hombre herido
[Damien Cave] Cuando las balas lo alteran todo.
Bagdad, Iraq. El sargento Héctor Leija recorrió la cocina con la vista, buscando armas. Al otro lado de la pared, en el apartamento vecino, una aterrorizada familia chií se acurrucaba en torno a una estufa, acunando a un bebé.
Ya habían pasado las nueve de la mañana ese miércoles, en la Calle Haifa en el centro de Bagdad, y el crack-crack de las ametralladoras había estado sonando desde el amanecer. Más de mil soldados norteamericanos e iraquíes habían llegado a ese laberinto de altos edificios y casuchas para desalojar al creciente nido de combatientes sunníes y chiíes que pelean por el control de la zona.
La operación militar conjunta ha sido llamada el primer paso hacia la recuperación de la seguridad iraquí. Pero esta mañana, en los dos oscuros apartamentos del tercer piso en la Calle Haifa, esa promesa parecía lejana. Lo que estaba cerca, y dolorosamente cerca, eran los costes de la escalante guerra callejera que ha atrapado a soldados norteamericanos y transeúntes iraquíes entre dos grupos en guerra.
Y como la mayoría de los días aquí, una bala lo cambió todo.
Empezó a las nueve y cuarto.
"¡Ayuda!", gritó alguien. "¡Hombre herido!"
"El sargento Leija está herido en la cabeza!", chilló el especialista Evan Woollis, su voz penetrando el apartamento de la familia iraquí. Los soldados de la sección del sargento, parte del Equipo de Combate de la Brigada de Asalto, corrían de un apartamento a otro.
En la pequeña cocina, se podía ver un único agujero de la bala en la ventana de cristales ahumados que daba al norte.
El jefe de la sección, el sargento primero Marc Biletski, ordenó a sus hombres que se agacharan y se alejaran de las ventanas, y sacó al sargento Leija de la cocina y lo empujó al salón.
"Okey, todo el mundo, vamos a relajarnos", dijo el sargento Biletski. Pero estaba temblando de pies a cabeza.
Relajarse simplemente no era posible. Había quince pies de suelo y una puerta de metal de tres pulgadas de grosor entre el lugar donde cayó el sargento Leija y el salón, fuera de la línea de fuego. Los tiros pasaban en ráfagas, su origen oscurecido por los ecos en los edificios de cemento.
"No me fastidies, Doc", gritó el sargento Biletski al médico de la sección, el soldado raso Aaron Barnum, que estaba tirando frenéticamente del chaleco del sargento Leija para quitarle peso del pecho. "No me fastidies".
Dos minutos más tarde, tres soldados corrieron a ayudar, arrastrando al sargento desde la cocina. Un equipo de evacuación médica llegó a toda prisa y lo trasladó a un vehículo blindado Stryker, a eso de las nueve y veinte. Se quejaba cuando lo bajaron por las escaleras, en una camilla.
Los hombres de la sección siguieron en el salón, paralizados. Tenían un problema. El casco, el chaleco, los pertrechos y el arma, así como las cosas de al menos otro soldado, todavía estaban en el área expuesta de la cocina. Tenían que recuperarlas. Pero ¿cómo?
"No sabemos si tenemos amigos en ese edificio", dijo el sargento Richard Coleman, refiriéndose al complejo de cemento a unos metros de donde el sargento Leija había quedado herido. El sargento Biletski, 39, decidió esperar. Pidió otra unidad para allanar y limpiar el edificio de al lado.
La unidad extra necesitaba tiempo, y se perdieron. Los hombres guardaban silencio. El sargento B, como lo llaman sus soldados, estaba cerca de la pared más alejada de la cocina, fuera del campo de visión de la amplia ventana sombreada. El sargento Woollis, el soldado raso Barnum, el sargento Coleman y el especialista Terry Wilsom se sentaron a su alrededor.
Juntos, solos, atrapados en la oscura habitación con la sangre de su camarada en el suelo, trataron de entender que había pasado. Quizás el francotirador vio la silueta del sargento Leija reflejada en la ventana y disparó. O quizás el disparo había sido accidental, dijeron, hecho desde abajo por soldados del ejército iraquí que estaban moviéndose entre los edificios.
El sargento Woollis citó la evidencia disponible: una herida de entrada justo debajo del casco, con la salida arriba. Dijo que el tiro debía provenir del suelo.
No se suponía que los iraquíes hubieran llegado. El plan era que el pelotón del sargento Leija trabajara todo el día con una unidad del ejército iraquí. Pero después de llegar tarde al primer edifico, los iraquíes siguieron avanzando, abandonando a los norteamericanos y dirigiéndose hacia el norte, sin revisar decenas de apartamentos en el área.
Los soldados iraquíes debajo de la ventana de la cocina habían nuevamente saltado hacia delante. Un oficial norteamericano dijo más tarde que los iraquíes mostraban su valentía al avanzar hacia las áreas de fuego más intenso.
Pero el pelotón del sargento Leija no tenía comunicación con sus contrapartes iraquíes, y debido a que era una operación iraquí -como enfatizaron repetidas veces altos oficiales-, los norteamericanos no podían ordenar a los iraquíes a retroceder en orden. No había nada que pudieran hacer.
9:40 a.m.
Un soldado iraquí entra corriendo y se detiene, aparentemente sorprendido por los norteamericanos sentados a su alrededor. Estaban en el centro de un salón ensombrecido, a pulgadas de los ensangrentados vendajes en la alfombra.
"¡Aléjate de la ventana!"
Los soldados gritaron a su intérprete, un iraquí enmascarado al que llamaban Santana. Entre sus gritos y su urgente árabe, el soldado iraquí entendió. Se alejó lentamente.
Pocos minutos después volvió a ocurrir. Esta vez, el iraquí desapareció.
"¿Qué parte de ‘francotirador' no entiendes?", gritó el sargento Boletski. Los otros soldados maldijeron y llamaron idiotas a los iraquíes. Todavía no estaban seguros de si un soldado iraquí había sido culpable de la herida del sargento Leija, pero dijeron que lo último que querían era tener otro herido. En un momento de emoción, el soldado Barnum dijo: "Si lo hieren, no lo trataré".
Cuando el segundo iraquí también se marchó, retornó un agobiante silencio. La oscuridad deja a la gente sola para llorar. "¿Estás bien?", preguntó el sargento B a cada uno de los soldados. Algunos asintieron. Algunos dijeron sí.
El soldaro Barnum se levantó, mirando hacia la cocina, ansioso por recuperar los pertrechos. Con un pie atrás, y el otro hacia adelante, parecía un esprínter. "Yo puedo alcanzarlo, sargento", dijo. "Yo puedo".
El edificio de al lado no había sido allanado todavía por los norteamericanos. La respuesta fue no.
"No puedo perder a otro hombre", dijo el sargento B. "Si lo hiciera, yo fracasaría. Ya fracasé una vez, y no volveré a fracasar".
El silencio invadió la habitación. Algunos volvieron las caras. "Usted no falló, señor", dijo uno de los hombres, su voz distorsionada por el sonido del esfuerzo por contener las lágrimas. "Usted no falló".
9:55 a.m.
El penetrante llanto de un niño era fácilmente identificable, incluso si se intensificaba el tiroteo allá fuera. Provenía del apartamento de al lado. El ejército iraquí también había estado allí. En una entrevista antes de que el sargento Leija fuera herido, los tres jóvenes iraquíes dijeron que su padre había sido llevado por los soldados.
"Alguien de por allá" -apuntaron en otro sentido que la Calle Haifa, hacia las hileras de chozas de adobe - "les dijo que teníamos armas", dijo un joven, que parecía tener unos dieciocho años.
Estaba sentado en un sillón. A su derecha, su hermana mayor llevaba un niño en una manta; su hermana menor, de unos dieciséis, estaba sentada al otro lado.
El joven dijo que la familia era chií. Dijo que los soplones eran sunníes que querían hacerse con su apartamento.
Era imposible verificar la veracidad de sus protestas, pero estaba lejos del único dato desconcertante del día. Esa mañana temprano, un niño iraquí de unos ocho años, se había acercado al sargento Leija. Quería contar a los norteamericanos sobre unos terroristas que se ocultaban en las barriadas detrás de los edificios de apartamentos en el lado oriente de la Calle Haifa.
El sargento Leija, un afable hombre de 27 años, de Raymondville, Tejas, lo ignoró. Él y otros soldados dijeron que era imposible saber si el niño estaba diciendo la verdad o si los estaba conduciendo hacia una emboscada.
Eso es la inteligencia en Iraq, en resumen, dijeron: existe siempre la amenaza de ser emboscado, de ser atacado.
De acuerdo a la familia, el ejército iraquí no parecía preocuparse por esas perspectivas. Los tres jóvenes iraquíes dijeron que estaban felices con la llegada de los norteamericanos. Quizás les podían ayudar a encontrar a su padre.
10:50 a.m.
El sargento Coleman trató de usar una fregona para recuperar los pertrechos, y fracasó. Estaba demasiado lejos. Desde el ataque, había pasado más de una hora, y después de que no hubieran señales de disparos desde la ventana de la cocina, el sargento B autorizó al soldado Barnum a lanzarse en una loca carrera para recuperar los equipos.
El soldado Barnum esperó durante varios minutos en la puerta, escudriñando la esquina, espiando. Luego avanzó, apretándose contra la pared cerca de la ventana para bajar el ángulo, parar, y luego volver a toda velocidad al equipo de camuflaje.
Crack -un solo disparo. El soldado Barnum miró hacia atrás, hacia la ventana de cocina, sus ojos estrujados de miedo. Su ritmo se aceleró. Limpió las recámaras de las armas y las arrojó al salón. Luego lanzó los chalecos y la cizalla.
Recogió el casco del sargento, lo acunó en sus brazos, y entonces hizo el último y peligroso trayecto de vuelta al salón, su uniforme indeleblemente manchado con la sangre de su amigo. No hubo vítores para él cuando llegó. Fue un acto de valentía que nació del horror, y los hombres parecían ansiosos por marcharse.
Cuando el soldado Barnum envolvió cautelosamente el casco en una toalla, se inclinó y se derramó la sangre.
11:15 a.m.
El sargento B estaba sentado en una silla frente a los dos apartamentos y utilizaba el radio para saber si deberían volver a la base o seguir avanzando. Le dijeron que aguantara hasta después de bombardeo de un edificio a quinientos metros de ahí.
La sección, buscando cobertura, volvió al apartamento del iraquí, donde encontraron a la familia, como antes -en el sillón, en la oscuridad, en torno a la estufa.
El especialista Wilson continuó la conversación que había empezado antes de la balacera, dos horas antes. Entonces el joven iraquí dijo nuevamente que el ejército iraquí se había llevado a su padre. "¿Volverás para ayudarme?", preguntó.
"No lo llevamos nosotros", dijo el especialista Wilson. "Se lo llevaron los iraquíes. Si no ha hecho nada malo, ya debería estar volviendo".
La familia iraquí asintió, como hubiesen oído antes la misma historia.
Hablando juntos -ninguno de ellos dio su nombre-, dijeron que habían vivido en el apartamento durante dieciséis años. Hace diez días, antes de que llegaran los norteamericanos, los sunníes les dijeron que matarían a todos los chiíes del edificio si no se marchaban inmediatamente. Así que tuvieron que refugiarse en un vecindario en el sur de Bagdad, donde algunos chiíes habían empezado a reunirse en casas abandonadas. Pero nuevamente surgió otra amenaza: marcharse o morir. Así que hace menos de una semana, la familia volvió a la Calle Haifa.
Y ahora, se preparaba otro bombardeo.
El sargento B dijo a la familia que volvieran al cuarto trasero, por su propia seguridad. Preguntó si querían llevarse la estufa con ellos (no quisieron) y recordó a todos a mantener la boca abierta para proteger su oído interno de las
ondas de choque del bombardeo.
Una bomba, luego otras siete explosiones incluso más ruidosas, sacudieron el polvo de las paredes. Una de las explosiones provino de un proyectil de mortero que impactó en el edificio, dijo el soldado. La familia se quedó, pero para los norteamericanos tenían que marcharse.
12:30 p.m.
Durante las siguientes horas, la sección combinó carreras por entre los callejones abiertos con períodos de tranquilidad en casas vacías. Bajo lo que sonaba como una balacera permanente, los soldados avanzaron detrás de los soldados iraquíes, siguiéndoles de cerca.
En un momento, los iraquíes detuvieron a un hombre que, dijeron, tenía videos de sí mismo matando a soldados norteamericanos. Los soldados iraquíes le golpearon en la cabeza cuando pasaron junto a él.
Una hora más tarde, un francotirador hirió a dos soldados iraquíes que estaban revisando un apartamento ocupado ilegalmente, como dos adolescentes. El soldado Barnum vendó sus heridas con vendas norteamericanas. Él y el resto de la sección estaban dentro, donde se habían refugiado.
"Aléjense de las ventanas", repetía una y otra vez el sargento B. El punto era claro: que no vuelva a ocurrir. No lo estropees.
4 p.m.
Abajo en el vestíbulo de un edificio semi abandonado en la Calle Haifa, el sargento y sus hombres se sentaron en el suelo, exhaustos. Estaban esperando que volviera su Stryker, para poder marcharse a la base. En catorce horas, habían recorrido un tramo de ocho edificios en la Calle Haifa. Se suponía que tenían que allanar dieciocho.
Arriba, soldados iraquíes revisaban las habitaciones y se acomodaban en los apartamentos vacíos. Muchos eran amplios, incluso lujosos, con ascensores que abrían a amplios corredores y grandiosos salones salpicados por el sol de la tarde.
Durante el régimen de Saddam Hussein, la Calle Haifa había sido favorecida por funcionarios del Partido Baaz y extranjeros adinerados. Los actuales residentes parecían haber desalojado recién el apartamento, pues un tubo lleno de crema de afeitar se encontraba todavía en el cuarto de baño. En el salón del apartamento, se había acomodado una banda de soldados iraquíes, descansando en sillones con tapiz azul y escuchando un partido de fútbol en una radio que habían encontrado en un armario.
Parecían a gusto, como si estuvieran esperando que los llamaran a cenar.
Entretanto, el sargento B y el especialista Woollis hablaron sobre lo que comerían cuando volvieran a casa en California. Se pusieron de acuerdo en perritos calientes picantes, y hamburguesas.
El sargento B dijo que extrañaba a su hijo de trece, que estaba creciendo sin él, jugando fútbol, aprendiendo a ser hombre con un padre ausente. Tras diecisiete años en el ejército, dijo, estaba pensando que quizás su familia ya había soportado lo suficiente.
"No sé cómo se puede hacer esto", dijo, "y no sufrir algún daño".
Unas horas más tarde, llegó la noticia: el sargento Leija había muerto.
Ya habían pasado las nueve de la mañana ese miércoles, en la Calle Haifa en el centro de Bagdad, y el crack-crack de las ametralladoras había estado sonando desde el amanecer. Más de mil soldados norteamericanos e iraquíes habían llegado a ese laberinto de altos edificios y casuchas para desalojar al creciente nido de combatientes sunníes y chiíes que pelean por el control de la zona.
La operación militar conjunta ha sido llamada el primer paso hacia la recuperación de la seguridad iraquí. Pero esta mañana, en los dos oscuros apartamentos del tercer piso en la Calle Haifa, esa promesa parecía lejana. Lo que estaba cerca, y dolorosamente cerca, eran los costes de la escalante guerra callejera que ha atrapado a soldados norteamericanos y transeúntes iraquíes entre dos grupos en guerra.
Y como la mayoría de los días aquí, una bala lo cambió todo.
Empezó a las nueve y cuarto.
"¡Ayuda!", gritó alguien. "¡Hombre herido!"
"El sargento Leija está herido en la cabeza!", chilló el especialista Evan Woollis, su voz penetrando el apartamento de la familia iraquí. Los soldados de la sección del sargento, parte del Equipo de Combate de la Brigada de Asalto, corrían de un apartamento a otro.
En la pequeña cocina, se podía ver un único agujero de la bala en la ventana de cristales ahumados que daba al norte.
El jefe de la sección, el sargento primero Marc Biletski, ordenó a sus hombres que se agacharan y se alejaran de las ventanas, y sacó al sargento Leija de la cocina y lo empujó al salón.
"Okey, todo el mundo, vamos a relajarnos", dijo el sargento Biletski. Pero estaba temblando de pies a cabeza.
Relajarse simplemente no era posible. Había quince pies de suelo y una puerta de metal de tres pulgadas de grosor entre el lugar donde cayó el sargento Leija y el salón, fuera de la línea de fuego. Los tiros pasaban en ráfagas, su origen oscurecido por los ecos en los edificios de cemento.
"No me fastidies, Doc", gritó el sargento Biletski al médico de la sección, el soldado raso Aaron Barnum, que estaba tirando frenéticamente del chaleco del sargento Leija para quitarle peso del pecho. "No me fastidies".
Dos minutos más tarde, tres soldados corrieron a ayudar, arrastrando al sargento desde la cocina. Un equipo de evacuación médica llegó a toda prisa y lo trasladó a un vehículo blindado Stryker, a eso de las nueve y veinte. Se quejaba cuando lo bajaron por las escaleras, en una camilla.
Los hombres de la sección siguieron en el salón, paralizados. Tenían un problema. El casco, el chaleco, los pertrechos y el arma, así como las cosas de al menos otro soldado, todavía estaban en el área expuesta de la cocina. Tenían que recuperarlas. Pero ¿cómo?
"No sabemos si tenemos amigos en ese edificio", dijo el sargento Richard Coleman, refiriéndose al complejo de cemento a unos metros de donde el sargento Leija había quedado herido. El sargento Biletski, 39, decidió esperar. Pidió otra unidad para allanar y limpiar el edificio de al lado.
La unidad extra necesitaba tiempo, y se perdieron. Los hombres guardaban silencio. El sargento B, como lo llaman sus soldados, estaba cerca de la pared más alejada de la cocina, fuera del campo de visión de la amplia ventana sombreada. El sargento Woollis, el soldado raso Barnum, el sargento Coleman y el especialista Terry Wilsom se sentaron a su alrededor.
Juntos, solos, atrapados en la oscura habitación con la sangre de su camarada en el suelo, trataron de entender que había pasado. Quizás el francotirador vio la silueta del sargento Leija reflejada en la ventana y disparó. O quizás el disparo había sido accidental, dijeron, hecho desde abajo por soldados del ejército iraquí que estaban moviéndose entre los edificios.
El sargento Woollis citó la evidencia disponible: una herida de entrada justo debajo del casco, con la salida arriba. Dijo que el tiro debía provenir del suelo.
No se suponía que los iraquíes hubieran llegado. El plan era que el pelotón del sargento Leija trabajara todo el día con una unidad del ejército iraquí. Pero después de llegar tarde al primer edifico, los iraquíes siguieron avanzando, abandonando a los norteamericanos y dirigiéndose hacia el norte, sin revisar decenas de apartamentos en el área.
Los soldados iraquíes debajo de la ventana de la cocina habían nuevamente saltado hacia delante. Un oficial norteamericano dijo más tarde que los iraquíes mostraban su valentía al avanzar hacia las áreas de fuego más intenso.
Pero el pelotón del sargento Leija no tenía comunicación con sus contrapartes iraquíes, y debido a que era una operación iraquí -como enfatizaron repetidas veces altos oficiales-, los norteamericanos no podían ordenar a los iraquíes a retroceder en orden. No había nada que pudieran hacer.
9:40 a.m.
Un soldado iraquí entra corriendo y se detiene, aparentemente sorprendido por los norteamericanos sentados a su alrededor. Estaban en el centro de un salón ensombrecido, a pulgadas de los ensangrentados vendajes en la alfombra.
"¡Aléjate de la ventana!"
Los soldados gritaron a su intérprete, un iraquí enmascarado al que llamaban Santana. Entre sus gritos y su urgente árabe, el soldado iraquí entendió. Se alejó lentamente.
Pocos minutos después volvió a ocurrir. Esta vez, el iraquí desapareció.
"¿Qué parte de ‘francotirador' no entiendes?", gritó el sargento Boletski. Los otros soldados maldijeron y llamaron idiotas a los iraquíes. Todavía no estaban seguros de si un soldado iraquí había sido culpable de la herida del sargento Leija, pero dijeron que lo último que querían era tener otro herido. En un momento de emoción, el soldado Barnum dijo: "Si lo hieren, no lo trataré".
Cuando el segundo iraquí también se marchó, retornó un agobiante silencio. La oscuridad deja a la gente sola para llorar. "¿Estás bien?", preguntó el sargento B a cada uno de los soldados. Algunos asintieron. Algunos dijeron sí.
El soldaro Barnum se levantó, mirando hacia la cocina, ansioso por recuperar los pertrechos. Con un pie atrás, y el otro hacia adelante, parecía un esprínter. "Yo puedo alcanzarlo, sargento", dijo. "Yo puedo".
El edificio de al lado no había sido allanado todavía por los norteamericanos. La respuesta fue no.
"No puedo perder a otro hombre", dijo el sargento B. "Si lo hiciera, yo fracasaría. Ya fracasé una vez, y no volveré a fracasar".
El silencio invadió la habitación. Algunos volvieron las caras. "Usted no falló, señor", dijo uno de los hombres, su voz distorsionada por el sonido del esfuerzo por contener las lágrimas. "Usted no falló".
9:55 a.m.
El penetrante llanto de un niño era fácilmente identificable, incluso si se intensificaba el tiroteo allá fuera. Provenía del apartamento de al lado. El ejército iraquí también había estado allí. En una entrevista antes de que el sargento Leija fuera herido, los tres jóvenes iraquíes dijeron que su padre había sido llevado por los soldados.
"Alguien de por allá" -apuntaron en otro sentido que la Calle Haifa, hacia las hileras de chozas de adobe - "les dijo que teníamos armas", dijo un joven, que parecía tener unos dieciocho años.
Estaba sentado en un sillón. A su derecha, su hermana mayor llevaba un niño en una manta; su hermana menor, de unos dieciséis, estaba sentada al otro lado.
El joven dijo que la familia era chií. Dijo que los soplones eran sunníes que querían hacerse con su apartamento.
Era imposible verificar la veracidad de sus protestas, pero estaba lejos del único dato desconcertante del día. Esa mañana temprano, un niño iraquí de unos ocho años, se había acercado al sargento Leija. Quería contar a los norteamericanos sobre unos terroristas que se ocultaban en las barriadas detrás de los edificios de apartamentos en el lado oriente de la Calle Haifa.
El sargento Leija, un afable hombre de 27 años, de Raymondville, Tejas, lo ignoró. Él y otros soldados dijeron que era imposible saber si el niño estaba diciendo la verdad o si los estaba conduciendo hacia una emboscada.
Eso es la inteligencia en Iraq, en resumen, dijeron: existe siempre la amenaza de ser emboscado, de ser atacado.
De acuerdo a la familia, el ejército iraquí no parecía preocuparse por esas perspectivas. Los tres jóvenes iraquíes dijeron que estaban felices con la llegada de los norteamericanos. Quizás les podían ayudar a encontrar a su padre.
10:50 a.m.
El sargento Coleman trató de usar una fregona para recuperar los pertrechos, y fracasó. Estaba demasiado lejos. Desde el ataque, había pasado más de una hora, y después de que no hubieran señales de disparos desde la ventana de la cocina, el sargento B autorizó al soldado Barnum a lanzarse en una loca carrera para recuperar los equipos.
El soldado Barnum esperó durante varios minutos en la puerta, escudriñando la esquina, espiando. Luego avanzó, apretándose contra la pared cerca de la ventana para bajar el ángulo, parar, y luego volver a toda velocidad al equipo de camuflaje.
Crack -un solo disparo. El soldado Barnum miró hacia atrás, hacia la ventana de cocina, sus ojos estrujados de miedo. Su ritmo se aceleró. Limpió las recámaras de las armas y las arrojó al salón. Luego lanzó los chalecos y la cizalla.
Recogió el casco del sargento, lo acunó en sus brazos, y entonces hizo el último y peligroso trayecto de vuelta al salón, su uniforme indeleblemente manchado con la sangre de su amigo. No hubo vítores para él cuando llegó. Fue un acto de valentía que nació del horror, y los hombres parecían ansiosos por marcharse.
Cuando el soldado Barnum envolvió cautelosamente el casco en una toalla, se inclinó y se derramó la sangre.
11:15 a.m.
El sargento B estaba sentado en una silla frente a los dos apartamentos y utilizaba el radio para saber si deberían volver a la base o seguir avanzando. Le dijeron que aguantara hasta después de bombardeo de un edificio a quinientos metros de ahí.
La sección, buscando cobertura, volvió al apartamento del iraquí, donde encontraron a la familia, como antes -en el sillón, en la oscuridad, en torno a la estufa.
El especialista Wilson continuó la conversación que había empezado antes de la balacera, dos horas antes. Entonces el joven iraquí dijo nuevamente que el ejército iraquí se había llevado a su padre. "¿Volverás para ayudarme?", preguntó.
"No lo llevamos nosotros", dijo el especialista Wilson. "Se lo llevaron los iraquíes. Si no ha hecho nada malo, ya debería estar volviendo".
La familia iraquí asintió, como hubiesen oído antes la misma historia.
Hablando juntos -ninguno de ellos dio su nombre-, dijeron que habían vivido en el apartamento durante dieciséis años. Hace diez días, antes de que llegaran los norteamericanos, los sunníes les dijeron que matarían a todos los chiíes del edificio si no se marchaban inmediatamente. Así que tuvieron que refugiarse en un vecindario en el sur de Bagdad, donde algunos chiíes habían empezado a reunirse en casas abandonadas. Pero nuevamente surgió otra amenaza: marcharse o morir. Así que hace menos de una semana, la familia volvió a la Calle Haifa.
Y ahora, se preparaba otro bombardeo.
El sargento B dijo a la familia que volvieran al cuarto trasero, por su propia seguridad. Preguntó si querían llevarse la estufa con ellos (no quisieron) y recordó a todos a mantener la boca abierta para proteger su oído interno de las
ondas de choque del bombardeo.
Una bomba, luego otras siete explosiones incluso más ruidosas, sacudieron el polvo de las paredes. Una de las explosiones provino de un proyectil de mortero que impactó en el edificio, dijo el soldado. La familia se quedó, pero para los norteamericanos tenían que marcharse.
12:30 p.m.
Durante las siguientes horas, la sección combinó carreras por entre los callejones abiertos con períodos de tranquilidad en casas vacías. Bajo lo que sonaba como una balacera permanente, los soldados avanzaron detrás de los soldados iraquíes, siguiéndoles de cerca.
En un momento, los iraquíes detuvieron a un hombre que, dijeron, tenía videos de sí mismo matando a soldados norteamericanos. Los soldados iraquíes le golpearon en la cabeza cuando pasaron junto a él.
Una hora más tarde, un francotirador hirió a dos soldados iraquíes que estaban revisando un apartamento ocupado ilegalmente, como dos adolescentes. El soldado Barnum vendó sus heridas con vendas norteamericanas. Él y el resto de la sección estaban dentro, donde se habían refugiado.
"Aléjense de las ventanas", repetía una y otra vez el sargento B. El punto era claro: que no vuelva a ocurrir. No lo estropees.
4 p.m.
Abajo en el vestíbulo de un edificio semi abandonado en la Calle Haifa, el sargento y sus hombres se sentaron en el suelo, exhaustos. Estaban esperando que volviera su Stryker, para poder marcharse a la base. En catorce horas, habían recorrido un tramo de ocho edificios en la Calle Haifa. Se suponía que tenían que allanar dieciocho.
Arriba, soldados iraquíes revisaban las habitaciones y se acomodaban en los apartamentos vacíos. Muchos eran amplios, incluso lujosos, con ascensores que abrían a amplios corredores y grandiosos salones salpicados por el sol de la tarde.
Durante el régimen de Saddam Hussein, la Calle Haifa había sido favorecida por funcionarios del Partido Baaz y extranjeros adinerados. Los actuales residentes parecían haber desalojado recién el apartamento, pues un tubo lleno de crema de afeitar se encontraba todavía en el cuarto de baño. En el salón del apartamento, se había acomodado una banda de soldados iraquíes, descansando en sillones con tapiz azul y escuchando un partido de fútbol en una radio que habían encontrado en un armario.
Parecían a gusto, como si estuvieran esperando que los llamaran a cenar.
Entretanto, el sargento B y el especialista Woollis hablaron sobre lo que comerían cuando volvieran a casa en California. Se pusieron de acuerdo en perritos calientes picantes, y hamburguesas.
El sargento B dijo que extrañaba a su hijo de trece, que estaba creciendo sin él, jugando fútbol, aprendiendo a ser hombre con un padre ausente. Tras diecisiete años en el ejército, dijo, estaba pensando que quizás su familia ya había soportado lo suficiente.
"No sé cómo se puede hacer esto", dijo, "y no sufrir algún daño".
Unas horas más tarde, llegó la noticia: el sargento Leija había muerto.
29 de enero de 2007
©new york times
©traducción mQh
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