soldado de la guerra fría
[Henry Kissinger] Kissinger sobre el ministro de la Guerra Fría.
Dean Acheson es quizás el ministro de estado más vilipendiado de la historia de Estados Unidos en la época moderna. Robert L. Beisner, en ‘Dean Acheson: A Life in the Cold War', su extensa y reflexiva interpretación de la gestión de Acheson, cita a un académico que, con meticulosa pedantería, descubre que durante los cuatro años -1949 a 1953- en que Acheson fue ministro de estado, los republicanos hicieron 1.268 declaraciones hostiles sobre él en el hemiciclo del Senado y sólo siete favorables (se pregunta uno por qué).
La historia ha sido más amable con Acheson. Los elogios para él se han convertido en cuestión de partido. Los ministros de estado designados por el partido de sus antiguos torturadores lo describen como un ejemplo ideal; Condoleezza Rice es el ejemplo más reciente. Treinta y cinco años después de su muerte, Acheson ha alcanzado el estatus de un icono. Y esto es cuanto más extraordinario si se considera su personalidad tan fuera de lo común, tan en desacuerdo con el período actual, en el que la eminencia parece ser tolerable sólo en las ropas del sentido común.
El porte elegante, el bigote erizado, la ropa hecha en la Bond Street, el ingenio mordaz, su extraordinaria capacidad de análisis, acompañada de un desafiante rechazo a poner la otra mejilla, delataban una afirmación de lo idiosincrásico sobre lo convencional. Acheson era un hombre de grandes principios, cuyo héroe era Oliver Wendell Holmes Jr., un iconoclasta de Boston Brahmin modelado por el siglo diecinueve, y cuyo mejor amigo era Felix Frankfurter, el genial hijo de una familia de inmigrantes judíos.
Aunque Acheson sirvió durante la transición cuando Estados Unidos emergía como una potencia mundial y gozaba del monopolio nuclear, la escala de gobierno era todavía relativamente pequeña, y Washington era todavía una ciudad bastante provincial. Sus conflictos políticos no eran diseñados por asesores de relaciones públicas ni probados en grupos de enfoque; eran personales. Que los funcionarios superiores deban permanecer insípidamente leales mientras su sinceridad o el honor está siendo atacado sistemáticamente no fue nunca parte del código de Acheson. Eso explica la escena, inimaginable hoy, cuando Acheson, en palabras del autor, en una audiencia ante el Comité de Asignaciones del Senado, advirtió al senador Kenneth Wherry, de Nebraska, que no moviera su sucio dedo en su cara. Cuando Wherry persistió, Acheson se levantó y le lanzó un puñetazo al senatorial tábano, que fue evitado a último momento cuando Adrian Fisher, el asesor jurídico del Departamento de Estado, cogió a Acheson con sus brazos y lo llevó a su silla.
Cuando Acheson fue nombrado ministro de estado, Estados Unidos había recién empezado su viaje hacia la intervención global. África era todavía una colonia; Gran Bretaña dominaba en gran parte de Oriente Medio; la democracia india tenía apenas dos años; Alemania y Japón eran todavía países ocupados. El debate no giraba sobre las aspiraciones hegemónicas, sino sobre si el país debía o no actuar independientemente en el plano internacional, sin eludir intervenciones permanentes. Fue apropiado que Acheson titulara sus memorias como ‘Present at the Creation'.
La posición del ministro de estado es potencialmente la más satisfactoria del gobierno, excepto la presidencia. Su alcance es global; a fin de cuentas, descansa sobre supuestos cuasi-filosóficos sobre la naturaleza del mundo y la relación de orden y progreso y el interés nacional. En la ausencia de un marco conceptual similar, la incoherencia acecha frente a la diaria tarea de redefinir las relaciones de Estados Unidos con el mundo a través de los miles de mensajes de las casi 200 delegaciones diplomáticas y el constante flujo de comunicación desde el Departamento Ejecutivo -todo esto con el telón de fondo del enlace con el Congreso y las pesquisas de la prensa.
Acheson sirvió como subsecretario y luego como ministro durante el período en que la gente que no tiene conocimiento directo de la amenaza permanente a su seguridad desde los primeros días de la República, debe ser obligada a reconocer que su participación permanente en el mundo era indispensable para la paz y la seguridad. Inevitablemente, esta percepción fue dolorosa y lenta, si acaso en realidad se ha alcanzado en estos días. Es por esto que Acheson era atacado desde los dos lados del espectro político, por aquellos que, en un extremo, insistían en la intervención mediante la victoria total sobre la amenaza, y, por otro lado, por aquellos que pensaban que, para comenzar, no existía esa amenaza, o al menos no una que necesitara la respuesta fanática de Acheson.
En este remolino, Acheson realizó las cinco tareas principales de todo ministro de estado: la identificación del peligro; la elaboración de una estrategia para combatirlo; la organización y motivación de la burocracia en el Departamento de Estado y en otras dependencias; convencer a la opinión pública norteamericana; e implementar la diplomacia norteamericana en otros países. Estas tareas requieren la más estrecha colaboración entre el presidente y el ministro de estado; los ministros de estado que buscan basar su influencia en las prerrogativas de su oficina, son invariablemente marginados. Los presidentes no pueden ser obligados a actuar según un organigrama administrativo; para que un ministro de estado sea efectivo, él o ella deben meterse, para decirlo de alguna manera, en la cabeza del presidente. Esto es lo que explica que Acheson haya insistido en ver a Truman casi todos los días que pasaban en la misma ciudad y por qué su amistad fue tan crucial para los logros de los años de Truman.
Ningún ministro de estado pueden realizar estas tareas con igual capacidad -aunque Acheson estuvo más cerca que cualquier otro del período moderno. Su principal reto era definir un marco conceptual en el que basar la participación de Estados Unidos en asuntos del mundo. Beisner, un ex presidente de la Sociedad de Historiadores de las Relaciones Exteriores de Estados Unidos, describe este proceso en detalle y con especial énfasis en el creciente debate con George Kennan. Acheson convirtió el seminal artículo de Kennan, ‘The Sources of Soviet Conduct', en el principio operacional de la política exterior estadounidense. Lo interpretó en el sentido de que creía que la tarea de la política exterior era crear situaciones de poder en torno a la periferia soviética, que disuadiera toda tentación de agresión. Las negociaciones con la Unión Soviética debían ser aplazadas hasta que estas situaciones de poder fuesen alcanzadas; todo intento de utilizar las vías diplomáticas prematuramente, ciertamente socavarían la tarea principal.
La prioridad más importante de Acheson en los años inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, fue reconstruir Europa Occidental y crear una comunidad atlántica para hacer frente a lo que entonces era percibido como el coloso soviético. Con el Plan Marshall, la creación de la OTAN y el retorno de Alemania y Japón a la comunidad de naciones. construyó la estructura que sostuvo a la democracia durante la guerra fría,. Pero Acheson fue menos preciso en cuanto al papel de la diplomacia en este proceso, una vez que se completase la fase arquitectónica.
Kennan representaba la otra tendencia del pensamiento estadounidense. Rechazaba lo que consideraba que era la militarización de sus propias opiniones, inaugurando un debate que aún continúa. En el fondo, Acheson creía que las situaciones de poder sería auto-implementadas, y minimizó la importancia del enfoque diplomático con respecto al adversario. Kennan planteó el tema de cómo ganarse la aquiescencia soviética en el proceso e instó a negociar, incluso mientras se estaba construyendo la última estructura. Acheson trataba la diplomacia como una consecuencia más o menos sistemática de un despliegue estratégico; Kennan la veía como una empresa autónoma, que dependía fundamentalmente de las habilidades diplomáticas. El peligro del enfoque de Acheson ha sido el estancamiento y la gradual desilusión del público con la situación de tablas. El peligro del enfoque de Kennan ha sido que la diplomacia se convierta en un ejercicio técnico en agudas diferencias y así se conviertan en contemporización. Cómo fundir las dos tendencias de modo que la fuerza militar y la diplomacia se apoyen mutuamente y así la estrategia nacional se convierta en una red fluida, es la esencia de la controversia nacional.
Beisner nos muestra cómo el fracaso en hacerlo con respecto a la Guerra de Corea, fue la causa del único gran error de la gestión de Acheson: al principio, dejó a Corea fuera del perímetro norteamericano de defensa (aunque esto en la época era visto como sentido común), y, más tarde, la incapacidad de coordinar las operaciones militares después de que Estados Unidos hubiese cruzado el paralelo 38 con algunos objetivos diplomáticamente realizables.
Para alguien como yo, que conocía a Acheson, el retrato de Beisner no captura siempre la viveza de su personalidad, que emerge quizás sobre todo como una lista de excentricidades. La relación de Acheson con la Casa Blanca de Nixon, y con el presidente Nixon mismo, es dejada de lado arrogantemente como resultado del ego y de la vanidad del viejo. Como actor de todos estos encuentros, considero que esa relación es un ejemplo de la amplitud de miras de Acheson. Nixon lanzó ataques básicamente inolvidables contra Acheson durante su campaña de 1952, para la vicepresidencia. Pero cuando se acercó a Acheson, fue recibido con la consideración que Acheson creía que debía a la oficina, como una suerte de lealtad al país. Acheson trataba las preguntas de Nixon reflexivamente, con precisión, sin intentar adularlo, en búsqueda de su concepción del servicio nacional y, a diferencia de los asesores externos, sin ofrecer consejos no solicitados.
En el libro de Beisner, Acheson emerge como el más importante ministro de relaciones exteriores en el período de posguerra en el alcance de su plan, su capacidad de implementarlo, los extraordinarios asociados de quienes se rodeaba y la nobleza de su conducta personal. Era impaciente con los relativistas, que buscaban poner fin a las complejidad de las decisiones, postulando la equivalencia moral de Estados Unidos y la Unión Soviética. Sus valores eran absolutos, pero también sabía que los estadistas son juzgados por la historia más allá de los debates contemporáneos, y esto exige una voluntad de plantearse grandes objetivos en fases, cada uno de los cuales es imperfecto en términos absolutos.
Este fue el tema del discurso de Acheson en la Academia de Guerra de 1951: "No había más ríos que cruzar, sino innumerables problemas que se estiraban en el futuro... Los estadounidenses deben plantearse ‘objetivos limitados', y cooperar con otros, pues parte fundamental del poder americano es la ‘capacidad de invocar el apoyo de otros -una habilidad casi tan importante como la capacidad de imponerse'".
La importancia de esa percepción no ha cambiado nada con el tiempo.
La historia ha sido más amable con Acheson. Los elogios para él se han convertido en cuestión de partido. Los ministros de estado designados por el partido de sus antiguos torturadores lo describen como un ejemplo ideal; Condoleezza Rice es el ejemplo más reciente. Treinta y cinco años después de su muerte, Acheson ha alcanzado el estatus de un icono. Y esto es cuanto más extraordinario si se considera su personalidad tan fuera de lo común, tan en desacuerdo con el período actual, en el que la eminencia parece ser tolerable sólo en las ropas del sentido común.
El porte elegante, el bigote erizado, la ropa hecha en la Bond Street, el ingenio mordaz, su extraordinaria capacidad de análisis, acompañada de un desafiante rechazo a poner la otra mejilla, delataban una afirmación de lo idiosincrásico sobre lo convencional. Acheson era un hombre de grandes principios, cuyo héroe era Oliver Wendell Holmes Jr., un iconoclasta de Boston Brahmin modelado por el siglo diecinueve, y cuyo mejor amigo era Felix Frankfurter, el genial hijo de una familia de inmigrantes judíos.
Aunque Acheson sirvió durante la transición cuando Estados Unidos emergía como una potencia mundial y gozaba del monopolio nuclear, la escala de gobierno era todavía relativamente pequeña, y Washington era todavía una ciudad bastante provincial. Sus conflictos políticos no eran diseñados por asesores de relaciones públicas ni probados en grupos de enfoque; eran personales. Que los funcionarios superiores deban permanecer insípidamente leales mientras su sinceridad o el honor está siendo atacado sistemáticamente no fue nunca parte del código de Acheson. Eso explica la escena, inimaginable hoy, cuando Acheson, en palabras del autor, en una audiencia ante el Comité de Asignaciones del Senado, advirtió al senador Kenneth Wherry, de Nebraska, que no moviera su sucio dedo en su cara. Cuando Wherry persistió, Acheson se levantó y le lanzó un puñetazo al senatorial tábano, que fue evitado a último momento cuando Adrian Fisher, el asesor jurídico del Departamento de Estado, cogió a Acheson con sus brazos y lo llevó a su silla.
Cuando Acheson fue nombrado ministro de estado, Estados Unidos había recién empezado su viaje hacia la intervención global. África era todavía una colonia; Gran Bretaña dominaba en gran parte de Oriente Medio; la democracia india tenía apenas dos años; Alemania y Japón eran todavía países ocupados. El debate no giraba sobre las aspiraciones hegemónicas, sino sobre si el país debía o no actuar independientemente en el plano internacional, sin eludir intervenciones permanentes. Fue apropiado que Acheson titulara sus memorias como ‘Present at the Creation'.
La posición del ministro de estado es potencialmente la más satisfactoria del gobierno, excepto la presidencia. Su alcance es global; a fin de cuentas, descansa sobre supuestos cuasi-filosóficos sobre la naturaleza del mundo y la relación de orden y progreso y el interés nacional. En la ausencia de un marco conceptual similar, la incoherencia acecha frente a la diaria tarea de redefinir las relaciones de Estados Unidos con el mundo a través de los miles de mensajes de las casi 200 delegaciones diplomáticas y el constante flujo de comunicación desde el Departamento Ejecutivo -todo esto con el telón de fondo del enlace con el Congreso y las pesquisas de la prensa.
Acheson sirvió como subsecretario y luego como ministro durante el período en que la gente que no tiene conocimiento directo de la amenaza permanente a su seguridad desde los primeros días de la República, debe ser obligada a reconocer que su participación permanente en el mundo era indispensable para la paz y la seguridad. Inevitablemente, esta percepción fue dolorosa y lenta, si acaso en realidad se ha alcanzado en estos días. Es por esto que Acheson era atacado desde los dos lados del espectro político, por aquellos que, en un extremo, insistían en la intervención mediante la victoria total sobre la amenaza, y, por otro lado, por aquellos que pensaban que, para comenzar, no existía esa amenaza, o al menos no una que necesitara la respuesta fanática de Acheson.
En este remolino, Acheson realizó las cinco tareas principales de todo ministro de estado: la identificación del peligro; la elaboración de una estrategia para combatirlo; la organización y motivación de la burocracia en el Departamento de Estado y en otras dependencias; convencer a la opinión pública norteamericana; e implementar la diplomacia norteamericana en otros países. Estas tareas requieren la más estrecha colaboración entre el presidente y el ministro de estado; los ministros de estado que buscan basar su influencia en las prerrogativas de su oficina, son invariablemente marginados. Los presidentes no pueden ser obligados a actuar según un organigrama administrativo; para que un ministro de estado sea efectivo, él o ella deben meterse, para decirlo de alguna manera, en la cabeza del presidente. Esto es lo que explica que Acheson haya insistido en ver a Truman casi todos los días que pasaban en la misma ciudad y por qué su amistad fue tan crucial para los logros de los años de Truman.
Ningún ministro de estado pueden realizar estas tareas con igual capacidad -aunque Acheson estuvo más cerca que cualquier otro del período moderno. Su principal reto era definir un marco conceptual en el que basar la participación de Estados Unidos en asuntos del mundo. Beisner, un ex presidente de la Sociedad de Historiadores de las Relaciones Exteriores de Estados Unidos, describe este proceso en detalle y con especial énfasis en el creciente debate con George Kennan. Acheson convirtió el seminal artículo de Kennan, ‘The Sources of Soviet Conduct', en el principio operacional de la política exterior estadounidense. Lo interpretó en el sentido de que creía que la tarea de la política exterior era crear situaciones de poder en torno a la periferia soviética, que disuadiera toda tentación de agresión. Las negociaciones con la Unión Soviética debían ser aplazadas hasta que estas situaciones de poder fuesen alcanzadas; todo intento de utilizar las vías diplomáticas prematuramente, ciertamente socavarían la tarea principal.
La prioridad más importante de Acheson en los años inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, fue reconstruir Europa Occidental y crear una comunidad atlántica para hacer frente a lo que entonces era percibido como el coloso soviético. Con el Plan Marshall, la creación de la OTAN y el retorno de Alemania y Japón a la comunidad de naciones. construyó la estructura que sostuvo a la democracia durante la guerra fría,. Pero Acheson fue menos preciso en cuanto al papel de la diplomacia en este proceso, una vez que se completase la fase arquitectónica.
Kennan representaba la otra tendencia del pensamiento estadounidense. Rechazaba lo que consideraba que era la militarización de sus propias opiniones, inaugurando un debate que aún continúa. En el fondo, Acheson creía que las situaciones de poder sería auto-implementadas, y minimizó la importancia del enfoque diplomático con respecto al adversario. Kennan planteó el tema de cómo ganarse la aquiescencia soviética en el proceso e instó a negociar, incluso mientras se estaba construyendo la última estructura. Acheson trataba la diplomacia como una consecuencia más o menos sistemática de un despliegue estratégico; Kennan la veía como una empresa autónoma, que dependía fundamentalmente de las habilidades diplomáticas. El peligro del enfoque de Acheson ha sido el estancamiento y la gradual desilusión del público con la situación de tablas. El peligro del enfoque de Kennan ha sido que la diplomacia se convierta en un ejercicio técnico en agudas diferencias y así se conviertan en contemporización. Cómo fundir las dos tendencias de modo que la fuerza militar y la diplomacia se apoyen mutuamente y así la estrategia nacional se convierta en una red fluida, es la esencia de la controversia nacional.
Beisner nos muestra cómo el fracaso en hacerlo con respecto a la Guerra de Corea, fue la causa del único gran error de la gestión de Acheson: al principio, dejó a Corea fuera del perímetro norteamericano de defensa (aunque esto en la época era visto como sentido común), y, más tarde, la incapacidad de coordinar las operaciones militares después de que Estados Unidos hubiese cruzado el paralelo 38 con algunos objetivos diplomáticamente realizables.
Para alguien como yo, que conocía a Acheson, el retrato de Beisner no captura siempre la viveza de su personalidad, que emerge quizás sobre todo como una lista de excentricidades. La relación de Acheson con la Casa Blanca de Nixon, y con el presidente Nixon mismo, es dejada de lado arrogantemente como resultado del ego y de la vanidad del viejo. Como actor de todos estos encuentros, considero que esa relación es un ejemplo de la amplitud de miras de Acheson. Nixon lanzó ataques básicamente inolvidables contra Acheson durante su campaña de 1952, para la vicepresidencia. Pero cuando se acercó a Acheson, fue recibido con la consideración que Acheson creía que debía a la oficina, como una suerte de lealtad al país. Acheson trataba las preguntas de Nixon reflexivamente, con precisión, sin intentar adularlo, en búsqueda de su concepción del servicio nacional y, a diferencia de los asesores externos, sin ofrecer consejos no solicitados.
En el libro de Beisner, Acheson emerge como el más importante ministro de relaciones exteriores en el período de posguerra en el alcance de su plan, su capacidad de implementarlo, los extraordinarios asociados de quienes se rodeaba y la nobleza de su conducta personal. Era impaciente con los relativistas, que buscaban poner fin a las complejidad de las decisiones, postulando la equivalencia moral de Estados Unidos y la Unión Soviética. Sus valores eran absolutos, pero también sabía que los estadistas son juzgados por la historia más allá de los debates contemporáneos, y esto exige una voluntad de plantearse grandes objetivos en fases, cada uno de los cuales es imperfecto en términos absolutos.
Este fue el tema del discurso de Acheson en la Academia de Guerra de 1951: "No había más ríos que cruzar, sino innumerables problemas que se estiraban en el futuro... Los estadounidenses deben plantearse ‘objetivos limitados', y cooperar con otros, pues parte fundamental del poder americano es la ‘capacidad de invocar el apoyo de otros -una habilidad casi tan importante como la capacidad de imponerse'".
La importancia de esa percepción no ha cambiado nada con el tiempo.
Henry A. Kissinger fue ministro de relaciones exteriores desde el 22 de septiembre de 1973 hasta el 20 de enero de 1977. Es presidente de Kissinger Associates, un firma consultora internacional.
Libro reseñado: Dean Acheson. A Life in the Cold War.
Robert L. Beisner
Ilustrado, 800 pp.
Oxford University Press
$35.
15 de octubre de 2006
©new york times
©traducción mQh
0 comentarios