nos odian
[Robert Wright] Libros antinorteamericanos. Lapolítica exterior debe tomar en cuenta que ¡nos odian!, opina Wright, de la New American Foundation.
Uno no espera encontrar buenas noticias para el presidente Bush en un libro de Andrew Kohut, un encuestador y comentarista, que parece dividir su tiempo entre cuantificar la zambullida de Estados Unidos de Bush en la estima del planeta y la zambullida de Bush en la opinión pública estadounidense. Tampoco vamos a encontrar buenas noticias para el presidente Bush en un libro de Julia E. Sweig, liberal y miembro del Consejo para las Relaciones Exteriores. Pero ‘Friendly Fire', de Sweig, se une a ‘America Against the World', de Kohut, escrita con el columnista Bruce Stokes, en mostrar que Bush no es el único culpable de la turbia percepción de Estados Unidos. Y en estos días, eso equivale a anunciar buenas noticias para Bush.
Si también son buenas noticias para Estados Unidos, es algo que está por verse. Una vez que piensas en las profundas y difusas raíces del antinorteamericanismo, te das cuenta de que la solución no será fácil. Sin embargo, estos dos libros -especialmente ‘Friendly Fire', que es el más descriptivo- ofrecen ideas sobre cómo podemos evitar lo que Sweig llama ‘el siglo del antinorteamericanismo".
La opción del ‘excepcionalismo norteamericano' que el presidente Bush ha convertido en internacionalmente infame, no es nueva, observa Sweig. Especialista en América Latina, puede hacer un listado de todo un siglo de ejemplos de la dudosa idea de que "Estados Unidos debe hacerse sentir -ignorando las leyes internacionales y la soberanía de otros estados-, porque sus objetivos son nobles, y porque el atractivo de sus valores es universal".
Y no se detiene en América Latina. Más obviamente vinculado a titulares actuales que al golpe de 1954 en Guatemala, que fue patrocinado por Estados Unidos, es el que respaldó en Irán en 1953, iniciando un autoritarismo laico que provocaría, a su vez, la revolución fundamentalista de 1979. Como gran parte del apoyo norteamericano a la opresión durante la guerra fría, esto causó menos impacto en Estados Unidos que en los oprimidos. "Los dramas que contenían las semillas de la rebelión de hoy, se desarrollaron en la oscuridad, y son todavía imperceptibles al ojo desnudo norteamericano", escribe Sweig en el curso de su extensa y amarga revisión de la cáustica política exterior norteamericana.
El antinorteamericanismo que emana de la globalización también precede por un largo tiempo la presidencia de Bush. Como señalan Kohut y Stokes en su libro pródigo en datos, el resentimiento internacional con la cultura norteamericana (el cine, McDonald's) y las prácticas comerciales (largos horarios de trabajo) empezó a aparecer en los sondeos de Gallup a principios de los años ochenta.
Si Estados Unidos se ha estado enajenando gente durante décadas, ¿por qué resuena tanto hoy el antinorteamericanismo? En todo caso, varias fuerzas han convergido para crear una nueva verdad: la seguridad nacional depende de manera crucial de los sentimientos hacia Estados Unidos en otros países.
Por supuesto, siempre ha sido importante que alguna gente -especialmente los dirigentes políticos de países considerados aliados- nos simpatice. (Enajenarse a dictadores recién instalados ha sido considerado durante largo tiempo como una estrategia paupérrima). Pero los sentimientos populares importaban menos en los años de antes de que la democratización lograra que los presidentes acataran la voluntad de las masas en tantos países, y antes de que la tecnología de información microelectrónica convirtiera a las masas de incluso países autoritarios, en gente ingobernable.
Y, por supuesto, el terrorismo no era la amenaza que es hoy. Los venezolanos que lanzaron piedras contra el coche del vice presidente Richard Nixon en 1958 habrían logrado que se oyeran sus quejas más alto y más al norte si hubiesen tenido municiones modernas, transporte y tecnología de la información. Ninguno de los libros enfatiza demasiado este peligro del antinorteamericanismo -el creciente carácter letal del odio de base. Pero la guerra contra el terrorismo es el telón de fondo de su iluminación de cómo el antinorteamericanismo impide la formación de alianzas efectivas.
La preeminencia de Estados Unidos durante la Guerra Fría -y la repentina visibilidad de esa preeminencia- complica nuestros intentos de ganar amigos. La gente que ya es ambivalente en cuanto al asedio que implican la cultura y comercio norteamericanos, puede cada vez más ver a la afluente sociedad norteamericana por video. Las masas que se han sentido defraudadas por los ricos en sus propios países, pueden transferir parte de esa antipatía a sus vecinos, o sea nosotros: la globalización del resentimiento.
En resumen, a fines de los años noventa, Estados Unidos se estaba convirtiendo en un blanco más natural de la mala voluntad, incluso cuando su seguridad nacional descansa cada vez más en la buena voluntad. Necesitábamos más que nunca un presidente con sensibilidad diplomática, finamente en sintonía con las esperanzas y temores de gentes diversas, dispuesto a ayudar a otros países a solucionar sus mayores problemas.
Y entonces entró... George W. Bush. Sus presuntos fracasos a este respecto han sido tan exhaustivamente comentados que podemos ahorrar tiempo evocándolos con palabras claves: "cruzada", "demonio", Iraq, Bolton, la Convención de Ginebra, etc. No se puede probar la afirmación de Sweig de que "las políticas y no-políticas de Bush... dejaron al desnudo el latente, estructural ánimo antinorteamericano que se ha acumulado en el tiempo", pero las encuestas del Pew Research Center de Kohut muestra que la opinión global sobre Estados Unidos ha caído en picado durante Bush -no solamente desde su poco natural preeminencia desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, sino desde que asumiera el cargo.
Y esta vez es personal. Hace sólo unos años, el antinorteamericanismo se concentraba en las políticas del gobierno; el mundo "estima más a los norteamericanos que a Estados Unidos", observan Kohut y Stokes. Pero los extranjeros "cada vez más están obviando la diferencia entre el pueblo y el gobierno de Estados Unidos".
Kohut y Stokes argumentan, en efecto, que estos extranjeros están confundidos, que los norteamericanos no están bajo el influjo del agresivo excepcionalismo exhibido últimamente por su gobierno. De acuerdo a las encuestas, "el pueblo norteamericano, al contrario de sus algunos de sus dirigentes, no hace proselitismo de su ideología". Y tampoco son "imperialistas culturales". Quizás no. Pero esta reserva parece menos anclada en la humildad (sesenta por ciento de los estadounidenses considera su cultura "superior a otras") que en la apatía. Los estadounidenses, escriben Kohut y Stokes, tienden "a minimizar la importancia de las relaciones de Estados Unidos con otros países... a ser indiferentes en cuanto a problemas globales... a carecer de entusiasmo hacia iniciativas e instituciones multinacionales" y en general tienen "una concentración en sí mismos inconscientes de la profundización de los vínculos de su país con otros".
En otras palabras: No somos odiosamente evangélicos, apenas odiosamente interesados. Así que incluso si Bush no refleja al verdadero Estados Unidos, y sea reemplazado por alguien que sí lo haga, todavía estaremos en problemas. Al menos, estaremos en problemas si el problema es en realidad, como argumenta Sweig, la permanente "casi incapacidad de Estados Unidos de ver su poder desde la perspectiva de los impotentes". Cambiar esa voluntad requerirá no un presidente merecedor de su pueblo, sino un líder dispuesto a conducir a su gente.
Sweig se queja de que "los norteamericanos se creen los reyes y reinas del baile de graduación del mundo". Pero, en realidad, no podemos eludir ese papel, al menos no ahora. En riqueza y poder somos el número uno. La pregunta es si seremos el típico rey o reina -resentida por la mayoría de los que están en el escalón más bajo de la jerarquía social y muchos en el medio- o el raro rey o reina del baile que trata de ser realmente, verdaderamente, sabes, popular.
Los estadounidenses pueden ser malos a la hora de hacer lo que recomienda Sweig -"tratar de vernos como nos ven los otros"-, pero no somos los únicos. La gente en general tiene problemas en ponerse en lugar de gente cuyas circunstancias difieren de las suyas. Es por eso que el mundo es el desastre que es -y la razón por la que tener éxito en esta tarea sería considerado como un verdadero progreso moral.
Así la historia a puesto a Estados Unidos en una posición en la que su seguridad nacional depende de su crecimiento moral. Esto asusta, pero también es, de cierto modo, inspirador. Quizás el término ‘grandeza norteamericana' no necesite tener esas connotaciones militaristas con las que, en los últimos tiempos, parece vinculada. Aquí, quizás, es un excepcionalismo que vale la pena. Pero si tenemos éxito, tratemos de no fanfarronear.
Si también son buenas noticias para Estados Unidos, es algo que está por verse. Una vez que piensas en las profundas y difusas raíces del antinorteamericanismo, te das cuenta de que la solución no será fácil. Sin embargo, estos dos libros -especialmente ‘Friendly Fire', que es el más descriptivo- ofrecen ideas sobre cómo podemos evitar lo que Sweig llama ‘el siglo del antinorteamericanismo".
La opción del ‘excepcionalismo norteamericano' que el presidente Bush ha convertido en internacionalmente infame, no es nueva, observa Sweig. Especialista en América Latina, puede hacer un listado de todo un siglo de ejemplos de la dudosa idea de que "Estados Unidos debe hacerse sentir -ignorando las leyes internacionales y la soberanía de otros estados-, porque sus objetivos son nobles, y porque el atractivo de sus valores es universal".
Y no se detiene en América Latina. Más obviamente vinculado a titulares actuales que al golpe de 1954 en Guatemala, que fue patrocinado por Estados Unidos, es el que respaldó en Irán en 1953, iniciando un autoritarismo laico que provocaría, a su vez, la revolución fundamentalista de 1979. Como gran parte del apoyo norteamericano a la opresión durante la guerra fría, esto causó menos impacto en Estados Unidos que en los oprimidos. "Los dramas que contenían las semillas de la rebelión de hoy, se desarrollaron en la oscuridad, y son todavía imperceptibles al ojo desnudo norteamericano", escribe Sweig en el curso de su extensa y amarga revisión de la cáustica política exterior norteamericana.
El antinorteamericanismo que emana de la globalización también precede por un largo tiempo la presidencia de Bush. Como señalan Kohut y Stokes en su libro pródigo en datos, el resentimiento internacional con la cultura norteamericana (el cine, McDonald's) y las prácticas comerciales (largos horarios de trabajo) empezó a aparecer en los sondeos de Gallup a principios de los años ochenta.
Si Estados Unidos se ha estado enajenando gente durante décadas, ¿por qué resuena tanto hoy el antinorteamericanismo? En todo caso, varias fuerzas han convergido para crear una nueva verdad: la seguridad nacional depende de manera crucial de los sentimientos hacia Estados Unidos en otros países.
Por supuesto, siempre ha sido importante que alguna gente -especialmente los dirigentes políticos de países considerados aliados- nos simpatice. (Enajenarse a dictadores recién instalados ha sido considerado durante largo tiempo como una estrategia paupérrima). Pero los sentimientos populares importaban menos en los años de antes de que la democratización lograra que los presidentes acataran la voluntad de las masas en tantos países, y antes de que la tecnología de información microelectrónica convirtiera a las masas de incluso países autoritarios, en gente ingobernable.
Y, por supuesto, el terrorismo no era la amenaza que es hoy. Los venezolanos que lanzaron piedras contra el coche del vice presidente Richard Nixon en 1958 habrían logrado que se oyeran sus quejas más alto y más al norte si hubiesen tenido municiones modernas, transporte y tecnología de la información. Ninguno de los libros enfatiza demasiado este peligro del antinorteamericanismo -el creciente carácter letal del odio de base. Pero la guerra contra el terrorismo es el telón de fondo de su iluminación de cómo el antinorteamericanismo impide la formación de alianzas efectivas.
La preeminencia de Estados Unidos durante la Guerra Fría -y la repentina visibilidad de esa preeminencia- complica nuestros intentos de ganar amigos. La gente que ya es ambivalente en cuanto al asedio que implican la cultura y comercio norteamericanos, puede cada vez más ver a la afluente sociedad norteamericana por video. Las masas que se han sentido defraudadas por los ricos en sus propios países, pueden transferir parte de esa antipatía a sus vecinos, o sea nosotros: la globalización del resentimiento.
En resumen, a fines de los años noventa, Estados Unidos se estaba convirtiendo en un blanco más natural de la mala voluntad, incluso cuando su seguridad nacional descansa cada vez más en la buena voluntad. Necesitábamos más que nunca un presidente con sensibilidad diplomática, finamente en sintonía con las esperanzas y temores de gentes diversas, dispuesto a ayudar a otros países a solucionar sus mayores problemas.
Y entonces entró... George W. Bush. Sus presuntos fracasos a este respecto han sido tan exhaustivamente comentados que podemos ahorrar tiempo evocándolos con palabras claves: "cruzada", "demonio", Iraq, Bolton, la Convención de Ginebra, etc. No se puede probar la afirmación de Sweig de que "las políticas y no-políticas de Bush... dejaron al desnudo el latente, estructural ánimo antinorteamericano que se ha acumulado en el tiempo", pero las encuestas del Pew Research Center de Kohut muestra que la opinión global sobre Estados Unidos ha caído en picado durante Bush -no solamente desde su poco natural preeminencia desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, sino desde que asumiera el cargo.
Y esta vez es personal. Hace sólo unos años, el antinorteamericanismo se concentraba en las políticas del gobierno; el mundo "estima más a los norteamericanos que a Estados Unidos", observan Kohut y Stokes. Pero los extranjeros "cada vez más están obviando la diferencia entre el pueblo y el gobierno de Estados Unidos".
Kohut y Stokes argumentan, en efecto, que estos extranjeros están confundidos, que los norteamericanos no están bajo el influjo del agresivo excepcionalismo exhibido últimamente por su gobierno. De acuerdo a las encuestas, "el pueblo norteamericano, al contrario de sus algunos de sus dirigentes, no hace proselitismo de su ideología". Y tampoco son "imperialistas culturales". Quizás no. Pero esta reserva parece menos anclada en la humildad (sesenta por ciento de los estadounidenses considera su cultura "superior a otras") que en la apatía. Los estadounidenses, escriben Kohut y Stokes, tienden "a minimizar la importancia de las relaciones de Estados Unidos con otros países... a ser indiferentes en cuanto a problemas globales... a carecer de entusiasmo hacia iniciativas e instituciones multinacionales" y en general tienen "una concentración en sí mismos inconscientes de la profundización de los vínculos de su país con otros".
En otras palabras: No somos odiosamente evangélicos, apenas odiosamente interesados. Así que incluso si Bush no refleja al verdadero Estados Unidos, y sea reemplazado por alguien que sí lo haga, todavía estaremos en problemas. Al menos, estaremos en problemas si el problema es en realidad, como argumenta Sweig, la permanente "casi incapacidad de Estados Unidos de ver su poder desde la perspectiva de los impotentes". Cambiar esa voluntad requerirá no un presidente merecedor de su pueblo, sino un líder dispuesto a conducir a su gente.
Sweig se queja de que "los norteamericanos se creen los reyes y reinas del baile de graduación del mundo". Pero, en realidad, no podemos eludir ese papel, al menos no ahora. En riqueza y poder somos el número uno. La pregunta es si seremos el típico rey o reina -resentida por la mayoría de los que están en el escalón más bajo de la jerarquía social y muchos en el medio- o el raro rey o reina del baile que trata de ser realmente, verdaderamente, sabes, popular.
Los estadounidenses pueden ser malos a la hora de hacer lo que recomienda Sweig -"tratar de vernos como nos ven los otros"-, pero no somos los únicos. La gente en general tiene problemas en ponerse en lugar de gente cuyas circunstancias difieren de las suyas. Es por eso que el mundo es el desastre que es -y la razón por la que tener éxito en esta tarea sería considerado como un verdadero progreso moral.
Así la historia a puesto a Estados Unidos en una posición en la que su seguridad nacional depende de su crecimiento moral. Esto asusta, pero también es, de cierto modo, inspirador. Quizás el término ‘grandeza norteamericana' no necesite tener esas connotaciones militaristas con las que, en los últimos tiempos, parece vinculada. Aquí, quizás, es un excepcionalismo que vale la pena. Pero si tenemos éxito, tratemos de no fanfarronear.
Robert Wright, investigador del New America Foundation, es el autor de, ente otros, ‘Nonzero: The Logic of Human Destiny'.
Libros reseñados
Friendly Fire. Losing Friends and Making Enemies in the Anti-American Century
Julia E. Sweig
251 pp.
A Council on Foreign Relations Book/PublicAffairs
$25.
America Against the World. How We Are Different and Why We Are Disliked
Andrew Kohut and Bruce Stokes
259 pp.
Times Books/Henry Holt & Company
$25.
14 de mayo de 2006
©new york times
©traducción mQh
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