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vida de un comelibros 1


[John Pomfret] La transformación de Zhou Lianchun, de brutal Guardia Rojo en empresario exitoso, resume la historia de la nueva China.
Un horroroso día del verano de 1966, en el campo de la provincia de Jiangsu al norte de China, cien campesinos formaron fila en la trilla de la Brigada de Producción Número 7 en la Cocina Comunal Shen. La trilla hacía las veces de plaza del pueblo, donde pollos y cerdos deambulaban libremente. Zhou Lianchun, un desgarbado niño de once años, de cabeza rapada y andrajosas alpargatas, era el número doce en la fila.
Paf. Paf La cola avanzó. Paf. Paf. Volvió a avanzar otro poco. Zhou llegó al primer lugar. Una mujer de edad mediana, con la sangre escurriendo de su nariz y oídos, estaba frente a él, de rodillas. Echó su mano derecha hacia atrás y, como habían hecho los otros antes que él, abofeteó la mejilla izquierda de la mujer -paf-, y luego la volvió a abofetear con su mano izquierda. Paf. El sudor de sus mejillas se pegó a su piel.
Zhou y sus vecinos estaban aplicando una campaña del partido. Antes esa primavera, el 16 de mayo de 1966, el Comité Central del Partido Comunista ordenó una purga de las influencias indeseables del extranjero y del pasado de China: el capitalismo de Occidente, el revisionismo comunista de la Unión Soviética, y lo que el Presidente Mao Tse-Tung llamaba ‘el feudalismo' de la antigua China.
Mao precipitó la que sería conocida como la Revolución Cultural como un modo de reconquistar el poder tras el desastroso Gran Paso Adelante, su programa económico de fines de los años cincuenta y principio de los sesenta, que había colocado a China al borde del derrumbe. En la región de Zhou Lianchun, las familias fueron concentradas en granjas comunales, donde todos eran obligados a comer juntos en un enorme comedor. Las granjas particulares, el elemento más productivo de la agricultura de la región, fueron prohibidas. En un frenético intento de aumentar la producción de acero, el partido exigió que todos los miembros de la comuna entregaran sus sartenes y carretillas para ser fundidas en hornos en los patios.
Uno de los sobrinos de Zhou murió de hambre; otro sobrino fue abandonado al nacer, envuelto en pañales, en el umbral de la puerta de una oficina del comité del partido. Nunca lo volvieron a ver. Durante el Gran Paso Adelante, en todo el país murieron de hambre más de treinta millones de personas. Zhou y su familia sobrevivieron alimentándose de hierbas, semillas y las acuosas gachas de la cantina comunal. Toda vez que se sentaban a comer, recuerda Zhou, se ponía a llorar a la vista de la raquítica comida que tenía enfrente.
Nacido en 1955 en un pueblo cercano a la ciudad de Dongtai, no muy lejos de la costa del Mar Amarillo, Zhou es el hijo de un campesino y de una mujer a la que los chinos llaman un ‘vientre prestado'. El padre de Zhou la había llevado a su casa a instancias de su esposa, después de que esta descubriera que no podía tener hijos. Zhou llamaba Mamita a su madre biológica, y Mama a la mujer de su padre. Mama llevaba los pies ceñidos y adoraba al niño, colmándolo de libros y otros regalos.
Yo soy el primer extranjero que Zhou Lianchun conoció. De 1980 a 1982, fuimos compañeros en la Universidad de Nanjing, donde yo fui el primero de los estudiantes estadounidenses a los que se permitió estudiar en China tras la muerte del Presidente Mao y la apertura de China hacia el Occidente. Años más tarde, renovamos nuestra amistad cuando yo era corresponsal del Washington Post en China de 1998 a 2004. Esta es su historia, tal como él me la contó.

Ya de niño exhibía Zhou su lado de hombre de negocios, cuando, a los ocho años, vendía rábanos y cangrejos de arena, que los chinos consideran una delicia. El único fertilizante disponible en la región de Zhou era el excremento humano. Su recolección era un popular trabajo de vacaciones entre los niños, similar a la ruta del papel en Estados Unidos. En un relato escrito de su vida, Zhou recuerda su meticulosa búsqueda de excrementos: "Allá va un niño con una pala y una cesta escudriñando los callejones del pueblo. Considerando su concentración, pensarías que se ha levantado al despuntar el día para salir a buscar una cartera perdida. En realidad, está buscando pilas de excremento. Y cuando encuentra una vaporosa montaña de mierda, la expresión de su cara es la de alguien que se ha ganado la lotería".
Zhou tenía once años cuando Mao organizó a los estudiantes del país como Guardias Rojos y los soltó en las calles. Zhou y su unidad de Guardias Rojos marcharon de pueblo en pueblo, golpeando a los que pertenecían a algunos de las cinco castas más despreciadas de la China comunista: los ex terratenientes, los campesinos ricos, los contrarrevolucionarios, los malos elementos y los derechistas.
La mujer de edad mediana atacada tan ferozmente en la trilla del pueblo era una de ellas. Hacía algunos días había parado una pelea entre su hijo y otro niño de la granja, abofeteándolos a ambos. Según la lógica de la Revolución Cultural, estaba automáticamente equivocada, porque su familia había sido clasificada como de ‘campesinos ricos', mientras que el rival de su hijo venía de una familia de ‘campesinos pobres'. El comité de Guardias Rojos de Zhou decidió darle una lección. Movilizaron a toda la brigada de producción, unas cien personas, para darle una prueba de su propia medicina: cientos de bofetadas arrodillada en la plaza del pueblo. Tras la golpiza, la mujer se negó a admitir que había hecho algo malo.
"Cómanse su mierda", gritó a sus agresores.
Entonces Zhou fue enviado a unas letrinas cercanas a recoger excremento en un cubo de madera y diluirlo con agua. El jefe de los Guardias Rojos cogió un cucharón de madera y vertió el acuoso mejunje por la garganta de la mujer. Después de eso, la mujer se quedó callada.
Durante las semanas y meses siguientes, Zhou y su pandilla destruyeron templos budistas, obligaron a los monjes a caminar con rocas en sus espaldas y tachos de basura en sus cabezas, y destruyeron murales con dioses budistas, cubriéndolos con una capa de pintura roja. Cuando se secaban, mandaban a un artista a pintar retratos de Mao encima.
En su búsqueda de contrabando contrarrevolucionario -libros, fotografías, joyas, chucherías, cualquier cosa que representara las ‘Cuatro Males' de Mao (viejas costumbres, vieja cultura, viejos hábitos y viejas ideas)-, la brigada de Zhou volcó colchones, miró en el interior de chimeneas y hurgó en cubas de verduras en conserva. Zhou recuerda que le impresionaban particularmente las hogueras de libros. Pero él no destruyó ninguno de los que tenía en casa. Eso debieron hacerlo su hermana mayor y un primo, los que en un intento de demostrar el celo revolucionario de la familia, saquearon la casa, formaron pilas con los viejos tomos empastados y encendieron ellos mismos las piras. Zhou escondió diez novelas al celo familiar, envolviéndolas en una bolsa de lino que metió en una cripta subterránea, donde su familia almacenaba batatas para el invierno.
Zhou se sentía inmensamente orgulloso de ser un Guardia Rojo y de formar parte, como pensaba entonces, del grupo de niños grandes. "Yo hacía lo que me decían que hiciera, y, a los once, me gustaba", dice. Da igual, por supuesto, que hubiera demostrado una conducta contrarrevolucionaria al ocultar esos libros. Como todos los jóvenes chinos, la primera frase que había aprendido en la escuela era "¡Larga vida al Presidente Mao!" Ejecutar las órdenes del presidente le otorgaba al precoz niño una poderosa sensación de propósito y autoestima. "Mientras más despiadados seamos con los enemigos, más amamos al pueblo", cantaba la brigada.
En septiembre de 1966, su pandilla de Guardias Rojos golpeó despiadadamente a un viejo acusado de haber sido terrateniente. Ese mismo día, temiendo que lo torturasen más, se suicidó. Pero los guardias no habían terminado. Entregaron el cuerpo a sus tres hijos, exigiéndoles que recorrieran el pueblo con su cadáver. Ordenaron a los hijos cortar el cuerpo en tres pedazos y colocarlos en una pocilga. Si alguno de ellos se hubiese negado a hacerlo, habrían sido llamados "prole maldita de la clase feudal" y procesados judicialmente.
Un objetivo importante de la Revolución Cultural era la familia, el último bastión de la cultura confuciana tradicional. Durante siglos, la moral en China había estado enraizada en la veneración de los ancianos y del árbol genealógico. La gente no se desgraciaba a sí misma a los ojos de Dios, sino a los ojos de sus ancestros. Pero Mao estaba determinado a crear una nueva moral. Durante la Revolución Cultural, los hermanos fueron azuzados contra sus hermanas, los hijos contra sus padres, las esposas contra sus maridos. Se esperaba que la gente espiara a sus seres queridos, porque eran ellos los que conocían sus sentimientos más íntimos. China fue convertida en una sociedad de chivatos. El soplón se convirtió en héroe de la revolución.
Zhou recuerda sus años en la Guardia Roja durante un almuerzo de fideos con carne en una moderna cafetería de Nanjing llamada Magazine -una estructura de dos pisos de cristal y mármol falso, con sofás y camareras con gorras de béisbol. Zhou admite no tener remordimientos por lo que hizo. "En China", dice, "nadie admite haber torturado, y todos dicen que fueron víctimas. Pero saca la cuenta. Si tenemos tantas víctimas, es porque también tenemos muchos torturadores".
A los quince, a Zhou le entregaron un grupo de once personas a las que dirigir él solo en ‘trabajo ideológico', un eufemismo para torturas y humillaciones. Una de las que estaba en la lista era su Mama, la que, aunque no era su madre biológica, era la mujer que lo había criado como hijo.
Zhou se encargó de la tarea de denunciar a su madre sin el menor titubeo. Bajo el ojo vigilante de sus mayores revolucionarios, Zhou la obligó a recitar un catecismo maoísta que ninguno de los dos comprendía. "El partido tiene siempre la razón. Larga vida a la dictadura del proletariado. Larga vida al Presidente Mao".
Esto duró varios días en la trilla pública. Después de cada sesión, Zhou y su madre volvían juntos a casa. Ella preparaba entonces la cena para él y el resto de su familia, sin mencionar nunca lo que ocurría durante su diaria humillación pública. Zhou nunca golpeó a su Mama ni la hizo arrodillarse sobre cristales rotos o guijarros. No tenía que hacerlo. Había aprendido a hacerla temblar de miedo con métodos más simples: enseñándole los dientes, mirándola con una mirada demente.
Años más tarde, mucho después de su desilusión con el Partido Comunista, Zhou volvió a su pueblo e hizo algo inusual y osado. Hizo un estudio de la devastación que llevó su brigada de Guardias Rojos a su pueblo de 2.500 habitantes. De acuerdo a su estudio, su brigada quemó dos toneladas de libros, saqueó y destruyó cinco templos budistas y cuatro santuarios taoístas, y cortó en pedazos cientos de viejos grabados -dragones, fénices, elfos y pájaros- de los aleros de los patios de viejas casonas. Decenas de sus víctimas fueron agredidas seriamente. Tras las golpizas, se suicidaron diez personas.
Y todavía se asombra: "¿Cómo crees tú que puede sanar una sociedad que justificaba -no, no justificaba, ordenaba- ese tipo de conducta? ¿Tú crees que se puede?"

16 de julio de 2006
©washington post
©traducción mQh
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