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la partida de rumsfeld


La desaparición de Rumsfeld es bienvenida, pero no suficiente.
Lo que quiera que sea que se haya logrado con estas elecciones -y todavía tenemos que ver si ha terminado con el rencor y la desconfianza, que definen la actual política norteamericana-, los votantes dejaron en claro que quieren un cambio de dirección en Iraq. Líderes demócratas y republicanos por igual determinaron que tenía que empezar con el remplazo de Donald Rumsfeld como ministro de Defensa.
El presidente Bush demostró haber oído la segunda parte del mensaje y finalmente se deshizo del hombre cuyas malas decisiones e inepto liderazgo causaron gran parte del caos en Iraq. Pero todavía no está claro si ha oído la primera parte, que es la más importante. En su rueda de prensa, Bush estaba todavía hablando sobre la victoria exactamente en los mismos términos que usó antes de la votación, y no dejó en claro que estuviera dispuesto a abrir su mente a un verdadero cambio de estrategia.
El reto para el sucedor de Rumsfeld, Robert Gates, que fue el asesor de seguridad nacional del padre de Bush y luego director de la CIA, será lograr que Bush se dé cuenta de lo grave que es la situación en Iraq y de que la conducción de la guerra debería ser dictada por la realidad y no por ideologías.
Es posible que nadie hubiera podido convertir la invasión de Iraq en un éxito, dadas las fisuras que surgieron a la superficie en la sociedad iraquí tras la caída de Saddam Hussein. Pero nunca lo sabremos, ya que la escasez de tropas norteamericanas y la falta de una planificación de posguerra hicieron el desastre inevitable. Rumsfeld debía marcharse simplemente porque fracasó en su trabajo. Es la negación de esa realidad lo que explica probablemente por qué el presidente lo mantuvo hasta que las enormes pérdidas republicanas en las urnas el martes le torcieron la mano.
Antes de que dirigiera la invasión de Iraq, Rumsfeld prometió que como ministro de Defensa transformaría a las fuerza armadas norteamericanas para prepararlas para las guerras del siglo 21. Bush ha citado los progresos que se están haciendo en ese frente como una de las razones por las que quiere que Rumsfeld se quede. Pero -en una movida familiar en su gobierno- los cambios han sido más retóricos que reales.
Una verdadera transformación de las fuerzas armadas habría significado cambiar el oneroso armamento de la guerra fría, como submarinos de ataque y stealth fighters, por aviones robot y buques más rápidos y ligeros, y fuerzas terrestres más móviles. Rumsfeld nunca tuvo interés -ni la voluntad política- para hacer eso. En lugar de eso, compró la paz con el congreso y los jefes de las fuerzas armadas manteniendo bajos los niveles de fuerzas terrestres para seguir pagando los inflados costes de un armamento innecesario. Creó una fuerza pequeña de gran movilidad, pero demasiado pequeña como para pacificar Iraq.
Rumsfeld no tenía nada más que hacer como ministro de Defensa, excepto continuar defendiendo políticas fracasadas y juguetear con irrealizables estrategias. La mayoría de los hombres y mujeres que formarán parte del nuevo congreso llegaron a esa conclusión, independientemente de sus afiliaciones partidistas. Ayer Bush afirmaba que estaba abierto a los cambios y mencionó repetidas veces el informe de una comisión bipartidista sobre Iraq que se dará a conocer pronto. Pero todavía estamos esperando algún signo de que Bush se ha dado cuenta de la urgencia del desastre que se desarrolla en Iraq como algo más que un problema político. La partida de Rumsfeld es apenas un primer paso. Ha de ser seguido por un cambio más importante en política exterior en el que las tropas estadounidenses puedan volver a casa sin dejar un desastre allá en Iraq.

9 de noviembre de 2006
©new york times
©traducción mQh
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