valores diferentes, y así también las muertes. En esta disparidad reside una importante razón por la que Estados Unidos ha estropeado esta guerra.
En noviembre pasado, en Haditha un destacamento de marines, indignados por la pérdida de un camarada, se volvieron locos, según se dice, y vengaron su muerte matando a dos docenas de transeúntes inocentes. Y en marzo, en Mahmudiyah un grupo de soldados estadounidenses violaron a una joven iraquí y luego la asesinaron junto a otros tres familiares suyos -un crimen aparentemente premeditado por el que un solo soldado norteamericano ha sido acusado. Estos incidentes están entre los cinco últimos casos recientes de muertes que han desencadenado investigaciones de militares norteamericanos. Si las acusaciones se comprueban, Haditha y Mahmudiyah ocuparán merecidamente un lugar junto a Sand Creek, Samar y My Lai en el desgraciado catálogo de atrocidades cometidas por soldados estadounidenses.
Pero recordemos un incidente más reciente, en Samarra. El 30 de mayo, un grupo de soldados estadounidenses que ocupaban un puesto de control abrieron fuego contra un vehículo que pasaba velozmente y que no vio o no pudo obedecer la orden de detenerse. Las dos mujeres en el vehículo murieron baleadas. Una de ellas, Nahiba Huyasif Jassim, 35, estaba embarazada. El bebé también murió. El conductor, el hermano de Jassim, conducía a toda velocidad para llevarla al hospital a que diera a luz. Nadie trató de encubrir el incidente: Representantes de las fuerzas armadas norteamericanas ofrecieron sus condolencias.
Con toda probabilidad, en los meses venideros nos enteraremos de más cosas sobre Haditha y Mahmudiyah, mientras que la historia de Samarra ya ha sido archivada y en gran parte olvidada. Y ese es el problema.
Las muertes en el puesto de control de Samarra no fueron una atrocidad; más probablemente, fue un accidente, un error. Sin embargo, hay muchas evidencias que sugieren que en Iraq ese tipo de incidentes ocurren rutinariamente, con consecuencias morales y políticas que han sido ignoradas durante demasiado tiempo. En realidad, ya no se trata de demostrar una intención consciente: Cualquier acto que resulte en la muerte de civiles iraquíes, por involuntaria que sea, socava la historia de liberación del gobierno de Bush, y hace crecer las filas de los que se oponen a la presencia de Estados Unidos.
El general Tommy Franks, que comandaba las fuerzas estadounidenses cuando entraron en Iraq hace tres años, se hizo famoso por la frase: "Nosotros no contamos a los muertos". Franks estaba hablando en código. Lo que quiso decir era esto: Los militares estadounidenses han aprendido la lección de Vietnam -donde el conteo de las bajas se convirtió en una medida pública, bastante ridiculizada, de victoria- y no tienen la intención de repetir la experiencia. Franks no iba a ser uno de esos generales que pensaba repetir la última guerra.
Desgraciadamente, Franks y otros comandantes de alto rango no han aprendido tanto de Vietnam como lo que han olvidado de esa guerra. Este desdén por contar los cuerpos, especialmente si se trata de los civiles iraquíes ultimados en el curso de operaciones norteamericanas, es una de las razones por las que las fuerzas estadounidenses se encuentran en un atolladero. No es que Estados Unidos tenga aversión a contar las bajas. Contamos a todos los militares que mueren en Iraq, y es lo que hay que hacer. Pero sólo en los últimos meses los jefes militares han empezado a contar -para su uso interno solamente- algo de las grandes cantidades de no-combatientes iraquíes que han muerto por balas y bombas norteamericanas.
Durante los tres primeros años de la guerra, cualquier iraquí que se aventurara demasiado cerca de un convoy americano o de un puesto de control corría el riesgo de ser atacado. Ocurrieron miles de estos episodios de ‘escalada de fuerza'. Ahora el teniente general Peter Chiarelli, comandante de las tropas de tierra norteamericanas en Iraq, ha empezado a reconocer los costes ocultos de ese enfoque. "La gente que nos estaba observando o que nos apoyaba" en el pasado "de hecho han decidido atacarnos", reconoció hace poco.
Durante los primeros días de la resistencia, algunos comandantes norteamericanos parecían indiferentes ante la posibilidad de que el uso de una fuerza excesiva pudiera provocar un contragolpe. Contaban con que el puño de hierro crearía una atmósfera que propiciaría la buena conducta. La idea era no distinguir entre iraquíes ‘buenos' o ‘malos', sino inducir la aprobación por medio de la intimidación.
"Tienes que entender la mentalidad árabe", dijo al New York Times un comandante de una compañía, desplegando la confianza de un Douglas MacArthur meditando sobre los orientales en 1945. "Lo único que entienden es la fuerza -la fuerza, el orgullo, el salvar la cara". Lejos de representar los puntos de vista de unos pocos subordinados, estas ideas penetraron los más altos escalones del comando americano. En su libro ‘Cobra II', Michael R. Gordon y el general Bernard E. Trainor ofrecen este feo comentario de un oficial de alto rango: "Lo único que entienden estos negros de las dunas es la fuerza y estoy a punto de complacerlos".
Ese lenguaje insensible, rebosante de connotaciones racistas y etnocéntricas habla por sí solo. Esas caracterizaciones, como el uso de ‘gook' [amarillos] durante la Guerra de Vietnam, deshumanizan a los iraquíes y al hacerlo permiten tácitamente lo que normalmente es inadmisible. Eso explica Abu Ghraib y Haditha, y demasiadas muertes lamentables, como las de Nahiba Husayif Jassim.
A medida que la guerra entra en su cuarto año, ¿cuántos iraquíes inocentes han muerto a manos de norteamericanos, no como resultado de masacres como las de Haditha, sino debido a accidentes y errores? Los militares no lo saben y, hasta hace poco, no han profesado ningún interés público en saberlo. Los cálculos varían considerablemente, pero la cantidad bordea casi siempre las decenas de miles. Incluso admitiendo el prejuicio antibélico corriente de aquellos que llevan la cuenta de las bajas iraquíes -y admitiendo, también, que los rebeldes tienen mucho más sangre entre sus manos- no hay ninguna duda de que el número de no-combatientes iraquíes matados por las fuerzas norteamericanas exceden de lejos el número de soldados estadounidenses muertos en acciones hostiles, que ahora son algo más de dos mil.
¿Quién asume la responsabilidad de estas muertes iraquíes? ¿Los jóvenes soldados que aprietan el gatillo? ¿Los comandantes que determinan las reglas de combate que privilegian la ‘protección de las tropas' por encima de la protección de vidas inocentes? ¿Los estrategas intelectualmente insolventes que, en primer lugar, envían tropas norteamericanas a Iraq y ahora no ven otra alternativa que seguir machacando allá? ¿La cultura que, para decirlo generosamente, no ha intentado ni entender ni sentir empatía por los habitantes de los países árabes o musulmanes?
No hay respuestas fáciles, pero uno debe reconocer al menos que al lanzar una guerra publicitada como la más alta expresión del idealismo americano, nos hemos metido en un pantano de ambigüedad moral. Decir que "esas cosas pasan", como lo hizo el ministro de Defensa Donald H. Rumsfeld, toda vez que las cosas no salen bien, simplemente no es suficiente.
Dejando de lado las cuestiones morales, el número de bajas iraquíes no-combatientes tiene extensas implicaciones políticas. La violencia mal empleada distancia a los que proclamamos que estamos protegiendo. Le hace el juego a los rebeldes, reforzando su causa y socavando la nuestra. Socava fatalmente la campaña para ganar los corazones y las mentes, sugiriendo por igual a iraquíes y estadounidenses -y quizás en general a los árabes y musulmanes- que los iraquíes son dispensables. Ciertamente, la muerte de Nahiba Husayif Jassim ayudó a su hermano a aclararse su interpretación de la guerra. "Que Dios se vengue de los que americanos y de quienes les trajeron aquí", declaró después del incidente. "No respetan nuestras vidas".
Por supuesto, no era justo. No es que no tengamos respeto por las vidas iraquíes: es simplemente que tenemos menos respeto por ellas que por otras. El actual sistema de indemnizaciones -las compensaciones ofrecidas en casos en los que las tropas norteamericanas reconocen la muerte de un civil iraquí- lo deja en claro. La póliza de un beneficiario de un soldado americano que muere cumpliendo su deber es de 400 mil dólares, mientras que a los ojos del gobierno norteamericano un civil iraquí muerto no vale más que 2.500 dólares en pagos de condolencias -más o menos el precio de una televisión con pantalla plasma.
A pesar de todo lo que se dice sobre Iraq como un país soberano, los ocupantes extranjeros son los que deciden lo que vale una vida iraquí. Y aunque el presidente Bush haya observado en otro contexto, que "toda vida humana es un don precioso de inconmensurable valor", nuestras acciones en Iraq continúan causando la impresión de que las vidas civiles no valen nada en absoluto.
Es urgente que esa impresión cambie. Para empezar, el Pentágono debe superar su aversión a contar los muertos. Necesita medir con meticulosidad -y públicamente- el caos que estamos causando como un subproducto de lo que llamamos liberación. Hacer otra cosa, encogerse de hombros ante la muerte de Nahiba Husayif Jassim como una de esas cosas que pasan en la guerra, sólo refuerza la impresión de que los americanos ven a los iraquíes como menos que humanos. A menos que demostremos con nuestras acciones que valoramos sus vidas tanto como las de nuestras propias tropas, el fracaso estará asegurado.
En noviembre pasado, en Haditha un destacamento de marines, indignados por la pérdida de un camarada, se volvieron locos, según se dice, y vengaron su muerte matando a dos docenas de transeúntes inocentes. Y en marzo, en Mahmudiyah un grupo de soldados estadounidenses violaron a una joven iraquí y luego la asesinaron junto a otros tres familiares suyos -un crimen aparentemente premeditado por el que un solo soldado norteamericano ha sido acusado. Estos incidentes están entre los cinco últimos casos recientes de muertes que han desencadenado investigaciones de militares norteamericanos. Si las acusaciones se comprueban, Haditha y Mahmudiyah ocuparán merecidamente un lugar junto a Sand Creek, Samar y My Lai en el desgraciado catálogo de atrocidades cometidas por soldados estadounidenses.
Pero recordemos un incidente más reciente, en Samarra. El 30 de mayo, un grupo de soldados estadounidenses que ocupaban un puesto de control abrieron fuego contra un vehículo que pasaba velozmente y que no vio o no pudo obedecer la orden de detenerse. Las dos mujeres en el vehículo murieron baleadas. Una de ellas, Nahiba Huyasif Jassim, 35, estaba embarazada. El bebé también murió. El conductor, el hermano de Jassim, conducía a toda velocidad para llevarla al hospital a que diera a luz. Nadie trató de encubrir el incidente: Representantes de las fuerzas armadas norteamericanas ofrecieron sus condolencias.
Con toda probabilidad, en los meses venideros nos enteraremos de más cosas sobre Haditha y Mahmudiyah, mientras que la historia de Samarra ya ha sido archivada y en gran parte olvidada. Y ese es el problema.
Las muertes en el puesto de control de Samarra no fueron una atrocidad; más probablemente, fue un accidente, un error. Sin embargo, hay muchas evidencias que sugieren que en Iraq ese tipo de incidentes ocurren rutinariamente, con consecuencias morales y políticas que han sido ignoradas durante demasiado tiempo. En realidad, ya no se trata de demostrar una intención consciente: Cualquier acto que resulte en la muerte de civiles iraquíes, por involuntaria que sea, socava la historia de liberación del gobierno de Bush, y hace crecer las filas de los que se oponen a la presencia de Estados Unidos.
El general Tommy Franks, que comandaba las fuerzas estadounidenses cuando entraron en Iraq hace tres años, se hizo famoso por la frase: "Nosotros no contamos a los muertos". Franks estaba hablando en código. Lo que quiso decir era esto: Los militares estadounidenses han aprendido la lección de Vietnam -donde el conteo de las bajas se convirtió en una medida pública, bastante ridiculizada, de victoria- y no tienen la intención de repetir la experiencia. Franks no iba a ser uno de esos generales que pensaba repetir la última guerra.
Desgraciadamente, Franks y otros comandantes de alto rango no han aprendido tanto de Vietnam como lo que han olvidado de esa guerra. Este desdén por contar los cuerpos, especialmente si se trata de los civiles iraquíes ultimados en el curso de operaciones norteamericanas, es una de las razones por las que las fuerzas estadounidenses se encuentran en un atolladero. No es que Estados Unidos tenga aversión a contar las bajas. Contamos a todos los militares que mueren en Iraq, y es lo que hay que hacer. Pero sólo en los últimos meses los jefes militares han empezado a contar -para su uso interno solamente- algo de las grandes cantidades de no-combatientes iraquíes que han muerto por balas y bombas norteamericanas.
Durante los tres primeros años de la guerra, cualquier iraquí que se aventurara demasiado cerca de un convoy americano o de un puesto de control corría el riesgo de ser atacado. Ocurrieron miles de estos episodios de ‘escalada de fuerza'. Ahora el teniente general Peter Chiarelli, comandante de las tropas de tierra norteamericanas en Iraq, ha empezado a reconocer los costes ocultos de ese enfoque. "La gente que nos estaba observando o que nos apoyaba" en el pasado "de hecho han decidido atacarnos", reconoció hace poco.
Durante los primeros días de la resistencia, algunos comandantes norteamericanos parecían indiferentes ante la posibilidad de que el uso de una fuerza excesiva pudiera provocar un contragolpe. Contaban con que el puño de hierro crearía una atmósfera que propiciaría la buena conducta. La idea era no distinguir entre iraquíes ‘buenos' o ‘malos', sino inducir la aprobación por medio de la intimidación.
"Tienes que entender la mentalidad árabe", dijo al New York Times un comandante de una compañía, desplegando la confianza de un Douglas MacArthur meditando sobre los orientales en 1945. "Lo único que entienden es la fuerza -la fuerza, el orgullo, el salvar la cara". Lejos de representar los puntos de vista de unos pocos subordinados, estas ideas penetraron los más altos escalones del comando americano. En su libro ‘Cobra II', Michael R. Gordon y el general Bernard E. Trainor ofrecen este feo comentario de un oficial de alto rango: "Lo único que entienden estos negros de las dunas es la fuerza y estoy a punto de complacerlos".
Ese lenguaje insensible, rebosante de connotaciones racistas y etnocéntricas habla por sí solo. Esas caracterizaciones, como el uso de ‘gook' [amarillos] durante la Guerra de Vietnam, deshumanizan a los iraquíes y al hacerlo permiten tácitamente lo que normalmente es inadmisible. Eso explica Abu Ghraib y Haditha, y demasiadas muertes lamentables, como las de Nahiba Husayif Jassim.
A medida que la guerra entra en su cuarto año, ¿cuántos iraquíes inocentes han muerto a manos de norteamericanos, no como resultado de masacres como las de Haditha, sino debido a accidentes y errores? Los militares no lo saben y, hasta hace poco, no han profesado ningún interés público en saberlo. Los cálculos varían considerablemente, pero la cantidad bordea casi siempre las decenas de miles. Incluso admitiendo el prejuicio antibélico corriente de aquellos que llevan la cuenta de las bajas iraquíes -y admitiendo, también, que los rebeldes tienen mucho más sangre entre sus manos- no hay ninguna duda de que el número de no-combatientes iraquíes matados por las fuerzas norteamericanas exceden de lejos el número de soldados estadounidenses muertos en acciones hostiles, que ahora son algo más de dos mil.
¿Quién asume la responsabilidad de estas muertes iraquíes? ¿Los jóvenes soldados que aprietan el gatillo? ¿Los comandantes que determinan las reglas de combate que privilegian la ‘protección de las tropas' por encima de la protección de vidas inocentes? ¿Los estrategas intelectualmente insolventes que, en primer lugar, envían tropas norteamericanas a Iraq y ahora no ven otra alternativa que seguir machacando allá? ¿La cultura que, para decirlo generosamente, no ha intentado ni entender ni sentir empatía por los habitantes de los países árabes o musulmanes?
No hay respuestas fáciles, pero uno debe reconocer al menos que al lanzar una guerra publicitada como la más alta expresión del idealismo americano, nos hemos metido en un pantano de ambigüedad moral. Decir que "esas cosas pasan", como lo hizo el ministro de Defensa Donald H. Rumsfeld, toda vez que las cosas no salen bien, simplemente no es suficiente.
Dejando de lado las cuestiones morales, el número de bajas iraquíes no-combatientes tiene extensas implicaciones políticas. La violencia mal empleada distancia a los que proclamamos que estamos protegiendo. Le hace el juego a los rebeldes, reforzando su causa y socavando la nuestra. Socava fatalmente la campaña para ganar los corazones y las mentes, sugiriendo por igual a iraquíes y estadounidenses -y quizás en general a los árabes y musulmanes- que los iraquíes son dispensables. Ciertamente, la muerte de Nahiba Husayif Jassim ayudó a su hermano a aclararse su interpretación de la guerra. "Que Dios se vengue de los que americanos y de quienes les trajeron aquí", declaró después del incidente. "No respetan nuestras vidas".
Por supuesto, no era justo. No es que no tengamos respeto por las vidas iraquíes: es simplemente que tenemos menos respeto por ellas que por otras. El actual sistema de indemnizaciones -las compensaciones ofrecidas en casos en los que las tropas norteamericanas reconocen la muerte de un civil iraquí- lo deja en claro. La póliza de un beneficiario de un soldado americano que muere cumpliendo su deber es de 400 mil dólares, mientras que a los ojos del gobierno norteamericano un civil iraquí muerto no vale más que 2.500 dólares en pagos de condolencias -más o menos el precio de una televisión con pantalla plasma.
A pesar de todo lo que se dice sobre Iraq como un país soberano, los ocupantes extranjeros son los que deciden lo que vale una vida iraquí. Y aunque el presidente Bush haya observado en otro contexto, que "toda vida humana es un don precioso de inconmensurable valor", nuestras acciones en Iraq continúan causando la impresión de que las vidas civiles no valen nada en absoluto.
Es urgente que esa impresión cambie. Para empezar, el Pentágono debe superar su aversión a contar los muertos. Necesita medir con meticulosidad -y públicamente- el caos que estamos causando como un subproducto de lo que llamamos liberación. Hacer otra cosa, encogerse de hombros ante la muerte de Nahiba Husayif Jassim como una de esas cosas que pasan en la guerra, sólo refuerza la impresión de que los americanos ven a los iraquíes como menos que humanos. A menos que demostremos con nuestras acciones que valoramos sus vidas tanto como las de nuestras propias tropas, el fracaso estará asegurado.
bacevich@bu.edu
Andrew J. Bacevich es profesor de historia y relaciones internacionales en la Universidad de Boston.
9 de julio de 2006
©washington post
©traducción mQh
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